POV ARTEM
La atmósfera del comedor se volvió tensa en cuanto entré.
—Buenos días —saludé.
Mis ojos recorrieron la mesa. Todos estaban aquí, excepto yo. Maldición.
—Existe un horario, señor Romanov —dijo papá con un tono sarcástico que me estremeció.
—Se me olvidó, lo lamento —me disculpé rápidamente, tratando de desvanecer la incomodidad que se cernía sobre la mesa. Si algo nos había inculcado a todos era el valor del tiempo y las reglas de la casa. Desayunar juntos era una de esas reglas innegociables mientras estuviéramos en casa.
—Al parecer, tantos años fuera hicieron que olvidaras las costumbres —habló Akin con una sonrisa en los labios.
Algo tramaba.
—¿Qué otras cosas más olvidaste, Artem? —le siguió Adrik.
Tomé asiento en mi lugar habitual, y respondí con una sonrisa sarcástica.
—Las dos balas que tenía preparadas para mis dos hermanos.
—Pero tranquilos, yo les prestaré las balas que ya tenía destinadas para ustedes —añadió Lia con su característica chispa de humor—. Tienen sus nombres.
Solo rodaron los ojos y continuaron comiendo.
—¿Cuándo tienen que volver a la academia? —indagué, intentando cambiar de tema—. Solo les falta un año.
Ambos negaron con la cabeza.
—Hoy viajamos, pero queremos estar un año más. De eso queríamos hablar con ustedes —explicó Akin.
—¿Un año más? —cuestionó nuestro padre con una seriedad inusual.
—Sí, no veo que sea un problema —respondió, tratando de mantener la calma.
—Se fueron a los dieciséis. —Mamá susurró, sacudiendo la cabeza—. Terminarán este año y volverán para empezar la universidad.
El sorbo de jugo de naranja que acababa de tomar estuvo a punto de salir disparado ante la noticia. Lia apretó los labios para contener la risa.
Malditos labios —pensé.
—¿Estás bromeando, mamá? —cuestionó Adrik, su incredulidad resonando en la habitación.
—Sí, universidad —afirmó mamá, con una firmeza que dejaba claro que no había margen para discusiones.
—Papá —susurraron al unísono, buscando su apoyo.
—Tómenlo como un castigo por utilizar a su mayor como uno de sus experimentos. Tendrán que aprender a respetar los rangos.
—No existen pruebas, y si no existen, no fuimos nosotros —la vena de Akin latía de ira, mientras que Adrik, con el ceño fruncido, observaba sus manos con furia contenida.
—Porque no existen, sabemos que fueron ustedes.
—Pensé que había sido suficiente con la maldita secundaria, mamá. —Akin se levantó bruscamente—. ¿Ahora tendré que humillarme con hijos de puta que solo querré matar cuando se enteren del desastre que es mi cerebro?
—Akin —advirtió papá, levantándose con expresión severa, pero mamá lo detuvo con un gesto de la mano.
—No papá, tiene razón —Lia salió en su defensa—. Debido a su condición, la universidad será una tortura para ambos. No pueden hacerles eso a mis hermanos.
A veces, como ahora, olvidaba por completo ese pequeño problema y trataba a mis hermanos como si fueran normales, aunque lo eran en cierta forma.
—Qué buen último desayuno —Adrik se levantó, dirigiendo una mirada cargada de desdén a todos—. No nos verán en vacaciones. Nos vemos en un año. Adiós.
Ambos salieron de la sala y, con un sobresalto, me levanté de mi asiento, dispuesto a alcanzarlos antes de que se fueran.
—¡Esperen! —Mi voz resonó en el espacio. Con paso apresurado, me acerqué a ellos y, con un gesto rápido, envolví mis brazos alrededor de sus cuellos, atrayéndolos hacia mí en un abrazo firme, pero cálido—. Iré a visitarlos. Recuerden que no importa el problema, si llegaran a necesitar mi ayuda estaré malditamente ahí para ustedes. Siempre.
—Lo sé —susurraron al unísono, sus voces apenas audibles.
Me separé poco a poco e inhalé hondo.
—La has fastidiado con mamá, Akin. Sabes lo sentimental que está. Por favor, arréglalo.
Akin asintió con un gesto lento, sus ojos vidriosos reflejaban la tristeza y el remordimiento que lo embargaban en ese momento.
—Cuida a Lia por nosotros.
Respondí con un simple asentimiento hacia Adrik. Sabíamos que no era necesario expresarlo en palabras; el cuidado de Lia siempre sería una prioridad inquebrantable para mí.
Minutos más tarde, Lia apareció en la escena, despidiéndose con gestos y palabras llenas de afecto. Observé cómo el automóvil se alejaba lentamente de la propiedad, llevándose consigo a mis hermanos. Cuando apenas una nube de polvo marcaba su partida, Lia se giró hacia mí y esbozó una sonrisa cálida y reconfortante,
—Esteban no se irá a ninguna parte, ¿me entiendes? —fruncí el ceño al escucharla—. Lo asesinas y yo asesinaré a esa chica que tienes como novia.
—¿Novia?
—No te hagas el estúpido. —Me señaló—. Recuerda lo que te dije la última vez, recuérdalo muy bien —con su dedo golpeó varias veces mi pecho, como marcando cada palabra con fuerza y convicción.
Agarré su mano y la estampé en el lugar de mi corazón.
—Siempre han sido mamá y tú —confesé.
Mis ojos buscaban los suyos, esperando encontrar comprensión en ellos.
—¿Y tu novia? —cuestionó, soltándose de mi agarre con gesto desafiante.
—No tengo novia.
—La chica con la que has sido fotografiado. Adrik tiene las fotos, no puedes negarlo, Artem.
Mierda.
—Créeme. Confía en mí, no tengo novia —dije paciente.
—¿Quién es esa chica? —su voz era firme, exigente. Lia buscaba respuestas que no estaba seguro de poder dar.
—Solo confía. No puedo decirte nada más.
Era incapaz de ofrecerle la verdad que tanto necesitaba.
Negó levemente, mientras se cruzaba de brazos.
—No puedo confiar en alguien a quien no conozco. Eres un desconocido para mí, han pasado muchos años y ahora no sé cuál es tu comida favorita, tu pasatiempo, tu tipo de música. El Artem que llegué a conocer ya no existe.
Me habían dolido sus palabras, pero tenía razón; habían transcurrido muchos años, demasiados, y tanto ella como yo éramos diferentes. Sin embargo, la única diferencia real radicaba en que yo si la conocía. Conocía sus pequeños detalles: su predilección por el azul, su amor por las flores de loto, su obsesión con la pasta, su necesidad de un peluche para dormir, su aversión a la humedad, su pasión por las ferias y su sueño de formar parte de las élites de las fuerzas especiales rusas, los Spetnaz. Lo sabía todo sobre ella.
Miré a mi alrededor y, al percatarme de que estábamos solos, me acerqué a ella.
—Conóceme —susurré, buscando desesperadamente que entendiera lo que estaba a punto de revelar.
Su expresión se tornó confundida al principio. Antes de que pudiera alejarse, sujeté firmemente su cintura, consciente de las posibles miradas indiscretas que podrían observarnos.
—Nos pueden ver. Aléjate —advirtió.
—Conóceme —insistí, perdiéndome en el azul profundo de sus ojos—. Dame un mes. Un mes para redescubrirme y demostrarte que solo te veo a ti.
Sus labios entreabiertos y el gesto fugaz de su lengua rozando suavemente sus labios fueron mi perdición absoluta. Sentí cómo mi corazón latía con una intensidad sin igual, mientras las ansias de besarla golpeaban los muros que había construido derribándolos uno tras otro.
"Bésala. Joder, hazlo", resonaba la voz insistente en mi mente.
—Un mes. Te daré un mes de mi vida, solo para ti —susurró, igual de afectada que yo.
Tragué con fuerza y asentí. Su aroma me envolvía, adormeciéndome, y empezando a nublar mi razón. Apoyé mi frente en la suya, sintiendo el calor de su piel bajo mis manos mientras sostenía su rostro con ternura.
—Eres mi ruina, y no estoy haciendo nada por evitarlo, Lia —confesé con sinceridad, mi voz apenas un susurro cargado de complicidad y temor.
Me separé de ella un instante para dejar un beso suave en su frente, prolongando el contacto más de lo necesario, justo en el preciso momento en que nuestro padre nos sorprendió.
—Supe que hoy te harás cargo del nuevo grupo que apareció vendiendo drogas en mis calles —asentí con seriedad—. Lia te acompañará.
La miré de reojo y negué rotundamente.
—No, no sucederá. Se quedará en casa —ordené, olvidando por unos segundos con quién estaba hablando.
Me observó confundido y se acercó lentamente hacia mí. No me moví ni un centímetro.
—¿Es tu mujer? —preguntó, y antes de que pudiera responder, continuó—. No, no lo es. Es tu hermana, y yo soy el pakhan aún, así que se hará lo que diga.
No, no era mi maldita mujer, y jodidamente no la consideraba mi hermana; no podía verla como tal.
—Entiendo —dije, manteniendo su mirada—. Será como usted diga, por ahora.
Sonreí de lado antes de dirigirme hacia mi automóvil. Algo que había aprendido de mi padre en todos estos años era nunca bajar la maldita cabeza, ser firme, duro, aceptar las consecuencias y, en ciertos momentos como este, tener la valentía para enfrentarlo, aunque posiblemente terminara con un cuchillo enterrado, pero eso me forjaría en lo que él y yo esperábamos de mí.
Sabiendo que le había dado la espalda a mi enemigo, agudicé mis sentidos y me agaché de inmediato, permitiendo que el cuchillo que había lanzado siguiera su curso.
—¡Te estás volviendo viejo, Darko Romanov! —grité mientras continuaba y abría la puerta del piloto.
—¡Viejo el espantapájaros con los restos de tu maldito abuelo, mocoso! —gritó de vuelta, y me fue imposible no mirar hacia el lugar que había sido su morada desde que tenía memoria.
Los malditos huesos del abuelo reposaban incrustados en una vieja y sucia ropa adherida a una madera. Al principio me causaba terror y no entendía por qué mamá lo había permitido, pero cuando supe su pasado, no pude imaginar una muerte más digna para él.
[...]
—Quita esa jodida cara, ya está aquí y no hay vuelta atrás. Además, mencionaste soldados nuevos, ¿no? Pues bien, Lia es una novata también.
Miré de reojo a Sergei y me costó contener las ganas de golpearlo al ver la maldita sonrisa que iluminaba su rostro.
—Sería mejor si no estuviera aquí, será una... —Me detuve, reconsiderando—. Será interesante.
Saqué mi teléfono y teclee rápidamente para informar el nuevo cambio, cuando hubo un afirmativo desde el otro lado, supe que sería un buen comienzo.
Apreté con firmeza el mango del fusil AR-15 que sostenía y me preparé mentalmente para el operativo. Descendimos del vehículo tres calles atrás, todos los equipos dispersándose. Íbamos a atacar desde varios frentes, arrinconándolos como las putas ratas que eran.
—Repórtense —susurré en el intercomunicador, esperando que cada grupo se reportara y su posición—. Sergei al mando.
El nombrado me observó con el ceño fruncido y asentí, tenía otros planes con el intercomunicador y no deseaba que todos se enteraran. Había habilitado una línea privada con Lia, quien se encontraba en el grupo tres.
Cuando los francos estuvieron en posición, continuamos hacia el objetivo.
—Odio la pasta —susurré.
Tarde para escuchar una respuesta desde el otro lado.
—¿Qué mierda? ¿Artem? ¿te das cuenta que todos nos pueden escuchar?
Sonreí, mientras me detenía en una pared y observaba si había alguna amenaza.
—Estamos en una línea privada.
—Aun así, estamos en un operativo —refunfuñó.
—Más excitante aun, probaremos tu concentración.
Hice una señal para avanzar y aguardé a que todos confirmaran nuevamente sus posiciones en el objetivo antes de proceder con la intrusión.
—¿Un italiano que odia la pasta? —escuché su pregunta—. Ni siquiera deberías dirigirme la palabra.
—Podría intentar comerla si eres tú quien cocina.
Sergei dio la señal y derribamos todas las puertas de entrada y salida del edificio por donde circulaban. El estruendo de las puertas al ser derribadas resonó en el ambiente, sumergiéndonos en una atmósfera de tensión y anticipación. Al siguiente segundo, una nube de polvo nos envolvió, velando momentáneamente nuestra visión mientras nos adentrábamos en el interior del edificio, acompañado del característico sonido de armas siendo desenfundadas.
El sonido rítmico de nuestras pisadas resonaba en los pasillos, intensificando la sensación de urgencia y peligro que saturaba el aire.
Mis sentidos estaban en alerta máxima, cada músculo tenso, cada fibra de mi ser preparada para la acción inminente. Mi corazón golpeaba con fuerza en mi pecho, alimentado por la adrenalina del momento. Era en estos momentos cuando más me sentía vivo, cuando cada latido era una afirmación de mi propósito y osadía. Sabía que cada decisión, cada movimiento, podía ser la diferencia entre la vida y la muerte.
—¿Me estás invitando a una cita? —preguntó con tono burlón.
—¿Quieres que te invite a una cita?
Nos detuvimos al escuchar movimientos del otro lado del pasillo. Me incliné hacia adelante y saqué un pequeño espejo de mi equipo para observar con cautela.
—Diez soldados con subfusiles MP5. —Alerté a mi equipo—. En cinco.
Extraje una granada de fragmentación de mi bolsillo y retiré el seguro antes de arrojarla con precisión por el pasillo.
—¡Música para mis oídos! —grité justo antes de que estallara, inundando el pasillo con caos y estruendo.
—¡Avancen! —gritó Sergei, su voz resonando con autoridad y urgencia en el fragor del enfrentamiento.
Nos desplazamos con cautela, cada uno con el arma lista para responder al menor indicio de peligro.
—Quiero muchas cosas, pero ninguna es posible —su voz era agitada y se escuchaba una lluvia de disparos desde su posición.
—Me tatué...
—Vaya novedad, el sesenta por ciento de tu cuerpo está tatuado —me interrumpió.
Los disparos estallaron en cuanto doblamos la esquina, obligándonos a buscar refugio de inmediato, cada uno buscando una posición estratégica.
—¡Me quedaré aquí! —anuncié, tratando de imponer orden en el caos—. Sergei, busca una forma de rodearlos, derriba una pared si es necesario.
—Dimitri y Lyon, conmigo. Los demás, con Artem —ordenó Sergei, distribuyendo las fuerzas para maximizar nuestras posibilidades de éxito.
—Me tatué una flor de loto en tu nombre —confesé en voz baja, mientras calculaba nuestras opciones y trataba de discernir los patrones de disparo enemigos para anticipar sus movimientos, tiempos de recarga y así poder tomar la iniciativa.
Cuando la cantidad de disparos menguó, supe que era el momento de avanzar.
—¡Avancen! —gruñí, instando a mi equipo a moverse con intrepidez.
Nos desplazamos rápidamente, abriendo fuego contra el enemigo, cada uno buscando cobertura mientras intentábamos ganar terreno. De repente, una explosión sacudió el aire, golpeándonos de lado con una fuerza impactante. Sentí un dolor agudo en mi brazo, que me arrojó violentamente al suelo, dejándome aturdido por un momento.
Me incorporé con rapidez, ignorando el dolor punzante en mi brazo mientras aferraba con fuerza el arma entre mis manos.
—Enemigo neutralizado —escuché a Sergei informar.
—Creo que tus cálculos fallaron, casi me arrancas el puto brazo —indiqué con un gruñido de molestia—. Ya quiero acabar con esta mierda, muévanse.
—¿Por qué lo hiciste? —escuché a Lia en el comunicador, extrañamente todo estaba en silencio desde su lado.
—Porque sí —respondí de manera breve.
—No es una respuesta —alegó, podía percibir la curiosidad y frustración en su voz.
—Para mí sí —insistí.
—¿En qué parte?
—Tendrás que descubrirlo tú misma.
Observé el lugar en donde se encontraba el tatuaje y apreté los labios para contener la sonrisa que amenazaba con escapar. Yo no sonreía, maldita sea.
Pasaron minutos sin respuestas, minutos en los que nos enfrentamos a un nuevo grupo de hombres. Mientras descendíamos por las escaleras para llegar al sótano y brindar apoyo al grupo cuatro, una pequeña mano agarró mi brazo.
Todos apuntaron hacia la persona, pero bajaron sus armas en cuanto la vieron.
—Continúen, ayudaré a Lia en este piso —dije, tratando de mantener la calma.
—Sí, claro —alcancé a escuchar el susurro de Sergei a mi lado, mientras el equipo continuaba descendiendo.
—¿En qué te puedo ayudar? —pregunté, mientras observaba lo hermosa que se veía con su traje táctico, cómo se le enmarcaban esas piernas era un delito.
—No está en tus brazos, ni en tu cuello —negué levemente—. ¿Tu abdomen?
—¿Por qué no echas un vistazo? —respondí con un desafío apenas disimulado en mi tono de voz, mientras nuestros ojos se encontraban en un duelo silencioso.
Esperaba que retrocediera, pero en lugar de eso, se acercó con valentía. Sus manos se deslizaron con confianza y sacó el borde de mi camiseta de la correa, subiéndola lentamente.
Las yemas de sus dedos, cálidas y tentadoras, palparon cada línea de mi abdomen, explorando los contornos con una delicadeza que parecía contradictoria con la intensidad de su mirada. No podía apartar los ojos de allí, mientras una corriente eléctrica recorría mi piel bajo su contacto.
La intimidad del momento me dejó sin aliento por un instante, sorprendido por la intrusión en mi espacio personal en medio del caos de la operación.
—No está aquí —susurró, su voz apenas un murmullo que se deslizaba entre nosotros.
—Tienes dos opciones, una oportunidad —declaré—. Puedes seguir subiendo hacia el norte o bajar hacia el sur. ¿Qué eliges?