Habían llegado al hotel en un silencio extraño, envueltos en esa bruma que no los dejaba respirar.
—Voy a mi habitación — dijo Ramiro y, sin esperar respuesta, subió por las escaleras hasta el primer piso. Necesitaba gastar energía, necesitaba ocupar su mente y el tiempo en algo banal, necesitaba…
La puerta blanca de la habitación se plantó frente a él, casi burlándose de su desesperación, de la urgencia que le comía las entrañas y le exigía salir de allí y correr en busca de Lucía, su tierna Lucía, aquella que seguía luciendo tan preciosa y frágil como siempre, aquella que había perdido ese brillo de inocencia en sus bonitos ojos y lo había reemplazado por una mirada dura, fría, distante. No le importaba, le pareció hermosa de todas formas, le volvió a acelerar el corazón como siempre.
Entró en aquella limpia habitación y se dejó caer sobre el silloncito que reposaba a un costado de la ventana.
—Lucía — suspiró sintiendo sus manos picar ante la necesidad de tocarla —. Perdoname — pidió a la nada y cerró los ojos con fuerza. No se dejaría vencer, lograría solucionar todo, lo sabía, tenía fé, debía hacerlo.
A la mañana siguiente despertó temprano, luego de un largo baño salió a su habitación para colocarse el mejor traje con el que contara, aquel n***o lo hacía ver intimidante y guapo. Sonrió de costado y se dispuso a abrir la puerta que lo llevaría a su destino. La esbelta figura de Cristina, plantada frente a su habitación, lo detuvo. La mujer lo estudió con curiosidad, soportando las ganas de que aquella sonrisa burlesca se terminara de formar en su rostro.
—¿Qué? — preguntó el hombre con mal humor.
—¿Vas de salida? — respondió ingresando a la habitación, analizando el interior de la misma para terminar sentándose en el mismo sillón donde se había ubicado su amigo la noche anterior, donde había decidido que obtendría el perdón de Lucía.
—Sí — respondió con un gruñido comenzando a cerrar la puerta a su espalda, era lógico que ella no lo dejaría ir.
—Bueno, no lo vas a hacer porque seguro estabas por cometer una estupidez, como ir a buscarla — explicaba mientras miraba sus perfectas uñas rojas.
—¿No tenés un marido y un pibe al que joder? — indagó con mal humor.
—No los jodo y ellos no van a hacer ninguna tontería — declaró, ahora sí, mirándolo a los ojos —. Escuchame, dejame ir a hablar a mí, te prometo que, si las cosas no salen bien, te dejo hacer lo que quieras, pero primero dame una oportunidad para intentarlo, para ablandarla un poco, saber qué pasa por su cabeza.
Ramiro la analizó con su afilada mirada, intentando encontrar una buena excusa para que aquella mujer, la que le sostenía la mirada desafiante, desistiera de sus planes. Finalmente el brillo en sus ojos, esa chispa única que solo había visto en ella, le hizo saber que jamás podría hacerla declinar de sus planes. Soltando un bufido se dejó caer en el sillón frente a su amiga, esperando que le explicara el plan.
—Tranquilo, tarde o temprano te va a enfrentar, no sirve de nada que vos estés ansioso y ella enojada.
—¿Y a vos sí te va a hablar? — preguntó fastidiado. ¡Claro que le iba a hablar si hasta le había dejado una carta de despedida y todo!
—Tal vez sí, tal vez no, pero lo voy a intentar. Además quiero que conozca a Marcos — explicó.
—Tenés que dejar de mostrarle mi ahijado a todo el mundo — se quejó entre bromas.
—Es el niño más lindo del mundo, no puedo negarle a la gente conocerlo — rebatió con orgullo de madre.
—Dale, mejor te vas antes de que me arrepienta — la apuró.
Sí, era verdad que en cualquier momento se arrepentiría de haberse quedado y saldría a buscarla. Bueno, tal vez podía hablar un poco más con Clara, tal vez podía obtener algo de información. Sí, eso haría, buscaría a la menor de las mendocinas y obtendría algún dato de cómo contactarla.
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Ese pequeño, de cuerpo ligero y cabellos oscuros, corría con gran velocidad por las calle porteñas, escapando, huyendo, de ese par de policías que trataban de detener su avance. No, no podía ser atrapado, si volvía, de nuevo, sin algo de comida, Roberto seguro le iba a terminar fracturando una piernecita.
La vida del pequeño había ido relativamente bien hasta que la anciana, su abuelita, murió. Aquella mujer de cabellos eternamente grises, lo había recogido de la calle cuando apenas era un bebé, le había dado un hogar y algo de cariño. Lamentablemente su único hijo, Roberto, no tenía el mismo amor por el niño y, luego de la partida hacia la eternidad de aquella hermosa mujer, él había quedado a merced de un ser malvado, horrible, retorcido. Desde ese día tuvo que salir a las calles en busca de comida, dinero o lo que fuera que tuviese algo de valor. Si volvía con las manos vacías Roberto le dejaba un doloroso recuerdo de su incompetencia y las leyes que regían en aquel rancho. Ya no le importaba a quién hurtara, ya no miraba a sus víctimas, su joven, muy joven corazón, se comenzaba a endurecer debido a una vida repleta de necesidades y falta de amor. Ahora, de nuevo, corría con ligereza y habilidad entre las personas de buena cuna que transitaban por aquellas calles. No podía volver con las manos vacías, no de nuevo.
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—Hola — dijo una vez que la muchacha de cabellos alborotados cerró la puerta detrás de él.
—Ramiro, que bueno que volviste — dijo sinceramente mientras se levantaba de su silla.
—Al final casi no pudimos hablar ayer — se excusó suavemente.
—Bueno, ya estás acá, ¿querés tomar unos mates o preferís…
—Mate está bien — interrumpió.
—Perfecto — dijo señalando la silla frente a su escritorio y retornando a su lugar.
Con gran habilidad y rapidez, Clara preparó el mate bajo la atenta mirada de aquel hombre.
—Veo que lo siguen endulzando — bromeó con esa voz gruesa dejando salir aquella risa ronca.
—Sí, amargo me da mucha acidez — explicó pasando el mate al imponente hombre. Ramiro lo aceptó y dió la primera chupada bajo la atenta mirada de esa tierna muchachita.
—No está mal, aunque lo prefiero amargo — pinchó con una sonrisa de lado.
—Acostumbrate — devolvió ella pero inmediatamente notó el cambio en el semblante de Ramiro. Ya no se veía relajado, ahora algo de tristeza, de ¿dolor?, había cubierto su rostro —. ¿Tan mal terminaron las cosas? — preguntó tomando con suavidad aquella enorme mano que reposaba sobre el escritorio.
Ramiro suspiró, tomó valor, y decidió relatar aquello que lo había marcado hace tantos años atrás. Contó su vida al lado de María, el accidente y los años que le siguieron. Explicó con calma el momento que Lucía puso un pie en su local, hasta la noche frente a la casa de Vitali. Le pidió perdón antes de contarle esa última vez que la vio en el cabaret, esa noche que él la había obligado a trabajar en el bar. ¡Dios, no la defendió!¡Dejó que aquel hijo de puta se saliera con la suya solo por una estupidez! Relató despacio y alejando el nudo de su garganta, cómo supo toda la verdad por aquella carta y cómo su corazón se desgarró por esa pintura que hoy colgaba sobre su cama.
—Ramiro — susurró Clara con sus ojitos llenos de preocupación y ese dolor que le abría el pecho —, no actuaste bien pero lo sabés, ahora solo queda que mi hermana se entere — dijo comenzando a sonreír con complicidad.
—Ya viste cómo se pone cuando me ve — rebatió desganado.
—Sí, pero no por eso nos vamos a quedar sin hacer nada.
—¿Nos? — indago frunciendo el ceño.
—Sí, ahora tenés aliadas. No creerás que solo Cristina te va a ayudar, no, querido, para eso también estamos Estella y yo, nosotras pondremos nuestro granito de arena — dijo guiñando el ojo.
Ramiro sonrió. Bueno, no se iba a negar a algunas manos que lo ayudaran a salir del pozo donde estaba.