—Ya veo que no fui el único que se congeló en el muelle —le escuché decir a Rembrandt tan pronto entré al comedor. —Ya ves que no —respondí con una sonrisa al verle ajustarse el cuello alto de su suéter de punto. Riendo, alcé los brazos para que luciera mejor mi vestido, había sido elección de Chlöe, pero se lo agradecía, incluso con los ventanales cerrados el frío estaba entumeciéndome los dedos. —Yo estoy esperando con ansias que sirvan caldo en la cena… Moriré de otro modo —dijo frotándose las manos. —Somos dos. —En ese momento las puertas de enfrente de abrieron y mi padre y Loélia entraron al comedor. Él vestía un abrigo de punto similar al de mi primo y ella un glamoroso vestido, como de costumbre, pero encima se colocó un abrigo de piel, hecho que me hizo resoplar. La mujer e