La esposa del millón
Seguí peinando mi corta cabellera negra mientras esperaba a mi reciente esposo, lista para que él tomara mi cuerpo, pero solo eso.
No obtendría más nada de mí, esto era lo único que le pertenecía.
Mientras observaba mis lágrimas caer por mi rostro pálido debido a los nervios, a mi mente llegaba cómo pasó todo, como llegué a caer en este matrimonio. Un matrimonio sin amor, con una persona que poco conocía y a la que estaría atada no sé por cuanto tiempo.
Esto me causaba desesperación y algo de ansiedad.
No tenía motivos para odiarlo, más bien debía sentirme agradecida con él, pero ese no era el caso, lo detestaba, lo despreciaba y de solo pensar en él todo de mí se enfurecía.
Ofrecí mi virginidad y acepté ser su esposa para poder salvar la vida de mi madre.
Por un millón me vendí, en aquel momento sentí cómo mi libertad huía y una cuerda era atada a mi cuello, mientras que mis manos y pies eran encadenados.
Estaba encadenada a ese hombre.
Hace muchos años que mi madre cayó enferma, necesitaba una operación del corazón, pero debido a nuestros bajos recursos, la tardanza en cada cosa que ella necesitaba, su salud se fue deteriorando muy rápido.
Al quinto año de su condición, papá solo desapareció, le dejó una nota a mi madre con su despedida y nos abandonó.
Al tercer año de su partida, mamá se vio al borde de la muerte.
Para ese momento yo tenía un trabajo reciente, por fin algo con un buen sueldo, era secretaria del señor Matías López, el presidente del grupo Pérez López. Era un buen trabajo, pocas horas, buen sueldo, condiciones muy buenas y un jefe que más que nada se mantenía ausente, a tal punto que yo poco lo conocía.
Siempre estaba en sus extraños viajes al extranjero.
Cuando mi madre se vio al borde de la muerte, el doctor me dijo que era probable que no sobreviviera, por lo que corrí a la casa de mi jefe y frente a su puerta supliqué para que me prestara dinero.
Por suerte él estaba en el país.
¿Por qué a él? No teníamos ninguna relación de cercanía, las palabras que habíamos pasado era sobre trabajo, y fueron tan escasas que no se podría decir que alguna vez habíamos mantenido una charla real, pero era la única persona a la que yo tenía acceso para que me prestara ese dinero, no conocía a nadie más con mucho dinero.
Se rió en mi cara y luego me acompañó al hospital al ver que yo no tenía una idea exacta de cuánto se necesitaría en total para la operación de mi madre.
Luego del doctor hablar con él, estas fueron sus palabras.
—Con un millón basta.—a simple viste parecía alguien amable, pero…—Estaría incluido todo el tratamiento de tu madre, además de la operación y no solo eso, costearía una persona para que cuidara de ella durante la recuperación. Eso sí, dijiste que me darías tu virginidad, ¿cómo sé que lo eres? ¿Cómo sé que aún eres virgen?—se aproximó a mí y me susurró algo al oído que ni entendí, solo sé que toda mi piel se erizó hasta el punto de soltar un suspiro, fue un toque extraño, así como mi reacción.—Eres virgen.—concluyó él.—Tienes dos meses, Adriana. Dos meses para darme tu virginidad y casarte conmigo.
—¿Casarnos?—¡aquello no estaba en los planes! Tragué eso que subió con rapidez por mi garganta. Casarme con el señor López era como casarme con un desconocido. ¡¿Casarnos?!—Haré lo que sea, señor López. Lo que sea.—vi su enorme sonrisa y una parte de mí sintió como si le estuviera vendiendo mi alma al diablo. Pero…era la vida de mi madre, realmente haría lo que sea por ella, aunque una boda nunca estuvo en el trato inicial.
—Adriana.—volvió a acercarse a mí y tomó mis manos.—Tu madre está muriendo. ¿Sabes que es probable que no sobreviva a la operación?—mis ojos se llenaron de lágrimas a pesar de que eso ya lo sabía.—El doctor me lo ha dicho. Puede morir con la operación, como sin ella. Solo que…si no se opera, podrías evitar esto, de lo cual luego podrías arrepentirte en un futuro no muy lejano.—¿intentaba convencerme de no hacerlo? ¿No quería darme el dinero o qué?— ¿Aún quieres que te preste el dinero?
—¡Claro que sí!—dije sin titubear.
—Escucha algo, no haré que firmes nada, tendrás dos meses luego de la operación de tu madre y para cuando ese tiempo pase…serás mi mujer.
—Lo seré, señor López.
Pero mamá murió, fue como él dijo.
Era el mismo riesgo y yo lo tomé y de presentarse la oportunidad de nuevo, lo volvería hacer, cualquier cosa por mi madre.
Se realizó la operación y mi madre falleció.
Conforme pasaron los días y las semanas, mi mente se negaba cada día más a casarme con el señor López.
Renuncié al trabajo y con el dinero que quedó…huí.
¿Por qué lo hice? Era sencillo.
No quería casarme con él o entregarle mi cuerpo.
¡Me negaba a esa idea!
Vi la huida como mi opción más segura.
Pero aquello solo desató su ira, incluso cuando al fin me encontró fue como si al ver sus ojos pudiera ver arder las llamas del mismísimo infierno. En ese momento supe que me arrepentiría toda mi vida, pero no de casarme con él, sino de haber huido, traicionando así la confianza que él depositó en mí cuando hizo un acuerdo de palabra luego de entregarme la cantidad de dinero necesaria para intentar salvar la vida de mi madre, un millón.
Ahora estábamos casados, luego de una grandiosa boda que él se encargó de celebrar, como si hubiera algo que celebrar. Sentía como si lo hiciera a propósito, al igual como ahora me tenía esperando mientras él estaba sentado en su despacho, en nuestra noche de bodas, dejando claro que a pesar del afán que puso en todo eso, no era tan importante.
No comprendía a este hombre, pero su método de tortura era efectivo.
Me hacía esperar, casi como una burla a mi persona, dejándome más nerviosa, inquieta y enojada.
Lo conocía poco, pero incluso mi alma lo odiaba. ¿Cómo era eso posible?
Escuché la puerta abrirse y mi cuerpo se tensó, apoyé mis manos en la mesa debajo del espejo y pensé en cubrir mi cuerpo, pero ¿qué más daba? En solo unos minutos se haría con él, ¿para qué cubrirlo? Se creería mi dueño y tomaría lo que le prometí, mi virginidad. Y yo me había desnudado para él, para mi esposo.
—Adriana. Date la vuelta.—me di la vuelta con lentitud, atendiendo a su orden. Comenzó a desnudarse sin dejar de sostener mi mirada. Cerré mis ojos ante su desnudez, escuchaba sus pasos acercarse a mí.—¿Estás lista?—preguntó con voz firme y autoritaria, pero siempre era así cuando se dirigía a mí.
Yo era su pertenencia.
—Nunca lo estaré.—respondí con voz gruesa, llena de enojo y vergüenza.
—Eres mi esposa, ahora soy tu marido. Estas son las cosas que haremos de ahora en adelante.
—¡Pero no quiero!—dije al borde del llanto.
—No fue eso lo que dijiste cuando me pediste el dinero. ¿Si tu madre estuviera viva, tu actitud fuera diferente?—guardé silencio y sequé mis lágrimas. Todo de mí cambió desde la muerte de mi madre, tardé mucho en ayudarla, en buscar dinero y ella solo aguantó cuanto pudo, hasta que fue muy tarde.—No hubo una condición de si tu madre sobrevivía y lo que es más, te lo advertí, te lo dije, aún así aceptaste. Corriste el riesgo, haciendo que yo valorara tu sacrificio por alguien a quien amabas, aunque me duró poco la admiración, ya que hiciste algo que me decepcionó demasiado, huiste. ¿Cómo crees que me sentí? Destruiste la confianza que deposité en ti y eso no lo recuperarás jamás. Vamos a la cama. ¡Ahora!
—¡No quiero!—además de que no podía moverme. Mi cuerpo estaba inmóvil. Él estaba desnudo frente a mí y solo exigía lo que ya le pertenecía, por lo que había pagado, pero yo me negaba a entregárselo.
—¿Tienes para darme el dinero que te di? Incluso lo que te quedó, lo gastaste. ¡Quiero lo que me prometiste y lo que como tu esposo ya me corresponde!
—¡Tendrás que abusar de mí!—cuando dije aquello, él solo comenzó a reír, reía a carcajadas como si lo que yo dije le causó mucha gracia.—Tendrás…que tomar a la fuerza lo que crees que te corresponde.—pensar en eso me llenó de mucho más miedo, la idea de que él me tomara a la fuerza me causaba terror.
—Eres mi esposa, Adriana Martínez. Jamás te tomaría a la fuerza. Eso sí, puedo seducirte.—fui yendo hacia atrás conforme él avanzaba para acercarse, mi cuerpo chocó con una silla, dando en mis nalgas, su mano se extendió hacia a mí y su dedo índice tocó mi vientre, deslizándose por él mientras mi barriga se sumía al extremo por el toque de Matías, mordió sus labios y yo cerré los ojos.—¡Mírame!—cada maldita palabra que salía de sus labios era como una orden hacia mí que golpeaba mi cabeza y me hacía obedecerlo incluso en este momento.
Abrí los ojos y observé los suyos.
Avanzó sigilosamente y se acercó a mi cuello, me dio varios besos allí y su mano se posó en mi cintura, acercándome a él.
Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, pero no como algo malo, más bien excitante, emocionante.
Una reacción a su toque. Mi cuerpo quería responder, aunque sí lo hacía, solo que de manera silenciosa y muy discreta.
¿Me iba a seducir?
Comenzó a besar mi cuello con más afán y su mano bajó a mi trasero, sentí su erección cerca de mi v****a y…en pocos minutos ya lo deseaba debido a las caricias que él esparcía, el calor que su cuerpo emanaba junto al mío, mi cuerpo virgen se mostraba muy sensible ante sus certeros toques.
Matías.
Maldito gran seductor.
Me condujo a la cama y allí me observó desde arriba. Su mirada me dejaba muy nerviosa, como si escudriñara cada mínima parte de mi cuerpo por insignificante que fuera o pareciera.
—Eres mi esposa de un millón.—separó mis piernas y se sumergió dentro de ellas, su lengua humedeció mi v****a y mi mente enloqueció en cuestión de solo segundos.
—¡Aah!—cerré mis pierna con fuerza, aprisionando su cabeza. Mis manos bajaron y tocaron su pelo.—¡Oh!
Había pasado de odiarlo con todo mi ser, a disfrutar en gran manera este dulce veneno que él depositaba en mí, en mi cuerpo, en el cuerpo que ahora sería suyo.
De pronto se apartó justo en un momento importante para el placer que su boca me estaba proporcionando.
¡Se alejó! ¡Dejó de hacer lo que hacía!
¡Maldito egoísta! ¡¿Cómo se atrevía a apartarse y dejarme en semejante estado?!
—Pídeme que siga.—dijo el descarado de mi ahora esposo. Llevé mis manos a mi rostro, ocultando mi mirada de él. Ciertamente ya había caído en su juego.
—Continúa.—le pedí sin mirarlo.
—¡Deja que te vea la cara! ¡Mírame cuando te hablo, Adriana!
—¡Desgraciado!—escupí avergonzada y enojada por el cese de placer que él me había estado provocando.—¡Solo vuelve a meter tu maldita cabeza entre mis piernas, imbécil!—dije con euforia, necesitando de ese placer que él solo hace unos segundos me estaba dando.
Y aquella era su maldita sonrisa, la que últimamente solo me hacía enojar, ahora no era la excepción, más que nada porque parecía triunfante y así había sido.
Él ganó, peleó con mi cuerpo para ganarse el derecho de darme placer, ahora yo estaba rendida ante él, necesitándolo.
Volvió a separar mis piernas y reanudó su labor.
Mis gemidos resonaron en toda la habitación hasta que sentí en mi cuerpo una dulce sensación, como si estuviera complacida. Lo empujé con mis piernas para alejarlo, corrí debajo de las sábanas y apagué las luces, solo para que él volviera a encenderlas.
Tiró de mis sábanas y dejó mi cuerpo expuesto, mi pecho jadeando y mi cara sonrojada. Mi parte íntima tan humedecida que mis muslos resbalaban uno con otro.
—¿Crees que hemos terminado? ¿Crees que porque tú ya estás saciada hemos tenido sexo? ¡Tengo que meter esto dentro tuyo, Adriana!—señaló su pene y mis ojos se abrieron.
Aquella fuerte erección quería sumergirse en mí y Matías estaba muy decidido.
—No…no estoy segura. Por mi parte he quedado muy bien, muchas gracias.—Y sí que era cierto, a pesar de que no hubo penetración yo había recibido mucho placer.
—¡Ven aquí!—tiró de mis piernas hasta dejarme a su lado.—No dolerá.—me dijo al oído.—Sentirás tanto placer que…no sentirás dolor.
—¿Lo…prometes?—iba a meter eso dentro de mí.
—Sí, preciosa.—comenzamos a besarnos y mi miedo se disipó en cuanto lo sentí sobre mí, confiaba en él, no dolería. Sus caricias eran muy convincentes.
Aquella noche Matías fue tan gentil que al final tuvo razón, no dolió, todo estaba en mi mente, la noche fue más que placentera mientras Matías se proclama dueño de mi cuerpo, mis gemidos y mis orgasmos.
—Un poco más.—supliqué en la tercer ronda, él se pegaba a mis nalgas mientras su m*****o se iba hundiendo en mi interior.—Solo…un poco más.—pedí con desesperación.
—Eres mía, Adriana.—masculló cerca de mi oído. Escuché sus gemidos y me perdí en él—Me perteneces. Eres mi esposa de un millón. Eres de mi propiedad, mujer testaruda.
Toda la noche me la pasé besando a ese hombre, mi cuerpo solo quería estar sobre él aunque poco supiera de lo que hacía, pero…había probado el placer y esa fruta era exquisita, adictiva.
La noche fue eterna y ambos lo agradecimos, dormí sobre su pecho, olvidando que incluso horas antes hasta su voz me irritaba.
En la cama era un caso aparte.
Recién me convertía en su esposa de un millón, cumpliendo parte del trato, entregarle mi virginidad, ahora faltaba averiguar qué tiempo Matías pensaba que duraría nuestro matrimonio.
Este momento lo había disfrutado.