Capítulo 4
Algunos de nosotros se interesaron lo suficiente como para ir a pedirle detalles a Davidson. No es que hubiera muchos. Contó que había tocado Samburan con el único propósito de enterarse de lo que sucedía. Al principio le pareció que aquella parte de la isla había sido completamente abandonada. Era lo que sospechaba. En seguida, y por encima de la espesa vegetación que Samburan ofrecía a la vista, divisó la punta del mástil, aunque sin bandera. Luego, mientras derivaba por el pequeño entrante que durante una época fue conocido como Bahía del Diamante n***o, distinguió con los prismáticos la clara figura del muelle. Sólo podía ser Heyst.
Convencido de que esperaba embarcarse, se dirigió hacia él:
—No hizo ninguna señal. A pesar de ello, botamos una lancha. No había huellas de vida alrededor. Es cierto, llevaba un libro en la mano. Tenía el mismo aspecto de siempre, muy aseado, calzado blanco y salacot. Me explicó que siempre había sentido un cierto gusto por la soledad. Era la primera vez que escuchaba algo así, le contesté. Se limitó a sonreír. ¿Qué podía decir yo? Es esa clase de hombres con los que cuesta entrar. Había algo en él. Uno no se da cuenta.
—Pero ¿qué pretende? ¿Mantener la propiedad de la mina? —pregunté.
—Algo así —respondió—. Seguir en mi puesto. —Pero si esto está más muerto que Julio César. De hecho, no hay nada por qué preocuparse.
—¡Oh!, hablando de hechos, yo también soy uno —respondió, cortando la conversación con uno de sus tajantes saludos.
Despachado de esta manera, Davidson volvió a bordo y mandó levar. Mientras se alejaba, observó que Heyst abandonaba el muelle. Se metió en la espesura y desapareció todo menos el salacot blanco, que iba como flotando en una marea verde. Luego, también desapareció, precipitado a las profundidades vivas de la selva (más celosa de las conquistas humanas que el propio océano) que cercaba ya los últimos vestigios de la Tropical Belt Coal Company y de A. Heyst, gerente en los trópicos.
Davidson, una persona benévola y sencilla a su manera, se sentía extrañamente conmovido. Hay que señalar que sabía muy poco de Heyst y que formaba parte de aquéllos a quienes su rebuscada cortesía desconcertaba completamente. En él mismo había cierta sensibilidad depurada, aunque su educación no distara en absoluto de la del resto de nosotros. Éramos un grupo extravertido por naturaleza, que tenía sus propias reglas y me atrevería a decir que no eran peores que las de otra gente. Pero la delicadeza no se encontraba entre ellas. En cambio, la de Davidson era lo suficientemente cabal como para alterar el curso del vapor que capitaneaba. En lugar de pasar por el sur de Samburan, lo hacía por el pasaje de la costa norte, a una milla de distancia del muelle.
—Así puede vernos, si le apetece.
Y luego, como si le resultara objetable:
—En fin. Espero que no lo confunda con una intromisión. ¿No les parece?
Le tranquilizamos acerca de lo correcto de su comportamiento. El mar es libre.
La ligera desviación añadía unas diez millas a la ruta, pero como el viaje era de mil seiscientas, la cosa no tenía mucha importancia.
—He hablado de ello con el armador —apuntó el concienzudo capitán del «Sissie».
El tal tenía cara de limón añejo. Era pequeño y apergaminado, rara descripción de un c***o que, por lo general, cuando ha prosperado suele añadir algunas pulgadas de esfericidad y estatura a su presencia. Emplearse en una firma china no es tan malo. Una vez que llegan a convencerse de tu rectitud, su confianza no tiene límite. Ésa es la razón por la que el c***o de Davidson graznó rápidamente:
—Vale, vale, vale. Haga lo que guste, capitán.
Y allí terminó el asunto. Aunque no del todo. De tarde en tarde el c***o le preguntaba a Davidson por el hombre de blanco.
—¿Sigue allí todavía?
—Nunca le veo —se vio obligado a confesar Davidson al propietario, que le escudriñaba silenciosamente a través de los redondos anteojos con montura de cuerno y de tamaño excesivo para la reducida cara.
—Nunca le veo.
A mí me dijo en ocasiones:
—No me cabe la menor duda de que sigue allí. Pero se esconde. Desconcertante —Davidson parecía ligeramente enfadado con Heyst—. Es curioso. De entre la gente que conozco, nadie se interesa por él, excepto ese c***o.
—Y Schomberg —añadió al poco rato.
Schomberg, por supuesto. Preguntaba a todo el mundo sobre todo y arreglaba la información de la manera más infame que se le ocurría. De vez en cuando se adelantaba, los ojos brillantes y abotargados, los labios henchidos ya, la barba castañeteante, y todo encendido de malicia.
—Buenas tardes, caballeros. ¿Tienen todo lo que desean? ¡Estupendo! Pues acaban de decirme que la selva ha devorado lo que quedaba de la Bahía del Diamante n***o. Es un hecho. Ahora no es más que un ermitaño en medio del desierto. Pero ¿cómo se las ingenia para comer esa especie de gerente? No lo entiendo.
Más de una vez, algún extraño preguntó, con curiosidad bastante natural:
—¿De quién habla? ¿Qué gerente?
—Oh, cierto sueco —con siniestro énfasis, como «cierto bergante»— bien conocido por aquí. La vergüenza le ha echado al monte. Como le pasa al diablo cuando le descubren.
Ermitaño. Ésta era la última de las más o menos certeras etiquetas que le habían colgado a Heyst durante el peregrinaje por aquella provincia de la franja tropical donde el chasquido de la necia lengua de Schomberg se entrometía en los oídos.
En apariencia, al menos, Heyst no tenía temperamento de eremita. La presencia de los de su especie no le suscitaba ningún odio incontenible. Podemos asegurarlo desde el momento en que, por unas u otras razones, abandonó su retiro por un tiempo. Quizá sólo para ver si tenía correspondencia en casa de los Tesman. Yo no lo sé. Nadie lo sabe. Pero su reaparición demuestra que el desligamiento del mundo no era completo. Y la incompletud de cualquier clase orienta a la desgracia.
Axel Heyst no debiera haberse preocupado por sus cartas —o cualquiera que fuera el motivo que le sacó de Samburan al cabo de año y medio—. Pero era inútil. No tenía vocación de anacoreta. Puede que en eso consistiera la desgracia.
Sea como fuere, apareció repentinamente en la escena: el inconfundible porte, la frente despejada, amplios bigotes, el gesto mesurado y todo lo que remata la figura de Heyst, incluso la cavernosa mirada sobre la que planeaba todavía la sombra de la muerte de Morrison. Naturalmente, fue Davidson quien le rescató de la isla olvidada. No había otra forma. A no ser que una vela indígena pasara por allí, remota y muy insatisfactoria posibilidad. Sí, salió con Davidson, a quien declaró su voluntad de que fuera por breve espacio —unos cuantos días, tampoco más—. Eso significaba volver a Samburan.
Ante la expresión de horror e incredulidad de su interlocutor, Heyst le explicó que, cuando se constituyó la compañía, había pedido que le enviaran algunas de sus pertenencias en Europa.
Tanto a Davidson como a cualquiera de nosotros, la idea de que Heyst, el vagabundo, el desnortado e ingrávido Heyst, tuviera esa clase de pertenencias que permiten amueblar una casa se convertía en algo sobrecogedoramente insólito. Grotescamente fantástico. Imaginemos que un alcatraz tomara posesión de una finca.
—¿Pertenencias? ¿Quiere usted decir sillas y mesas? —le preguntó Davidson con descarada perplejidad. Era exactamente lo que Heyst quería decir.
—Mi infortunado padre murió en Londres. Todo ha estado almacenado allí desde entonces —aclaró.
—¿Durante todos estos años? —exclamó Davidson, calculando el tiempo que Heyst llevaba dando brincos por la selva, de árbol en árbol.
—Incluso más —contestó el otro, que había comprendido muy bien.
Ello parecía implicar que había estado vagabundeando antes de caer bajo nuestro punto de mira. ¿En qué regiones? ¿Desde qué época? Quizá se trataba de un pájaro al que siempre le había faltado el nido.
—Dejé la escuela muy pronto —puntualizó durante el viaje—. Fue en Inglaterra. En una buena escuela. No tuve mucho éxito allí.
Las confesiones de Heyst. Ninguno de nosotros, con la probable excepción de Morrison, que estaba muerto, había llegado nunca a saber tanto de su vida. Parecía como si el ejercicio eremítico hubiera tenido la virtud de soltarle la lengua.
Durante este memorable viaje en el «Sissie», que llevó casi dos días, realizó algunas otras alusiones —no podrían llamarse informaciones— a su historia. El interés del capitán no se cifraba en lo excitante que pudieran ser tales alusiones, sino en esa ingénita curiosidad sobre la vida privada de los individuos que es un rasgo de la naturaleza humana. Añádase que la existencia de Davidson, deslizándose con el «Sissie» por el mar de Java en un trayecto de ida y vuelta, era inequívocamente monótona y, en cierto sentido, solitaria. Nunca tenía compañía a bordo. Claro que el barco iba repleto de pasajeros nativos en cubierta, pero nunca de hombres blancos, así que la presencia de Heyst durante los dos días debió ser una especie de regalo de la Misericordia. Davidson nos lo refirió más tarde. El improvisado viajero aludió también a que su padre era autor de tina buena porción de libros. En calidad de filósofo.
—Sospecho que debió tener también algún ramalazo lunático —comentó Davidson—. Según parece, tuvo sus más y sus menos con la familia en Suecia. La clase de padre precisamente que uno imaginaría para Heyst. ¿No hay en él algo obsesivo? Apenas murió el padre, se perdió por el ancho mundo y, según cuenta, no se detuvo hasta que topó con el famoso negocio del carbón. De tal palo, tal astilla, ¿no les parece?
Por lo demás, Heyst seguía tan fino como siempre. Se ofreció a pagar el billete. Y cuando Davidson se negó a hablar de ello, él le estrechó calurosamente la mano con uno de sus tajantes saludos, declarando que estaba conmovido por tan solidario proceder.
—No me refiero a esta ridícula cantidad que usted rehúsa —continuó, con un apretón a la mano del oficial—. Lo que me conmueve es su sensibilidad —otro apretón—. Créame, le estoy profundamente reconocido por ser objeto de ella —y apretón definitivo.
Todo apunta a que Heyst comprendió debidamente las periódicas apariciones del pequeño «Sissie» en el panorama del destierro.
—Es un auténtico caballero —dijo Davidson—. Cuando desembarcó, lo lamenté sinceramente.
Preguntamos dónde había dejado a Heyst.
—En Sourabaya, naturalmente. ¿Dónde, si no?
Los Tesman tenían su oficina central en Sourabaya. La relación entre Heyst y ellos venía de antiguo. La incongruencia de un anacoreta que dispone de agentes comerciales no era lo más chocante, ni siquiera el absurdo de un acabado y delirante directivo de una empresa naufragada, hundida y desaparecida, tratando de atender a sus negocios. Dijimos Sourabaya, por supuesto, y dimos por sentado que se quedaría con uno de los Tesman. Alguien llegó incluso a preguntarse qué clase de recepción le dispensarían. Era de dominio público que a Julius Tesman, el fiasco de la Tropical Belt Coal Company le había tenido fuera de sí. Pero el capitán nos corrigió. Nada de eso. Heyst fue a hospedarse en el hotel de Schomberg y desembarcó a bordo de la lancha del establecimiento. No es que Schomberg hubiera pensado mandar su lancha al encuentro de un simple mercante como el «Sissie», sino que había ido al encuentro de un correo costero y le hicieron señales. El mismo Schomberg iba al timón.
—Debieran haber observado cómo los ojos de Schomberg se salían de la órbita cuando Heyst saltó con su viejo maletón de cuero —dijo Davidson—. Fingió no saber quién era. Al principio, por lo menos. Yo no fui a tierra con ellos. Sólo nos quedamos un par de horas en total. Descargamos dos mil cocos y nos marchamos. Estuve de acuerdo en recogerle en mi próximo viaje, dentro de veinte días.