Capítulo 10

1185 Words
Louise se encontraba terminando de editar las fotos que había alcanzado a tomar el día del ataque. Observó cada una con especial atención y se dio cuenta de que, en varias, se veía al teniente Miller. Sus mejillas se tornaron rosadas y comenzó a recortar las partes donde no era necesaria su presencia. Ella había aprendido a editar en la universidad y gracias a sus amigos. Al principio, ella no era muy buena, pero luego de unas cuantas clases con ellos, comenzó a manejar mejor todos los programas, hasta convertirse en la profesional que era en ese momento. —    Señorita Davis, buenas tardes. La susodicha levantó la mirada y se encontró con unos de los soldados nuevos. No era alguno de los que le habían hablado, pero si lo había visto en la pequeña reunión que habían tenido. Él había prestado atención a todo lo que Alexander les había explicado y había sido muy respetuoso. —    Buenas tardes, ¿Cómo estás? —    Muy bien. Quería saber cómo se encontraba. —    Pues ya ves —sonrió ella—. Estoy sana y salva. —    Me alegra. Louise no recordaba el nombre del hombre y le daba vergüenza preguntárselo. Él se había acercado porque la conocía y si ella cuestionaba eso, solamente iba a significar que no le importaba mucho conocerlo. —    ¿Quiere que la acompañe? —    No lo sé… ¿el teniente no les mandó a hacer nada? —    Hoy descansamos, señorita Davis. El señorita ya la estaba molestando. Todas las personas en el lugar se dirigían de esa manera hacia ella y algunos también le decían señora. Ella le había comentado al teniente Miller, que era necesario que dejaran de llamarla así, puesto que se sentía incómoda. Pero al parecer, eso no le había importado y continuaban haciéndolo. —    Dime Louise. —    Es que el teniente- —    No importa él —lo interrumpió—. Siento que cada día que estoy aquí envejezco más. Por favor, dime Louise. —    Louise —repitió y ella asintió. —    Exactamente. Odio que se dirijan a mi de esa manera. Soy igual de joven a ustedes. Una pequeña risa salió de los labios del soldado y asintió. —    Tiene toda la razón. —    Claro que la tengo. Estoy segura de que a ti no te gustaría que te llamara por tu apellido. —    Estoy acostumbrado. —    Es mejor tu nombre. —    ¿Le parece? Yo digo que Daniel es muy genérico. Bingo. —    Daniel me gusta. —    ¿De verdad? —    Soldado. Los ojos del muchacho se abrieron y tragó saliva, volteando lentamente. Allí se encontraba Alexander con cara de pocos amigos. Louise no entendía por qué él siempre tenía que estar furioso, sabiendo que todos los hombres que estaban a su cargo eran excelentes. Cumplían con sus deberes al pie de la letra y siempre tenían el campamento en completo orden. O bueno, lo que podían. También se dificultaba tenerlo limpio ya que estaba en mitad de la nada y el polvo era impresionante. Por eso era que todos los domos estaban cerrados perfectamente, para que no se ensuciaran mucho dentro. —    Mi teniente. —    ¿Haciendo charla? —    Le estaba preguntando lo que usted me dijo. —    Eso era un secreto, soldado —la voz de Alexander bajó notablemente—. Salga de aquí antes de que le castigue. —    Si señor —el chico asintió y volteó a mirar a Louise, para despedirse—. Hasta luego. —    Cuídate, Daniel —respondió ella con una sonrisa. Observó cómo se marchaba y luego, miró al teniente Miller con una ceja levantada. —    ¿Le mandaste venir a cuidarme? —    No. —    Los escuché. —    No fue así. —    Dios —la castaña tapó su boca—. No puedo creer que me lo niegues en la cara. —    No me importa. —    ¿Y ahora por qué estás furioso? —    No lo estoy. Solo estoy imponiendo límites entre usted y yo. Louise apretó los labios, divertida. Claramente él le había dicho eso al principio. Que tendrían que tratarse de usted y que él siempre sería el “jefe de la manada”, pero ella nunca lo había tratado de esa manera. Se le hacía estúpido hacerlo y hasta él había comenzado a tutearla. Definitivamente no era necesario hacer ese tipo de cosas, pero al parecer, para él, sí. Quería guardar apariencias y eso lo odiaba. —    No tienes ningún jefe tuyo aquí para que hables de esa manera —rodó los ojos—. No entiendo por qué es tan difícil hablar contigo. —    No lo es, señorita Davis —explicó—. Quiero que entienda que soy la persona que la va a proteger en todo el tiempo que esté aquí y siento que usted está pasando por encima de mis órdenes, —    ¿De qué hablas? —    Sigues entablando relaciones con mis soldados y eso no puede ser. Ellos no pueden encariñarse con nadie y menos contigo. —    ¿Por qué no? —Las cejas de Louise se fruncieron por la rabia que comenzaba a tener—. No estamos haciendo nada malo. Ellos ríen, ¿por qué no puedo ser partícipe? —    Porque no es una m*****o del pelotón. Es una periodista. —    Dijiste que lo era apenas entré a este lugar. —    No importa —la cortó—. No quiero ese tipo de relaciones. La castaña bufó y buscó entre sus cosas unos audífonos que tenía para trabajar tranquilamente. Tenía la suficiente rabia como para decirle unas cuantas verdades a ese hombre y prefería guardar la compostura. Si para él era tan difícil entablar una relación de amistad, entonces dejaría que fuera así. No volvería a tratarlo bien si eso era lo que quería. —    Señorita Davis —volvió a llamarla. Ella no entendía que no quería este tipo de cercanía en su pelotón. No porque no quería que ella hablara con sus hombres, sino que, por el contrario, podía ser un arma de doble filo para todos. Alexander observó cómo subía el volumen de la música a tope y soltó un suspiro. No sabía qué era lo que le estaba sucediendo, pero cada vez la veía más hermosa y cuando estaba furiosa, se ponía ardiente. Joder, pensó. No podía seguir pensando ese tipo de cosas con solo verla. Él sabía que ella quería acercarse a él, pero no podía aceptarlo. No podía involucrarse con ella y menos, que su pelotón lo supiera. Por eso era por lo que, cuando iban a la ciudad o pueblos cercanos, todos hacían lo que querían, porque nadie conocía a las personas con las que se involucraban. Pero, si se diese el caso de que se involucraran dentro del campamento, todos se darían cuenta y él sería quien recibiera un regaño del tamaño de Estados Unidos, por aceptarlo. —    Señorita Davis —levantó un poco más la voz. Sabía que ella lo estaba escuchando o sentía su presencia. No tenía que ser un mago para que fuera así. Solamente se estaba ignorándolo. Y eso más allá de enfadarlo, lo excitaba de alguna manera.
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