POV LIA ROMANOVA
Estaba a punto de terminar un capítulo de Game of Thrones cuando la puerta se abrió y por ella entró mi chico.
—Pensé que ya no vendrías, es tarde —murmuré, aunque mi corazón se aceleró al verlo.
Cerró la puerta y se acercó lentamente hacia mí, dejando un beso en mi cabeza.
—Lo siento, acabo de terminar —se disculpó, sosteniendo una bolsa en su mano libre.
Observé la bolsa y señalé hacia ella.
—Pensé que te gustaría compartir un bote de helado conmigo —susurró, acercándose aún más.
Una sonrisa involuntaria se curvó en mis labios.
—Depende —dije juguetonamente, sintiendo la tensión crecer entre nosotros.
—¿De qué? —preguntó, con una chispa de deseo brillando en sus ojos.
—Del sabor —respondí, humedeciendo mis labios al ver cómo su mirada se posaba en ellos—. Artem.
Parpadeó varias veces antes de asentir.
—Vainilla con chispas de chocolate.
—Mi segundo sabor favorito —admití.
—Porque el primero son mis besos —añadió con una mirada intensa.
Rodé los ojos con una sonrisa mientras esperaba que destapara el helado y me entregara mi cuchara.
—¿Quién fue? —pregunté, desviando la conversación hacia un tema más serio.
Levantó la mirada y por un instante pensé que podría leer sus emociones en sus ojos, pero con el tiempo se había convertido en un maestro en ocultar sus sentimientos.
—Solo necesitas saber que ya me he encargado de ello. Fue una persona sin valor.
Asentí lentamente y palmeé el espacio a mi lado, indicándole que se acostara junto a mí.
—¿Qué estás viendo? —indagó, tratando de cambiar de tema.
Decidí abordar el asunto que me inquietaba.
—Game of Thrones. —Lo miré fijamente—. ¿Qué quisiste decir con "retrasar lo inevitable"? ¿Y qué tiene que ver Vladik en todo esto?
Me observó confundido por un momento, como si estuviera procesando mis preguntas.
—¿Por qué me lo estas preguntando? —respondió finalmente.
—Porque tengo imágenes borrosas de cuando me desperté, no recuerdo lo que hablamos. En realidad, no recuerdo nada de ese día —revelé, sintiendo la necesidad de buscar respuestas.
Asintió con comprensión.
—Vladik tenía una idea para minimizar los riesgos cuando le contáramos a nuestros padres y a la bratva sobre nosotros dos —explicó, y sentí un nudo en el estómago.
—¿De verdad lo harás? Es peligroso, especialmente cuando apenas estás asumiendo el cargo —advertí, preocupada por las posibles consecuencias. Artem frunció el ceño—. No quiero que tengas problemas. No será bien visto una relación entre dos hermanos. La bratva puede ser despiadada, pero tiene principios.
—Pensé que querías que lo hiciera —me recordó.
—Lo hago, pero si te afectara de alguna manera, entonces no, Artem. Encontraremos una solución —insistí, queriendo protegerlo a toda costa.
—¿Por qué piensas en mí y no en ti? —preguntó, y su sinceridad me conmovió—. También te afectara.
—Porque no soy el Pakhan —respondí simplemente, entrelazando mi mano con la suya y apretándola con fuerza.
La mirada de Artem ardía con una intensidad que me dejó sin aliento.
—Ahora entiendo tu reacción, tan plana, tan vacía... y me odiarás, Lia. Cuando lo sepas, lo harás. Pero estoy dividido, siempre lo he estado. Es como una balanza, y cada lado tiene razones tan pesadas que duelen.
Entrelacé su mano con la mía y la apreté, buscando transmitirle mi apoyo incondicional.
—Nunca podría odiarte, y encontraremos la manera de hallar un equilibrio, juntos. Necesitamos permanecer unidos, ser honestos y confiar el uno en el otro.
La intensidad de su mirada era palpable, como si estuviera luchando una batalla interna consigo mismo, y por un momento, me pregunté si sería capaz de soportar el peso de sus razones junto a él.
—Podré sobrellevarlo todo si te tengo a mi lado —susurró finalmente.
Sonreí con complicidad mientras me disponía a saborear mi helado, sumergiéndome en la dulce distracción que ofrecía el momento, cuando de repente, sentí un tirón agudo en mi abdomen, seguido de una sensación de explosión y agua desbordándose fuera de mi v****a.
—Mierda. Mierda. Mierda —murmuré entre dientes, sintiendo la urgencia de reaccionar mientras mi mente trabajaba a toda velocidad—. ¡Jodida doblemente mierda!
Artem me miró con una expresión de confusión, incapaz de comprender la situación.
No era alguien propenso a la vergüenza, pero experimentar algo así con el hombre que me gustaba, y con quien aún no había cruzado ciertos límites de intimidad, era simplemente desastroso.
—¿Pasa algo?
Respiré hondo, tratando de reunir la fuerza para admitir lo que estaba sucediendo.
—Acaba de llegarme la menstruación —susurré, dejando caer el helado y tratando de incorporarme, aunque mis esfuerzos resultaron en vano.
—Espera, déjame ayudarte —respondió rápidamente, extendiendo su mano para sostenerme y ayudarme a sentarme—. ¿Por qué te afecta tanto que te haya llegado la menstruación? Es algo natural.
Se encogió de hombros con indiferencia, pero su comprensión no mitigaba mi sensación de incomodidad. Había manchado la cama y ahora me veía obligada a lidiar con la situación, sin mencionar que necesitaba un baño desesperadamente y, desafortunadamente, no estaba dispuesta a pedirle ayuda a él.
—¡No esperaba que llegara hoy! ¡Manché la maldita cama! —exclamé, dejando escapar mi frustración—. Ahora necesito bañarme y, aunque me duela, no te pediré que me ayudes. Así que vete.
Su mirada se llenó de comprensión y asintió lentamente, mientras se levantaba y abandonaba la habitación sin pronunciar una sola palabra.
—¿Qué demonios...? —gemí, totalmente incrédula ante su partida abrupta—. Maldito sea. Es solo sangre. Yo sola me las arreglaré.
Aguanté la respiración mientras me aferraba al respaldo de la cama y me incorporaba, sintiendo cómo el punzante dolor en mi costado me hacía contener un gemido. Cada movimiento era una batalla contra el dolor que amenazaba con consumirme.
Al girar la mirada hacia las sábanas blancas, había una gran mancha roja que las teñía. Agradecí en silencio que mis shorts fueran de un color oscuro, lo que mitigaba en parte el desastroso panorama, aunque la sangre comenzaba a escurrir por mis piernas.
Había llegado muy violento este mes.
Caminé con pasos lentos y vacilantes hacia el baño, pero una oleada de frustración me golpeó cuando recordé que no había ninguna toalla ni tampón allí dentro.
—Maldito sea, Kai, te juro que te mataré —mascullé entre dientes, deteniéndome un momento para evaluar mis opciones.
No quería despertar a mamá o interrumpir su momento con papá, pero necesitaba desesperadamente ayuda. No podía enfrentar esto sola sin arriesgarme a lastimarme aún más.
Me quedé por varios minutos inmóvil, mientras intentaba no llorar por la situación.
Justo cuando estaba a punto de desesperarme, escuché pasos rápidos acercándose a la puerta. Antes de que pudiera reaccionar, Artem irrumpió en la habitación con un paquete de toallas y tampones en una mano y una taza humeante de té en la otra.
Mi sorpresa fue palpable. Había asumido que se había marchado después de mi abrupta solicitud, pero ahí estaba, trayéndome justo lo que necesitaba en el momento justo.
—Pensé que te habías ido —musité, sorprendida por su regreso repentino.
Quería llorar de la alegría.
—No iba a dejarte sola, Lia. Ahora, toma este té rápidamente para que no tengas cólicos, después te ayudaré a ir al baño —dijo con firmeza.
Tomé el té con rapidez, permitiendo que el líquido reconfortante me inundara, antes de dejar que Artem me guiara.
—Gracias, ahora puedes salir —señalé la puerta—. Yo lidiaré con este desastre.
Me quedó mirando fijamente mientras negaba lentamente.
—Tendrás que quitarte la ropa, entrar en la ducha, limpiarte y procurar no mojar las vendas. Después, tendrás que ponerte un tampón y vestirte con ropa limpia —enumeró rápidamente mientras su mirada seguía penetrando la mía—. Cada paso requerirá inclinaciones y movimientos que harán doler tus costillas, así que sí, me quedaré y te ayudaré.
—No dejaré que la primera vez que veas mi coño sea lleno de sangre.
—Solo es sangre, estoy acostumbrado. —Se encogió de hombros y se acercó. Sus dedos fríos se deslizaron bajo la tela de mi camiseta, elevándola con una delicadeza que contrastaba con la intensidad de su mirada—. No lo había considerado, que vería tu coño por primera vez...será una experiencia muy grata.
Mis mejillas ardían con un rubor que nunca antes había experimentado, una reacción visceral e incontrolable ante la presencia de Artem. Me sentía vulnerable, expuesta ante su mirada penetrante y su aura de peligro irresistible. Con él, me transformaba en una estúpida colegiala, incapaz de mantener la compostura ante el torbellino de emociones que desataba en mí.
Cuando sus manos se deslizaron bajo la tela de mi short y mis bragas, sentí como si el suelo se desvaneciera bajo mis pies, deseando ser engullida por la tierra para escapar del vergonzoso momento. Apresé mis labios con fuerza, mientras cada músculo de mi cuerpo se tensaba.
Sin embargo, en medio de la vorágine de emociones que me envolvía, noté con sorpresa que no había rastro de asco o repulsión en su rostro, ni siquiera un leve gesto de desagrado. Su atención no se desviaba hacia mi coño, como si estuviera completamente absorto en la tarea que tenía entre manos, y malditamente, en ese momento, agradecí su aparente indiferencia.
Con cuidado, me ayudó a entrar en la ducha y tomó la manguera para comenzar a rociarme con agua. En medio del vapor y el eco de mis propios pensamientos, comprendí que no había escapatoria, que debía resignarme a aceptar lo que estaba sucediendo y a soportar la vergüenza.
—Estás tensa —dijo con una sonrisa burlona, como si mi malestar le proporcionara algún tipo de placer perverso—. No creí que fueras tan penosa. Abre las piernas —demandó, su voz resonando en el espacio cerrado del baño con una autoridad que no admitía discusión.
Intenté protestar, tratando de mantener un atisbo de dignidad, pero mis palabras se ahogaron en mi garganta cuando vi cómo Artem abandonaba toda pretensión de decoro, despojándose de su camiseta con un gesto brusco y decidido. Se agachó frente a mí, su mirada ardiente como un fuego infernal, y volvió a exigir con voz implacable:
—Abre las piernas, Lia —era una orden disfrazada de súplica.
Cuando su cabeza se alzó para mirarme, sentí como si el mundo entero se detuviera en ese instante, como si el tiempo mismo se hubiera congelado ante lo que mis ojos estaban presenciando. No dije ni una palabra. En lugar de eso, simplemente lo observé, sin parpadear, como si temiera que un solo parpadeo pudiera hacerlo desaparecer. Mi cuerpo parecía moverse por pura inercia, mis piernas se separaron ligeramente.
El silencio reinaba en el baño, roto solo por el suave chapoteo del agua contra el suelo y el latido acelerado de mi corazón en mi pecho. En ese momento, me sentí vulnerable y expuesta, pero también viva de una manera que nunca antes había experimentado.
Cuando finalmente la ducha llegó a su fin, me enfrenté al desafío de ponerme el tampón, incluso cuando el simple acto de inclinarme me hacía contener un suspiro de dolor, estaba decidida a hacerlo. Una vez completada esa tarea, un suspiro de alivio escapó de mis labios. Después de eso, todo fue más fácil. Artem trajo una pijama nueva y terminamos.
—La flor de loto —susurré, tocando el tatuaje delicadamente—. Estaba en el norte, en tu corazón.
—Habrías perdido.
—Sí, lo habría hecho, pero ¿por qué en ese lugar?
Él agacho su mirada para observar su tatuaje y sostuvo con fuerza mi mano y la plantó ahí, en su corazón.
—Porque empecé a vivir cuando comencé amarte.