Capítulo 2

3412 Words
Capítulo 2 En este tiempo, Heyst se asoció con Morrison en términos sobre los que la gente no se puso de acuerdo. Para unos era un compañero de fatigas; para otros, un simple huésped; pero el asunto estaba hecho de una materia más compleja. Un día, Heyst apareció en Timor. Por qué Timor, entre todos los lugares de este mundo, nadie llegó a averiguarlo. Bueno, pues andaba vagabundeando por Delli, ese cubil del todo pestilente, posiblemente en busca de hechos extraordinarios, cuando tropezó con Morrison, quien a su manera era también un hombre «embrujado». Cuando alguien le hablaba a Morrison de volver a casa —era de Dorsetshire— se estremecía. Decía que aquello era tenebroso y húmedo; que era como intentar vivir con la cabeza metida en una cartuchera mojada. Claro que se trataba sólo de su exagerada forma de contar las cosas. Morrison era «uno de los nuestros». Le iba bien como propietario y patrón del «Capricornio», un bergantín comercial, a pesar del lastre de su excesivo altruismo. Detentaba la afectuosa y tierna amistad de una porción de aldeas dejadas de la mano de Dios entre oscuras calas y bahías, con las que comerciaba en «manufacturas». A menudo se arriesgaba por intempestivos canales hacia alguna factoría miserable donde, en vez de un cargamento de mercancías, se encontraba con una multitud hambrienta que le pedía arroz. Para regocijo de todos, repartía arroz y explicaba a la muchedumbre que aquello era un adelanto y que ahora estaban en deuda con él. Les sermoneaba sobre el trabajo y la industria, y redactaba un minucioso informe en el diario de bolsillo que siempre le acompañaba. En este punto terminaba la transacción propiamente dicha. Ignoro si Morrison lo entendía así, pero a los aldeanos no les quedaba duda de ninguna clase. En cualquier pueblo del litoral donde el bergantín era avistado, comenzaban a repicar los tantanes y a ondear las serpentinas, las muchachas adornaban de flores su cabeza y el gentío se agolpaba en el muelle mientras Morrison resplandecía y miraba el alboroto a través de su monóculo, con un aire de satisfacción intensa. Alto, con cara de lápiz y bien afeitado, no podía parecer otra cosa que un tribuno que hubiera echado su peluca a los perros. Solíamos expresarle nuestro desacuerdo: —No verás ninguno de tus adelantos, si sigues por ese camino. Se le ponía cara de especialista. —Ya les exprimiré en el momento oportuno. No temáis. Además, eso me recuerda —sacaba su inseparable diario de bolsillo— que en cierto pueblecito —apuntaba— han vuelto a salir a flote. Podría empezar por exprimirles a ellos. Y hacía una furiosa acotación en el cuaderno, del estilo de: exprimir a la ciudad de tal, en la primera oportunidad. Luego, guardaba la pluma y corría la goma del cuaderno con gesto de inamovible decisión. Pero el exprimidor no acababa de arrancar. Algunos murmuraban. Estaba desperdiciando el negocio. Quizá eso fuera verdad hasta cierto punto y sin llegar más lejos. La mayor parte de los lugares con los que comerciaba no sólo eran desconocidos para la geografía, sino también para esa particular sabiduría de los comerciantes que se transmite de viva voz, sin alardes, y que sienta las bases del conocimiento de una comunidad determinada. Corría también la especie de que Morrison tenía una mujer en todas y cada una de las aldeas, pero la mayoría rechazábamos con indignación estos comadreos. Era un tipo francamente humanitario y bastante más ascético que otra cosa. Cuando Heyst se lo encontró en Delli, Morrison caminaba por la calle, el monóculo desfallecido sobre la pechera, la cabeza gacha y el desesperado aspecto de esos vagabundos endurecidos que se ven en nuestras carreteras arrastrándose de asilo en asilo. Al ser llamado desde la otra punta de la calle, levantó la vista con alarmada preocupación. Estaba metido en problemas. Había llegado la semana anterior a Delli, y las autoridades portuguesas, bajo una supuesta irregularidad en sus papeles, le impusieron una multa y arrestaron el barco. Morrison no era precisamente un ahorrador. Dado su sistema comercial, lo raro hubiera sido que lo fuera. En cuanto a las deudas registradas en su cuadernillo, no alcanzaban para conseguir un préstamo de mil reis —lo mismo da que pongamos un solo chelín—. Los funcionarios portugueses le aconsejaron no desesperar. Le daban una semana de gracia, a partir de la cual se habían propuesto subastar el barco. Esto significaba su ruina. La semana en cuestión estaba a punto de concluir cuando Heyst, con su habitual cortesía, le llamó desde el otro extremo de la calle. Heyst cambió de acera y se dirigió a él con una leve inclinación, a la manera de un príncipe que se entrevista con otro en un encuentro privado. —Qué inesperado placer. ¿Pondría usted alguna objeción a tomarse un trago conmigo en esa tasca de ahí enfrente? Hace demasiado calor para seguir en la calle. El demacrado Morrison le siguió obedientemente al sombrío tugurio, del que hubiera pasado de largo en cualquier otra oportunidad. En su ensimismamiento, no tenía una idea muy clara de lo que hacía. No era más dificultoso abandonarle en el borde de un precipicio que inducirle a entrar en el chiringuito. Se sentó como un autómata. Aunque taciturno, distinguió un vaso de consistente vino tinto y lo vació. Heyst, expectante pero educado, ocupó el asiento opuesto. —Temo que tenga usted algo de fiebre —dijo, solícito. Aquí se desató la lengua del pobre Morrison. —¡Fiebre! —gritó—. Que vengan fiebres como si vienen pestes. Sólo son enfermedades y uno acaba por sobrevivir. Pero es que a mí me están matando. Esa pandilla de portugueses está acabando conmigo. Pasado mañana me habrán rebanado el cuello. Enfrentado a este drama, Heyst expresó, con un apunte de cejas, un débil sentimiento de sorpresa que no habría desentonado en una tertulia de elegantes. La desesperada reserva de Morrison se vino abajo. Había estado deambulando con la garganta seca por esa miserable ciudad de cenagosos chamizos, sin un alma a quien volverse en la desgracia, enloqueciendo con sus propios pensamientos. Y, de repente, se encontraba con un blanco, simbólica y efectivamente un blanco (Morrison no aceptaba de ninguna manera la blancura racial de los funcionarios portugueses). Se dejaba llevar por la violencia pura del discurso, los codos clavados en la mesa, los ojos inyectados en sangre, la voz a punto de extinguirse, el ala del salacot dejando una sombra sobre el rostro cetrino y sin afeitar. La indumentaria blanca, que no se había quitado en tres días, empezaba a cambiar de color. Parecía haber atravesado ya esa frontera, antes de la cual la redención es todavía posible. La escena estaba perturbando a Heyst, pero no permitió que su comportamiento le traicionara, disimulando la impresión bajo una consumada urbanidad. Mostraba esa disciplinada atención que obliga a todo caballero cuando escucha a otro y, como es habitual, acabó contagiando. Así que Morrison se sobrepuso y terminó su historia en un tono más acorde con sus pretensiones de hombre de mundo. —Esto es una maniobra de cuatreros. Lo malo es que siempre te cogen desesperado. El canalla de Cousinho —Andreas, ya sabe— anda detrás del bergantín desde hace años, y yo, naturalmente, no se lo vendería jamás. Y no es porque sea mi medio de vida, sino porque es mi vida. El barco es mi vida. Por eso ha preparado esta emboscada con su compinche, el jefe de aduanas. La subasta será una farsa: aquí no hay nadie que pueda hacer una oferta. Y luego se quedará con él por lo que cuesta un silbido, si es que llega a tanto. Usted lleva varios años en las islas, Heyst, y nos conoce a todos y ha visto cómo vivimos. Bien, ahora tendrá la oportunidad de ver cómo terminamos. Esto es el fin para mí. No puedo seguir engañándome. Ya ve… Morrison se había sobrepuesto, pero podía sentirse la tensión que le costaba mantener el control. Heyst empezaba a decir que se daba perfecta cuenta de la magnitud de la desgracia cuando Morrison le interrumpió bruscamente: —Le doy mi palabra de que no sé por qué le he contado a usted todo esto. Supongo que encontrarme a un auténtico blanco ha hecho que no pudiera ocultarlo más tiempo. Puede que las palabras no sirvan de mucho, pero ya que he llegado hasta aquí, voy a contarle algo más. Escuche. Esta mañana, en mi camarote me puse de rodillas y recé para que alguien viniera a salvarme. ¡Me puse de rodillas! —¿Es usted creyente, Morrison? —preguntó Heyst en tono respetuoso. —Desde luego no soy un infiel. No pudo evitar el reproche de la contestación. Vino una pausa en la que Morrison hurgaba en su conciencia y Heyst mantenía su imperturbable y educado interés. —Rezaba como un niño. Yo creo en las oraciones de los niños, y también en las de las mujeres, claro, aunque me inclino a pensar que Dios espera de los hombres que tengan más confianza en sí mismos. No congeniaría con un hombre que tuviera la costumbre de dar el latazo al Todopoderoso con los problemas más ridículos. Hay que tener una cara muy dura. De todas formas, esta mañana yo, yo que nunca hice daño consciente a ninguna de las criaturas del Señor, me puse a rezar. Un repentino impulso y me hinqué de rodillas. Juzgue usted. Se quedaron mirándose a los ojos con cierta seriedad. El desamparado Morrison añadió, a modo de descorazonador epílogo: —Si no fuera éste un sitio tan dejado de la mano de Dios… Heyst preguntó con delicadeza si podía conocerse la cantidad en que había sido valorado el bergantín. A Morrison se le quedó en la boca un juramento y a continuación dijo la cifra desnuda, la cual era tan insignificante como para asombrar a cualquiera menos a mi interlocutor. E incluso éste pudo controlar a duras penas la incredulidad en su diplomática entonación, cuando preguntó si era posible que el otro no tuviera esa cantidad a mano. No la tenía. Su única propiedad consistía en un poco de oro inglés, traducido en algunos soberanos, y que se había quedado en el barco. Había confiado sus ahorros a los Tesman, en Samarang, para hacer frente a ciertos pagos que vencerían durante la travesía. En cualquier caso, ese dinero le habría proporcionado la misma ayuda que si lo hubiera guardado en las profundidades más recónditas de las fosas infernales. Dijo esto último con brusquedad y mirando con repentino desagrado aquella noble frente, aquel poblado y Marcial mostacho, aquellos ojos cansados, del hombre que estaba junto a él. ¿Quién diablos era? ¿Qué hacían allí y por qué le había hablado de aquella manera? Morrison no sabía más de Heyst que lo que pudiéramos saber el resto de comerciantes del archipiélago. Si el sueco se hubiera levantado de pronto con la intención de asestarle un golpe en la mandíbula, no le habría desconcertado más que cuando el extraño, imprevisible vagabundo, dijo inclinándose sobre la mesa: —¡Oh! Si se trata de eso, nada me agradaría más que el que usted me permitiera serle de utilidad. Morrison no comprendía. Era una de esas cosas que nunca ocurren, cosas inauditas. No tenía una noción precisa de lo que aquello significaba hasta que Heyst aclaró: —Puedo prestarle a usted la suma. —¿Tiene usted el dinero? —susurró—. Quiero decir aquí, en el bolsillo. —Efectivamente. Y me alegro de que le sirva de ayuda. Morrison, en peligro de quedarse con la boca abierta para siempre, tanteó en su hombro el cordón del monóculo que le colgaba a la espalda. Cuando al fin dio con él, se lo incrustó precipitadamente en el ojo. Acaso esperara que el habitual traje blanco de Heyst se transformara en una túnica reluciente que flotara hasta los pies y un par de enormes y deslumbrantes alas surgieran de los omóplatos del sueco. Y, naturalmente, no quería perderse un solo detalle de la metamorfosis. Pero si Heyst era un ángel precipitado de las alturas en respuesta a su plegaria, desde luego no traicionaba sus celestiales orígenes con signos de trivialidad. Así que, en lugar de doblar la rodilla, como realmente le apetecía, aferró su mano y Heyst le correspondió con la alegría de rigor y un murmullo deferente del que «una nadería, encantado, para servirle» era todo lo que se sacaba en limpio. «Todavía ocurren milagros», acertó a pensar el atontado Morrison. Para él, como para todos los que vivíamos en las islas, ese correcaminos de Heyst, sin oficio ni beneficio, era la última persona a la que pudiera asignarse el papel de enviado de la Providencia en un asunto relacionado con dinero, La excursión a Timor, o a cualquier otro lugar imaginable, no era más extraordinaria que el aterrizaje de un jilguero sobre un alféizar, en un momento dado. Pero que transportara una cantidad cualquiera de dinero en el bolsillo, parecía inconcebible desde cualquier punto de vista. Inconcebible hasta el punto de que, mientras atravesaban el fatigoso arenal que conducía a la oficina de aduanas —un chamizo más— para pagar la multa, Morrison, atacado de un sudor frío, se paró de golpe y exclamó con acento titubeante: —Oiga, Heyst. No estará usted de pitorreo, ¿verdad? —¡Pitorreo! —Los ojos claros se le endurecieron al encontrar al descompuesto Morrison—. ¿En qué sentido, si me permite la pregunta?, —todavía manteniendo la implacable urbanidad. El del monóculo estaba abrumado. —Perdóneme, Heyst. Dios debe haberle enviado como respuesta a mi súplica. Pero he estado al borde de la chifladura durante tres días angustiosos. De repente me asaltó la duda: ¿y si es el diablo quien le envía? —No mantengo relaciones con lo sobrenatural —ironizó Heyst echando a andar—. Nadie me ha enviado. Me he limitado a aparecer. —Yo estoy mejor informado —le contradijo el otro—. Puede que no lo merezca, pero he sido escuchado. Lo sé. Lo siento. ¿Qué necesidad tenía usted de ayudarme? Heyst bajó la cabeza y mostró su respeto por una creencia que no podía compartir. Y como si ello le afianzara más, se dijo entre dientes que, ante un hecho tan lamentable, aquella salida había que considerarla natural. Horas más tarde, pagada la multa y los dos a bordo del bergantín, una vez retirada la guardia, Morrison, que además de ser un caballero era un sujeto honrado, planteó el asunto de la deuda. Conocía de antemano su incapacidad para asegurarse una suma cualquiera de dinero. En parte, era culpa de las circunstancias y en parte, lo había sido de su temperamento. Resultaba muy difícil repartir la responsabilidad entre ambos. El propio Morrison, por mucho que lo confesara, tampoco podía hacerlo. Con aire apenado le adjudicó tanta vicisitud a la fatalidad. —Ignoro por qué nunca he sido capaz de ahorrar un chelín. Es una especie de maldición. Siempre ha de haber una o dos cuentas asediándome. Escurrió la mano en el bolsillo a la busca del famoso cuadernito, tan conocido en las islas, talismán de sus esperanzas, y empezó a hojearlo apasionadamente. —Y, sin embargo, fíjese. Aquí están registrados más de cinco mil dólares que se me adeudan. No está mal. Se calló bruscamente. Heyst, que había tratado todo el tiempo de parecer lo más indiferente posible, hizo unos cuantos ruidos amigables con la garganta. Pero Morrison no era solamente honrado. Era también honorable; y en ese día angustioso, enfrentado al deslumbrante mensajero de la Providencia y en plena convulsión sentimental, llevó a cabo la gran renuncia. Y se desligó de la que fue la insistente ilusión de su existencia. —No. No. No son buenos. Y nunca seré capaz de exprimirlos. Nunca. Me he pasado los años diciendo que lo haría; pero renuncio. Francamente, nunca me creí capaz. No cuente con ello. Heyst. Le he robado a usted. El pobre Morrison aplastó la cabeza contra la mesa del camarote y permaneció en esa actitud derrotada, mientras su benefactor le consolaba con primoroso tacto. El sueco estaba tan consternado como el otro y comprendía perfectamente sus sentimientos. Nunca desdeñó un sentimiento decente. Pero se sentía incapaz de abandonar la estricta cordialidad, y ello le intranquilizaba igual que un defecto. Por depurada que esté la urbanidad, no es, desde luego, el tónico correcto para luchar contra un colapso emocional. Ambos debieron pasar un mal rato en la cabina del bergantín. Al fin, Morrison, que buscaba desesperadamente una luz en la negrura de la depresión, acertó con la idea de invitar a Heyst a viajar con él y tomar parte en sus empresas hasta que el préstamo quedara satisfecho. Esa existencia a la deriva, que era la esencia del desapego de Heyst, le ponía en condiciones de aceptar la proposición. Nada hace pensar que en ese momento tuviera algún interés particular en huronear por las esquinas y recovecos del Archipiélago en el que su socio tenía asentada la mayor parte de su comercio. Nada más falso. Habría consentido cualquier arreglo que condujera a poner fin a la penosa escena de la cabina. Se impuso una solemne ceremonia de conjuración: Morrison, alzando su disminuida cabeza y aplicándose el monóculo en la órbita para mirar afectuosamente al compañero; el descorchar de una botella, etc. Acordaron que nada se diría de la transacción. El comerciante, como se comprenderá, no estaba orgulloso del episodio y temía convertirse en el estímulo del humor ajeno. —¡Un zorro viejo como yo! ¡Dejarse atrapar así por estos condenados rufianes portugueses! Menuda cantinela me esperaría. Tenemos que guardar el secreto. Aparte de diferentes motivos, entre los que destacaba su natural delicadeza, Heyst estaba todavía más empeñado que Morrison en guardar silencio. Cualquier caballero retrocedería ante ese papel de enviado celestial que le asignaba la terquedad del iluminado. Se sentía incómodo. Y quizá no se había preocupado de que alguien dedujera de todo ello que él gozaba de recursos, cualesquiera que fuesen, pero a todas luces suficientes para emplearlos en préstamos. Allí abajo, los dos formaban un dueto como el de esos conspiradores de opereta y de ¡shss, shss!, ¡secreto, secreto! La escena debió tener su gracia, a juzgar por la seriedad con que ambos la interpretaron. Durante un tiempo, la conspiración tuvo éxito, hasta el punto de que todos nosotros habíamos llegado a la conclusión de que Heyst se hospedaba —alguno insinuó que más bien gorroneaba— en el barco del inocente Morrison. Pero ya se sabe en qué acaban tales misterios: siempre hay un escape en alguna parte. El mismo Morrison, imperfecto recipiente, estaba hirviendo de gratitud y, bajo el aumento de presión, debió dejar salir alguna vaguedad que fue suficiente para animar la cháchara. Y es proverbial la amabilidad con que trata la gente aquello que no comprende. Se esparció el rumor de que Heyst, habiendo obtenido algún raro ascendiente sobre Morrison, se había pegado a él y le estaba dejando seco. Aquellos que siguieron las murmuraciones hasta su origen tuvieron mucho cuidado de creerlas. El propulsor, según parece, era un tal Schomberg: grande, viril y barbada criatura, a cuya teutónica persuasión acompañaba una lengua ingobernable, de esas que dan más vueltas que una noria. Si realmente era teniente en la Reserva, según declaraba, es cosa difícil de averiguar. Fuera de allí, su profesión había sido la de hotelero, primero en Bangkok, luego en algún otro lugar y finalmente en Sourabaya. A rastras de él, de un lado a otro de aquel cinturón tropical, llevaba a una silente y temerosa mujercita de largos tirabuzones que sonreía estúpidamente al tiempo que exhibía la negritud de un colmillo. Desconozco la razón por la que tantos de nosotros concurríamos a sus diversos establecimientos. Era un imbécil de la variedad dañina, que satisfacía su lasciva necesidad de comadreo a costa de los clientes. Fue él quien, una tarde en que Heyst y Morrison pasaban por el hotel —no eran habituales—, susurró ladinamente a la variopinta concurrencia reunida en la veranda: —La araña y la mosca acaban de pasar, caballeros. Y luego, con un tono a la vez ampuloso y confidencial, la manaza haciendo bóveda a la boca: —Entre nosotros, caballeros. Todo lo que yo puedo decirles es que no se mezclen con ese sueco. O les cogerá en su red.
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