Acaricié su cuello y me acerqué para besar su suave mejilla. El aroma de su piel era algo que lograba envolverme, sobre todo luego del acto, donde su piel estaba más suave por la fina capa de sudor que cubría. Su rostro siempre quedaba con las mejillas enrojecidas y aquella mirada de Adriana, que no decía nada, pero también me decía todo. Enrojecer sus labios era tan sencillo como besarla dos veces, con eso bastaba, sus pechos solían como recogerse con la excitación y aquellos pezones parecían dispararme, apuntar directo a mi boca, haciéndome un llamado. Ella dormía, tenía el cabello debajo de su cabeza y yo la acomodé mejor. Movió su mano, solo para tomar la mía, era un agarre suave, delicado, como su mano. —No te vayas, Matías.—me pidió con suavidad.—Quédate a dormir. No me hagas sent