PARTE I - Capítulo 1
Existe, como no se le escapa ni a un chico de escuela en esta edad dorada de la ciencia, una estrecha relación química entre el carbón y los diamantes. Creo que ésta es la razón por la que algunos le llaman el «diamante negro». Ambas mercancías significan riqueza, si bien el carbón constituye una clase de propiedad bastante menos portátil. Adolece, desde este punto de vista, de una lamentable falta de concentración física. Otra cosa sería si la gente pudiera meterse las minas en el bolsillo del chaleco —pero no puede—. Existe, al mismo tiempo, una fascinación por el carbón, producto supremo de una época en la que nos hemos instalado como viajeros aturdidos en un deslumbrante aunque desasosegado hotel. Presumo que estas dos últimas consideraciones, la práctica y la mística, impidieron la marcha de Heyst, de Axel Heyst.
La Tropical Belt Coal Company liquidó. El mundo financiero es un mundo misterioso donde, por increíble que parezca, la evaporación precede a la liquidación. Primero, se evapora el capital. Luego, la compañía liquida. Estos acontecimientos se corresponden poco con la naturaleza, así que hay que ponerlos en la cuenta de la ininterrumpida inercia de Heyst, de la que nos reíamos a escondidas, pero sin animadversión. Los cuerpos inertes no hacen daño, ni provocan hostilidad, y reírse de ellos casi no vale la pena. Como mucho, pueden ponerse en medio algunas veces, pero tal cosa no podía achacársele a Axel Heyst. Él quedaba por encima de todos los caminos, ostentosamente, igual que si colgara de la cresta más alta del Himalaya. Todos conocían, en esta parte del globo, al morador de la pequeña isla. A fin de cuentas, una isla no es más que la punta de una montaña. Axel Heyst, pendiendo en la inmovilidad, estaba rodeado —en vez del imponderable, tempestuoso y transparente océano de aire fundido en el infinito— por un tibio, apagado mar; un desapasionado vástago de las aguas que abarcan los continentes de este globo. Las sombras eran sus visitantes más asiduos, sombras de nube, que aliviaban la monotonía de la desfalleciente, inanimada luz de los trópicos. El vecino más próximo —estoy hablando de las cosas que manifestaban alguna clase de animación— era un perezoso volcán que humeaba débilmente durante el día, acostado sobre la línea del septentrión; por la noche, una mortecina y roja incandescencia se dilataba y colapsaba de forma espasmódica como el final de un gigantesco puro aspirado intermitentemente en la oscuridad. Axel Heyst era también un fumador y, cuando se paseaba con su cheroot por la veranda, el rito final antes de irse a la cama, producía en la noche la misma incandescencia y del mismo tamaño que la de su distante vecino.
En cierto sentido, el volcán le acompañaba en la tiniebla de la noche —de la cual podía decirse que era tan espesa como para impedir siquiera el paso de una brizna de aire—. El viento rara vez tenía la energía suficiente para levantar una pluma. Buena parte de las anochecidas del año podrían haber sido empleadas por Heyst para sentarse afuera y leer, a la luz de una simple vela, cualquiera de los libros que había heredado de su difunto padre. Nunca lo hizo. Por miedo a los mosquitos, muy probablemente. El silencio tampoco le tentó hasta el punto de hacerle entrar en conversación, por casual que fuera, con la solidaria brasa del volcán. No era un loco. Se diría que un tipo raro y, de hecho, se dijo. Pero hay una abismal diferencia entre los dos, como se admitirá fácilmente.
En las noches de luna llena, el silencio de Samburan, la «Isla Circular» de los mapas, era un silencio deslumbrante; y en el estanque de fría luz Heyst podía distinguir las cercanías con aspecto de asentamiento invadido por la jungla: inciertos tejados declinando en la espesura, sombras rotas de cercados de bambú entre el brillo de los hierbajos, algo parecido a un trozo de carretera sesgado por accidentados matorrales que miraban a la playa —a unas cuantas yardas de distancia—, un n***o malecón y una especie de dique enlutado en la penumbra. Pero lo más sobresaliente era un gigantesco encerado sostenido por dos postes que ofrecían a Heyst, cuando la luna alcanzaba esa posición, las blancas iniciales de la « T. B. C. Co.», en una franja de dos pies de altura, por lo menos. La Tropical Belt Coal Company. Su empleo, o para ser más exactos, su último empleo.
De acuerdo con los artificiosos misterios del mundo de las finanzas, el capital de la compañía se había evaporado en el plazo de dos años, hecho que obligó a liquidar de una manera forzosa y creo que en absoluto voluntaria. No obstante, el proceso se consumó sin precipitación. Resultó más bien lento y, mientras la liquidación seguía su lánguido curso en Londres y en Amsterdam, Axel Heyst, citado en los prospectos como «gerente en los trópicos», permaneció en su puesto de Samburan, la primera estación carbonífera de la compañía. No se trataba de una estación cualquiera. Allí había una mina con un afloramiento en la ladera a menos de quinientas yardas del raquítico muelle y del imponente encerado. El propósito de la compañía había sido el de apropiarse de todos los yacimientos en las islas del trópico y explotarlos con sistemas exclusivamente locales. Y sólo Dios sabe cuántos se encontraron. Heyst fue quien localizó la mayor parte durante sus vagabundeos por la región además de, inclinado como estaba al género epistolar, escribir páginas y páginas a sus amigos de Europa acerca de los descubrimientos. Por lo menos, era lo que se contaba.
Nosotros no podíamos asegurar que hubiera albergado alguna vez sueños de riqueza. Lo que más parecía importarle era, según propia expresión, el «paso adelante» y que, dicho con su peculiar énfasis, parecía aludir a la entera organización del universo. Más de cien personas podrían atestiguar aquello del «gran paso adelante de estas regiones». El convincente movimiento de la mano con que acompañaba la frase sugería que el trópico era empujado de forma decidida hacia el horizonte. En consecuencia con esta acabada cortesía de su gesto, se mostraba persuasivo, o en todo caso imponía silencio —aunque fuera por un tiempo—. A nadie le apetecía discutir con él cuando hablaba de esa manera. Su intransigencia no podía hacer daño, ni se corría el peligro de que alguien tomara seriamente aquel sueño de carbón tropical. Así pues, ¿qué sentido tenía herir sus sentimientos?
De este modo razonaban los sesudos negociantes de las reputadas oficinas donde él había hecho su entrada como una persona que llegaba del Este con cartas de presentación —y, por cierto, con modestas cartas de crédito también—, algunos años antes de que el florecimiento del carbón comenzara a estimular su despreocupada y galante charla. Desde el primer momento se supo que no faltarían dificultades para encajarle adecuadamente. No era un viajero. Un viajero llega y se va, continúa hacia algún lado. Heyst no se iba. En cierta ocasión encontré a un individuo —el director de la sucursal en Malacca de la Oriental Banking Corporationante quien Heyst había exclamado, en relación con nada en particular y en la sala de billar del club:
—¡Estas islas me han embrujado!
Lo soltó de repente, á propos des bottes, como dicen los franceses, mientras daba tiza al taco. Quizá se tratara de alguna clase de sortilegio. Y es que existen más hechizos de los que pudiera soñar un vulgar prestímano.
En resumen, un círculo con un radio de 800 millas y trazado alrededor de un punto cualquiera al norte de Borneo significaba para Heyst un círculo mágico. La línea pasaba por Manila y él había sido visto allí. También cruzaba Saigón e igualmente se le vio en una ocasión. Acaso fueran tentativas de fugarse de él. En ese caso concluyeron en fracaso. El hechizo debía ser de una calidad incombustible. El ejecutivo que había escuchado la exclamación quedó tan impresionado por el tono, fervor, arrobo, lo que se quiera, o tal vez por la incongruencia, que no resistía la tentación de contárselo a cualquiera que estuviera dispuesto a escucharle.
«Un tipo raro, ese sueco», era su único comentario; pero de ahí surgió el apodo de «Heyst el embrujado», que le colgaron algunos.
Ciertamente, le habían colgado otros. En su juventud, mucho antes de conseguir que su coronilla se quedara tan favorablemente calva, entregó una carta de presentación a Mr. Tesman, de Tesman Brothers, una firma de Sourabaya. De las mejores, todo sea dicho. Bueno, pues Mr. Tesman era un complaciente, benévolo y ya anciano caballero. No sabía qué hacer con el visitante. Después de expresarle sus deseos de que la estancia en las islas fuera lo más placentera posible y de que contara con su ayuda para cualquier cosa que necesitara, y todo lo que se sigue habitualmente en este tipo de conversación por todos conocido, el anciano procedió a indagar con el más suave y paternal acento:
—Y está usted interesado en…
—Hechos —interrumpió Heyst con su más escogida prosodia—, ningún conocimiento merece la pena, excepto el de los hechos. ¡Hechos puros! Simplemente hechos, mister Tesman.
Ignoro si Mr. Tesman estaba de acuerdo con él o no, pero algo debió comentar al respecto, porque durante una época nuestro hombre se ganó el apelativo de «Hechos Puros». Tenía la rara fortuna de que sus expresiones se le quedaban adheridas hasta formar parte de su nombre. Después de aquello, él y sus ensoñaciones derivaron por el mar de Java en una de las goletas mercantes de Tesman, para desaparecer más tarde a bordo de un barco árabe que se dirigía a Nueva Guinea. Permaneció tanto tiempo en esta remota parte de su círculo encantado, que casi le habían ya olvidado cuando cruzó de nuevo ante la vista en un velero lleno de vagabundos de Goram, quemado por el sol, escuálido, la pelambrera rala y una cartera con dibujos bajo el brazo. Él los mostraba con verdadero placer, pero también como quien se reserva algo. «Una temporada de diversión», fue su único comentario. ¡Un individuo que se había marchado a Nueva Guinea por simple diversión! En fin.
Pasado el tiempo y cuando los últimos vestigios de juventud habían huido de su cara, la totalidad de su cabellera desaparecida del cráneo y sus broncíneos bigotes alcanzado hidalgas proporciones, un repulsivo elemento de r**a blanca le adjudicó un epíteto.
Golpeando violentamente con el vaso todavía rebosante —y que había pagado Heyst— sentenció, con esa sagacidad impremeditada que el modesto bebedor de agua no consigue nunca:
—Heyst es un pefeto c’ballero. ¡Pefeto! Pero es un id, id, idealista.
Heyst acababa de salir del local donde la sonora declaración fue pronunciada. Así que idealista… Doy mi palabra de que lo único que le escuché y que podía haber sostenido, aunque flacamente, esta opinión, fue la invitación a ese mismo McNab. Volviéndose con esa fineza, que constituía su más rematada característica, de actitud, gesto y tono, había dicho con educada jovialidad:
—¡Venga y apague aquí su sed con nosotros, mister McNab!
Quizá se tratara de eso. Un hombre que podía proponerle a McNab, aunque fuera alegremente, apagar la sed, debía ser por fuerza un idealista, un cazador de quimeras, bien entendido además que Heyst no era un derrochador de ironía. Puede que ésta fuera la razón por la que generalmente caía simpático. En esta época de su vida, en la plenitud de su desarrollo físico, con la amplia, marcial presencia, con la cabeza calva y largos mostachos, recordaba los retratos de Carlos XII, de combativa memoria. A pesar de ello, nunca hubo razón para sospechar que Heyst fuera precisamente un luchador.