Capítulo 3
Siendo la naturaleza humana lo que es, a saber una mezcla de necedad y de rapiña, hubo no pocos que fingieron indignarse con la autoridad que les confería una propensión generalizada a creer cualquier infamia; y muchos otros que encontraron sencillamente ingenioso llamar a Heyst «araña» —a escondidas, por supuesto—. Por su parte, vivía en la más dulce inconsciencia en lo que se refiere a éste y otros diversos apodos. No obstante, la gente encontró rápidamente nuevas cosas que decir de Heyst: no mucho después empezó a destacar en asuntos de mayor envergadura. Se transformó en algo definido. Todas las miradas se volvieron hacia él cuando apareció como gerente de la Tropical Belt Coal Company, con oficinas en Londres y en Amsterdam y otros aspectos derivados que sonaban y se veían grandiosos. Las oficinas de las dos capitales puede que no constaran —y era lo probable— sino de un cuarto cada una, pero a aquella distancia daba un cierto tono. Nosotros estábamos más sorprendidos que fascinados, francamente, a pesar de que hasta los más sensatos empezaron a sospechar alguna realidad en todo ello. Los Tesman figuraban como agentes y una línea de barcos-correo se había asegurado mediante contrato con el gobierno: la era del vapor se iniciaba en las islas. Un gran paso adelante. ¡El paso de Heyst!
Y los nuevos tiempos arrancaban del encuentro entre el acorralado Morrison y el vagabundo Heyst, cosa que pudo, o no, haber sido el fruto de una plegaria. El suplicante no era un imbécil, pero parecía haberse instalado en una concienzuda vaguedad en su relación con el benefactor. Si éste fue enviado con dinero en el bolsillo por real decreto del Todopoderoso como respuesta a su oración, entonces no había ninguna razón especial para la gratitud, aunque la había, desde luego, para la resignación. Pero Morrison creía con la misma intensidad en la eficacia de la jaculatoria y en la bondad sin medida de aquel hombre. Agradecía a Dios con reverente sinceridad la gracia dispensada, y no podía, sin embargo, hacer lo mismo con Heyst, cuya ayuda era de hombre a hombre. En esta —sin duda loable— confusión de extremados sentimientos, la gratitud de Morrison insistió en la copaternidad de su amigo en el llamémosle gran descubrimiento. Finalmente, supimos que se había marchado a casa atravesando el Canal de Suez, con el objeto de apoyar personalmente en Londres el munificente proyecto del carbón. Se despidió de su bergantín y desapareció del campo de observación. Más tarde supimos que había escrito más de una carta a su socio, en las que decía que Londres era frío y lóbrego; que no le gustaban ni los hombres ni las cosas; y que se sentía tan distante como una corneja cruzando por un país extraño. La verdad es que estaba muy unido al «Capricornio», —al barco, no sólo al trópico—. Por último, fue a Dorsetshire a encontrarse con los suyos, cogió un catarro y murió con extraordinaria rapidez en el seno de su atribulada familia. Si los esfuerzos de Londres habían minado sus energías, no es fácil saberlo. Pero en esa visita se dio seguramente forma al proyecto del carbón. En todo caso, la Tropical Belt Coal Company nació casi en el instante en que Morrison, víctima del agradecimiento y de la meteorología de su tierra, decidió reunirse con sus antepasados en un cementerio de Dorsetshire.
Heyst se derrumbó. Conoció la noticia en las Molucas, a través de los Tesman, y luego desapareció. Según parece, residió con un cierto doctor alemán que ocupaba un cargo en Amboyna y que, en calidad de amigo, cuidó de nuestro hombre en un bungaló de su propiedad. Volvió a dejarse ver repentinamente, los ojos socavados y un aire receloso por la posible recriminación de la muerte de Morrison.
¡Inocente Heyst! Como si alguno quisiera… Nadie tenía el más mínimo interés en los que se marchaban a casa. Estaba bien. Ya no contaban. Irse a Europa era casi tan definitivo como irse al Cielo. Era irse de aquel mundo regido por la indeterminación y por la aventura.
De hecho, muchos de nosotros no conocimos esta muerte hasta meses después, a través de Schomberg, enconado gratuitamente contra Heyst, que nos regaló con una pieza de su siniestro cotorreo:
—Éste es el resultado de mantener relaciones con ese sujeto. Primero te exprime como un limón y luego te da el pasaporte para que vayas a morirte a casa. Tomen nota de Morrison.
Por supuesto, nos reímos de la arbitraria suspicacia que apuntaba a tan negros manejos. Se había corrido la noticia de que Heyst hacía los preparativos para irse a Europa y apoyar la empresa del carbón en persona. Pero nunca se fue. No era necesario. La compañía se había constituido sin él y la designación de gerente en los trópicos le llegó por correo. Desde el principio tuvo en el pensamiento a Samburan, o la Isla Circular de los mapas, para sede de la estación central.
Algunos de los prospectos editados en Europa encontraron el camino del Este y fueron pasando de mano en mano. Quedamos francamente admirados del mapa que los acompañaba y cuyo objeto no era otro que ilustrar a los accionistas. Samburan figuraba, con el nombre impreso en caracteres de buen tamaño, como el corazón del Hemisferio Este. Gruesas líneas irradiaban desde allí en todas direcciones y atravesaban los trópicos con forma de misteriosa estrella (líneas de influencia, o trayectos, o algo parecido). Los promotores comerciales tienen una imaginación bastante personal. No existe temperamento más romántico en este mundo que el de un promotor comercial. Vinieron ingenieros, se importaron coolies, se levantaron bungalós, una galería horadó un costado de la montaña, y algo de carbón, efectivamente, llegó a verse en Samburan.
Estos acontecimientos conmocionaron las cabezas más reposadas. Hubo una época en que los isleños no hablaban de otra cosa que de la Tropical Belt Coal Company, e incluso aquellos que sonreían desdeñosamente sólo trataban de ocultar su desazón. No hay duda de que algo estaba sucediendo y cualquiera podía calibrar las consecuencias futuras: el ocaso del comerciante individual anegado en una nube de vapores. Nadie reunía las exigencias materiales para adquirir un barco de vapor. Por lo menos, ninguno de nosotros. Y Heyst era nada menos que el gerente.
—Heyst, ya sabe, Heyst el embrujado.
¡Oh, vamos! Si no ha sido más que un correcalles, como todos sabemos.
—Sí, sí. Dijo que buscaba hechos. Bien, pues ha encontrado uno que puede dejarnos arreglados a todos —comentó una voz amargada.
—Eso es lo que ellos llaman progreso: una nueva manera de ahorcar a la gente —farfulló otro.
Nunca se había hablado tanto sobre Heyst en los trópicos.
—¿Ése no es un barón sueco o algo parecido? —¿Ése, un barón? ¡No digas bobadas!
Por mi parte, no tengo la más ligera duda de quién era. Él mismo me lo dijo en cierta ocasión, cuando todavía brujuleaba entre las islas, enigmático y desahuciado como un fantasma. Fue mucho antes de que se convirtiera de modo tan alarmante en el destructor de nuestra pequeña industria. Heyst o el Enemigo.
Se había puesto de moda hablar de Heyst como del Enemigo. Concreto y definido. Estaba peinando el archipiélago, saltando de un barco a otro como si fueran tranvías, aquí o allá o en cualquier otra parte, organizándolo todo y con todas sus energías. Ya no eran errabundeos sino negocios. Y este repentino derroche de fuerza dirigida conmovió la incredulidad de los escépticos más que cualquier demostración científica que pudiera hacerse sobre la importancia de los yacimientos. Impresionante. Schomberg era el único que no se contagiaba. Grande, macho dentro de un estilo portuario, y densamente barbado, con un vaso de cerveza en la garra, se aproximaba a la mesa donde el tópico del momento se estaba dirimiendo y hacía como que escuchaba para después permitirse su inconmovible afirmación.
—Todo eso está muy bien, caballeros. Pero a mí no me ciega con el polvo de ese carbón. Ahí no hay nada. No puede haber nada. ¿Con un tipo así como gerente? ¡Fu!
¿Era ésa la clase de clarividencia que ilumina el odio del imbécil, o era pura obcecación, de las que acaban por arrastrar a la gente del modo más espeluznante? La mayoría podemos recordar ejemplos de apoteósica locura. Y la apoteosis se la llevó ese borrico de Schomberg. La T. B. C. Co. liquidó, como empecé diciendo. Los Tesman se lavaron las manos, el gobierno canceló los famosos contratos, la conversación terminó por consumirse y en cierto momento se cayó en la cuenta de que Heyst se había esfumado. Tornó a su invisibilidad como en los lejanos días en que acostumbraba a despejar caminos en su tentativa de romper el hechizo y salir en dirección a Nueva Guinea o en dirección a Saigón (a los caníbales o a los cafés). ¡Heyst el embrujado! ¿Habría roto el hechizo? ¿Habría muerto? Éramos demasiado indiferentes como para estar haciéndonos preguntas durante mucho tiempo. Puede apreciarse, de todas formas, que nos caía bastante bien. Aunque ello no fuera suficiente para mantener vivo el interés que debe suscitar un ser humano. Con el aborrecimiento, en cambio, las cosas son distintas. Schomberg no podía olvidar a Heyst. La picajosa y varonil criatura teutónica vivía de su odio. Como hacen los tontos con tanta frecuencia.
—Buenas tardes, caballeros. ¿Les han atendido a ustedes? ¡Estupendo! ¿Han visto? ¿Qué es lo que yo les he dicho siempre? Ahí no había nada que hacer. Yo lo sabía. Pero lo que me gustaría averiguar es qué ha sido de ese sueco.
Escupió la palabra «sueco», como si por sí sola significara «canalla». Detestaba a los escandinavos en cualquiera de sus manifestaciones. ¿Por qué? El Cielo lo sabe. Un imbécil es siempre indescifrable. Continuó:
—Hace más de cinco meses que no me encuentro a nadie que le haya visto.
Como ya he dicho, no estábamos excesivamente interesados, pero Schomberg era incapaz de comprenderlo. Un tipo extraordinariamente duro de mollera. Dondequiera que se juntaban tres personas, ya se ocupaba él de que apareciera Heyst.
—Espero que a ese sujeto no se le haya ocurrido ahogarse —añadía con seriedad un tanto cómica, pero que debería habernos estremecido si no fuera porque nuestra tertulia era más bien superficial y no estaba dispuesta a penetrar en la psicología de esta piadosa esperanza.
—¿Por qué? ¿No será que Heyst te debía algunos tragos?
—¡Tragos! ¡Nada de eso, amigo!
El hotelero no era un fenicio. El temperamento teutón rara vez lo es. Pero puso una siniestra expresión para decirnos que Heyst no había pasado, en total, de las tres visitas a su establecimiento. Éste era el crimen por el cual Schomberg le deseaba nada menos que una larga y atormentada existencia. Obsérvese el teutónico sentido de la proporción y su apacible espíritu compasivo.
Finalmente, una tarde, se le vio aproximándose a un grupo de habituales, exteriorizando su alborozo. Infló el masculino pecho y se dirigió a ellos con total soberanía:
—Caballeros, tengo noticias suyas. ¿Que de quién? Pues de ese sueco, naturalmente. Está todavía en Samburan. Nunca se fue. La compañía desapareció; los ingenieros desaparecieron, lo mismo que los empleados y los coolies. Pero él se quedó clavado. El capitán Davidson, que venía del Oeste, le vio con sus propios ojos. Algo blanco en el muelle: derrotó y tocó tierra en uno de los botes. Heyst, como es de suponer. Se guardó un libro en el bolsillo tan consideradamente como siempre. En fin, que deambulando y leyendo por el muelle. «Todavía sigo al mando», dijo al capitán Davidson. Lo que me gustaría saber es cómo se las arregla para comer. Ahora, un trozo de pescado seco, y luego, ¿qué? A eso lo llamo yo tocar fondo. ¡Un hombre que arrugaba la nariz en mi propio comedor!
Y guiñó el ojo con toda su malevolencia. El timbre repiqueteó y poco después encabezaba la expedición hacia el comedor como el que dirige a sus feligreses hacia el templo, grave el porte y un aire soberano de benefactor de la humanidad. Su ambición no pasaba de alimentarla a un precio provechoso, y su único placer consistía en hablar de ella a escondidas. Definía perfectamente su carácter el recrearse en la imagen de Heyst sin tener nada decente que llevarse a la boca.