CORONA NO DESEADA

1793 Words
CAPÍTULO 2: CORONA NO DESEADA Sebastian. Tres días después. Observaba el paisaje que me brindaba el balcón de mi dormitorio mientras mi nueva asistente personal me relataba la agenda del día. Con cada minuto que pasaba, mis manos se aferraban con más fuerza al barandal, como si buscaran un anclaje en la realidad que se desvanecía rápidamente. —Detente —susurré, incapaz de soportar un segundo más—. Deseo estar a solas. Su semblante mostraba cierta sorpresa ante mi interrupción. —Pero... Su Alteza Real, necesito leer la agenda del día —insistió con cautela, como si temiera mi reacción. Volteé a mirarla por completo y me fue imposible evitar preguntarme si formaba parte de aquellos que aborrecían la idea de que ahora sería el heredero al trono. Era una posibilidad bastante factible. —Cancela todo y vete —ordené con frialdad, aunque mi voz apenas dejaba entrever el torbellino de emociones que me invadía. —Como desee, Su Alteza —respondió con una reverencia antes de salir de la habitación. Inhalé hondo y cerré mis ojos. No podía hacerlo. No sabía siquiera si lo haría bien. Todo esto se sentía mal, como una afrenta a mi consciencia. Estaba usurpando un puesto que no me correspondía, que no deseaba. La brisa fresca acariciaba mi rostro mientras luchaba por encontrar claridad en medio del caos emocional que me invadía. Mis pensamientos se desbordaban, como un río descontrolado que amenazaba con arrastrarme hacia lo desconocido. Mi hermano, mi querido hermano mayor... pensar en él dolía. Sabía que su muerte tan inesperada dejaría una marca imborrable en mi corazón, una herida que sangraría por mucho tiempo. Recordaba su sonrisa, su voz llena de autoridad y compasión. Era un líder nato, alguien en quien confiar, en quien buscar consejo en tiempos de incertidumbre. Y ahora, ese papel recaía sobre mis hombros, una responsabilidad abrumadora que no había buscado ni deseado. Mis manos se aflojaron del barandal mientras me sumergía en un mar de recuerdos y dudas. ¿Estaría a la altura de las expectativas? ¿Podría honrar el legado de mi hermano y servir al reino con la misma integridad y dedicación? Con una mezcla de frustración, abrí los ojos al escuchar el llamado de madre resonando en la habitación. Su presencia no era casual; podía sentir la gravedad del momento en el aire. Al girarme para enfrentarla, sus ojos transmitían una seriedad que no dejaba espacio para la discusión. —Necesito estar solo. Mi madre se acercó con cautela. —Eres el heredero al trono —dijo con calma, cada palabra resonando en el silencio de la habitación—. Debes actuar como tal. Tus obligaciones te esperan. Se apartó ligeramente, dando espacio para que procesara sus palabras. Mi respuesta fue una sonrisa irónica, un reflejo de la frustración que me consumía. —Han pasado apenas tres días desde que perdimos a tu hijo, y ya esperas que todo continúe como si nada hubiera ocurrido. Mi hermano mayor ha muerto, madre, y necesito tiempo para aceptar esta nueva realidad. ¿Es demasiado pedir? En un gesto de consuelo, me envolvió en un abrazo breve, completamente frio y carente de amor. —Ha sido difícil para todos. —Se alejó, su rostro endureciéndose, mostrando la firmeza propia de una reina—. Pero eres Su Alteza Real, hay solicitudes que, lamentablemente, no podemos permitirte. Esta es una de ellas. Avancé con paso firme por la estancia, la pesadez del deber pesando en mis hombros mientras atravesaba el umbral de mi habitación. Sin embargo, antes de sumergirme en el refugio de mis pensamientos, la voz de mi madre me detuvo en seco, como un recordatorio indeseado de las obligaciones que me aguardaban. —Lord y Lady Cunningham, junto con su hija, nos aguardan para el té. Es crucial que mantengas una actitud apropiada en su presencia. Un leve suspiro escapó de mis labios mientras mantenía la compostura, aunque por dentro, la tensión amenazaba con desbordarse. Mis manos, ahora ocultas a la vista, se crisparon en un puño, reflejando la incomodidad que sentía ante la perspectiva de encontrarme con aquella familia, cuyas relaciones estaban marcadas por la desconfianza y la animosidad. Asentí con gesto sereno, permitiendo que mi madre se adelantara, aunque en lo más profundo de mi ser, la aversión hacia aquel encuentro seguía latente. —No es ningún secreto que mi relación con los Cunningham no ha sido precisamente cordial —murmuré, dejando entrever la incomodidad en mi voz. Un leve destello de advertencia en la mirada de mi madre me recordó la necesidad de actuar con prudencia y diplomacia, incluso en las circunstancias más adversas. Aunque mi deseo de confrontar aquellos desaires era fuerte, sabía que debía contener mis impulsos en aras de la estabilidad del reino y el respeto por las tradiciones. Por eso, era tan diferente a mi hermano; no me retenía a decir lo que pensaba, incluso cuando era imprudente. No me importaba ser el hijo rebelde, pero ahora tenía que equilibrar mi personalidad con lo que todos esperaban de mí. Al entrar al salón, los Cunningham me dedicaron una sonrisa algo forzada, apenas encubriendo el rechazo que emanaba de sus ojos. Traté desesperadamente de recordar el nombre de su hija, pero mi mente decidió traicionarme en el peor momento. Me esforcé por no fruncir el ceño, cuando en sus ojos no vi el rechazo ni la ignorancia que siempre mantuvo en los pocos encuentros que tuvimos en el pasado. Nunca existí para ella y ahora hacía ver como si fuera lo único en su mundo. Qué mujer tan falsa e interesada. Los tres hicieron una reverencia y asentí. —Un placer verlos nuevamente. —Comencé con una formalidad que me resultaba cada vez más difícil sostener—. Lamento que nos encontremos bajo estas circunstancias tan desafortunadas. Lord Cunningham, con un gesto que intentaba ser afable, respondió: —Entendemos la situación, Su Alteza. La vida nos pone a prueba de formas que nunca podríamos anticipar. —¿Cómo se encuentra usted, Su Alteza? —preguntó Lady Cunningham. —Perdí a mi hermano, ¿Cómo podría estar? —Disculpa a mi hijo —intervino mamá—. Sigue afectado por la reciente pérdida. La hija de los Cunningham, cuyo nombre seguía escapándose de mi memoria, intervino con un gesto aparentemente inocente. —Lamentamos mucho la muerte de su hermano, Su Alteza. Es una tragedia, realmente. Sin embargo, debemos seguir adelante, ¿verdad, Su Alteza? Después de todo, la vida continúa. Sus palabras me parecieron más una provocación que una muestra de empatía. Respiré profundamente, conteniendo mi irritación. —Sí, la vida continúa. —Respondí con firmeza, tratando de no revelar la molestia que me causaba su actitud. La conversación continuó con un aire tenso. Mientras tanto, mi mente seguía buscando desesperadamente el nombre de la hija de los Cunningham, pero seguía siendo un enigma en ese momento incómodo. —Deberías invitar a Isabella a conocer las afueras del palacio, el comercio; seguramente no recuerda nada —sugirió mi madre. Alcé la vista de mi té y fruncí levemente el ceño, confundido por sus palabras. —¿Isabella? —cuestioné, tratando de ubicar de quién hablaba—. ¿De quién...? —mi pregunta se desvaneció al recordar. Ese era su nombre. La miré y noté que su rostro estaba completamente sonrojado, probablemente de ira. —Sí, Lady Isabella Cunningham, su alteza —respondió con firmeza. Me levanté y asentí, indicando el camino, y esperé a que ella se uniera para comenzar a caminar hacia la salida del salón. Continuamos nuestro camino, mientras podía sentir la mirada de Isabella quemándome la piel. […] El automóvil se detuvo en un pequeño parque, un lugar que había anhelado visitar pero que ahora parecía una elección equivocada dada la compañía. —Es imposible que no recuerdes mi nombre. Todos saben quién soy —Isabella insistió, con un tono que denotaba su incomodidad y su necesidad de ser reconocida. Su voz, aunque firme, carecía del respeto que merecía mi posición. —Todos menos yo. No eres tan importante, Isabella. Hemos llegado. Bájate. —mi voz, imperturbable y firme, apenas dejaba espacio para la discusión. La paciencia era una virtud que a veces me costaba mantener. Esperé a que abrieran mi puerta y salí del automóvil sin esperarla. Al mirar alrededor, noté a las pocas personas que merodeaban a esa hora del día. Mis ojos exploraban el entorno con calma hasta que la vi, y en ese instante, mi corazón pareció detenerse. No podía ser otra que ella. Maldición. Eliza Anne Foster, mi Ann, estaba a solo unos metros de donde me encontraba. Por inercia, mis pies comenzaron a dirigirse hacia donde ella estaba, pero antes de que pudiera avanzar, unas manos me detuvieron bruscamente, arrancándome del pequeño trance en el que me había sumido. —¿Acaso pretendes dejarme tirada? ¿Esos son tus modales? —su voz, llena de desafío, resonaba en el aire, desafiando mi autoridad y mi paciencia. Giré a verla y fue inevitable no esconder mi mal humor. —¿Con quién crees que estás hablando? ¿Qué derecho crees que tienes para dirigirte a mí de esa manera? —Elevé ligeramente el mentón, imponiendo mi presencia, bajé mi mirada a su agarré en mi brazo—. ¿Por qué osas tocarme cuando no te he dado permiso para tal acto? —la pregunta emergió de mis labios con una mezcla de incredulidad y disgusto, desafiando su audacia al atreverse a invadir mi espacio personal sin autorización. Su rostro reflejó la sorpresa y, ante mi reacción, me soltó rápidamente, retrocediendo un paso. El destello de asombro en sus ojos revelaba su desconcierto ante mi firmeza. —Lo siento, Su Alteza, yo… yo simplemente… —sus palabras se entrecortaron, su voz titubeaba, tratando de encontrar una explicación adecuada para su comportamiento imprudente. —No volverá a suceder o la próxima vez tendrá consecuencias —afirmé. —Llévenla al palacio —ordené, indicando con un gesto a mis escoltas que se encargaran de su traslado. —Pero… Interrumpí cualquier protesta con un gesto de mi mano. —Su Alteza, ¿no vendrá con nosotros? —Mi chofer parecía confundido, pero negué con la cabeza en dirección a él—. Enviaré un automóvil. Uno de los guardias tendrá que quedarse con usted, su protección es nuestra prioridad. Aun no confiaba en ninguno de ellos, pero asentí. Una vez que el automóvil se alejó lo suficiente como para no observar mi destino, me volteé con la esperanza de que ella aún estuviera allí, en el mismo lugar donde la vi. Mi corazón latía con una mezcla de incertidumbre y anhelo, deseando que todavía estuviera presente, como un rayo de luz en medio de la oscuridad.
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