Se encontraron en una placita cerca del teatro, ambas sentadas con la mirada clavada en ese niño que jugaba solo un poquito más allá, se mantenían en silencio. Martina lo sabía, Cristina sólo esperaba que ella hablara y luego, luego le daría golpe tras golpe. Inhaló profundo y llevó sus ojos celestes como el cielo que las vigilaba, desde el niño hasta la madre, hasta esa mujer que lucía feliz y orgullosa. Bueno, es que tampoco era que se mereciera menos que eso.
—¿Cómo has estado?— dijo contemplando cada perfecta facción de esa elegante mujer.
—Bastante bien — dijo extendiendo su sonrisa —. Por suerte la vida me recompensó después de tanto sufrimiento— dijo despegando los ojos de su hijo para arrastrarlos hasta la bonita morocha.
—Es lo que te merecés.
—¿Y vos?— preguntó descolocado a Martina, es que no sabía si le preguntaba por su estado actual o si era respecto a lo que cada una merecía de esta vida que no había sido amable con ninguna de las dos. Decidió responder por lo primero.
—Trabajando bastante, por suerte — dijo volviendo a mirar al pequeño corretear detrás de unas cuantas palomas.
—¿A qué te dedicás? Porque tengo entendido que el teatro lo maneja Clara.
—Pinto — respondió sonriendo de costado.
—Al final seguiste su consejo — afirmó dejando que aquel tema comenzará a colarse lentamente entre ellas.
—Al final seguí lo que me apasiona — rebatió sin dejar de contemplar al niño.
—Pero nunca escuché tu nombre en el ambiente del arte, imagino que usás un seudónimo.
—Cía, así firmo, como Cía.
—¿Sos vos? — preguntó sorprendida. Había escuchado mil veces hablar de aquel artista de enorme talento que poco aparecía en público. Era todo un misterio el ejecutor de tales bellezas artísticas y, por alguna cosa de su mente, siempre había asumido que se trataba de un hombre.
—Sí— respondió extendiendo la sonrisa.
—Pero no se parece a lo que pintabas en casa, es decir…
—Sí, es otro estilo porque decidí buscar algo que expresara mejor mi percepción, mi mirada, por eso no se parece a lo otro que era más de estudio, con más técnica que corazón— explicó.
—Vaya, ganás buena plata con eso. Sé que se venden a precios altísimos— dijo aún sorprendida.
—Por suerte — afirmó contemplando al pequeño que se agachaba al lado de un gordo gusano.
—¿Y el seudónimo, por qué?
Martina volvió su mirada hacia esa mujer que la había cuidado como una madre, que le había dado a Clarita esos primeros pasos en el teatro, que custodió la seguridad de ambas y les dió un hogar. La respuesta estaba ahí, en sus ojos, en la falta de brillo que tenían, en esa desconfianza que envolvía todo su ser.
—En algún momento tenés que enfrentarlos — sentenció con seriedad Cristina.
—Ya lo veremos — devolvió con el tono endurecido.
—No te creía tan cobarde, pensé que eras más fuerte — presionó con maldad estudiada.
—No soy cobarde, solo…
—Solo huís cada vez que podés— interrumpió—. ¿Podés ser realmente feliz así? Escapando.
—No es tu asunto— dijo poniéndose de pie.
—No, realmente no lo es, pero ¿no creés que tu propia hermana buscó enfrentar al pasado, pasado que también la incluye? No creo que Clarita sea tan tonta de hacer todo esto sin esperar que nos enteráramos en dónde se habían metido. ¿Le preguntaste a ella qué piensa sobre todo este asunto?¿Sobre huir y esconderse de todo y todos?— preguntó aun sentada en la banca de madera.
Martina la analizó con sus fríos ojos celestes y decidió no contestar, no porque no tuviera ganas de gritarle que no se meta en su vida y en sus decisiones, sino porque algo de verdad había ahí, Clara había orquestado todo esto con algún fin, ella nunca hacía nada sin un propósito, sin un objetivo claro. Tenía que hablar con su hermana.
—Cuando tengas una noche libre te invito a cenar. Mis saludos a José, decile que tienen un hijo precioso— saludó y no esperó respuesta para caminar hacia la calle, para dejar atrás a esa despampanante mujer que vigilaba al pequeño de cabellos alborotados.
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—Mañana tenés que estar a las ocho, la muestra empieza a las nueve, pero hay que ver si armaron todo como indicamos — dijo Enrique, su representante.
—Bueno. ¿Me pasás a buscar?— preguntó desinteresada mientras daba las últimas pinceladas a esa nueva obra que se plasmaba frente a sus ojos. No sabía a dónde la llevaría pincel, pero dejaría que él hablara por su alma.
En el preciso momento que aquel representante abandonaba el taller de la linda morocha, el personal de servicio golpeaba la puerta de Ramiro. El hombre, serio e imponente, abrió la puerta y escrutó a su visitante con esos ojos que infundían terror.
—¿Qué?— gruñó en lugar de saludar.
—Dejaron un mensaje para ustedes — dijo intimidado por aquel enorme hombre.
Ramiro extendió la mano y, una vez que la recibió, cerró la puerta sin siquiera despedirse. En realidad estaba tan de mal humor, tan adolorido, sintiéndose tan asqueroso, que lo único que deseaba era abrir aquella botella de whisky y beberla hasta perder la razón. Nada de aquello se concretó porque esa dirección, anotada con prolija letra redonda, lo invitaba a dejar atrás su odio, empujándolo hacia la galería apuntada allí.
Rápidamente se metió en el baño, lavó cada parte de su cuerpo, recortó su barba que comenzaba a presentar sus primeras canas, y salió de allí a paso rápido, con el ceño fruncido por la ansiedad y el corazón golpeando con fuerza.
En aquella galería, al otro lado de la calurosa ciudad, Martina comenzaba a recibir a los visitantes, que con los bolsillos llenos y las sonrisas pintadas de falsedad y soberbia, se dedicarían buena parte de la noche a beber champagne mendocina mientras analizaban una a una sus creaciones. Ella, profesional como siempre, fingía alegría al saludar a cada presente, después de todos esas personas serían las encargadas de darles de comer a ella y a Clara, las mantendrían en ese nivel de vida que se habían forjado a base de esfuerzo y noches de insomnio. Sí, saludaría a cada uno de los invitados como si su vida solo girara en torno de sus presencias.
—Mierda— masculló bajito cuando vio ingresar a Esteban, a ese infeliz con el que se arrepentía haberse enredado —.¿Vos le avisaste?— cuestionó a su representante con mal humor, sin dejar de vigilar al sujeto alto que paseaba estudiando cada rincón del lugar.
—Sabés que siempre se entera, no sé cómo, pero se entera — aseguró igual de enfadado. Si aquel sujeto llegaba a hacer una escándalo, otra vez, tendrían que suspender la exposición —. Voy a hablar con los de seguridad — dijo antes de dejarla sola, antes de que los ojos miel de ese hombre se posaran en ella, antes de que el sujeto esperara al momento justo en que su protector representante se alejara para él tomar provecho de la situación.
—Carajo — murmuró bajito en cuanto supo que iba a acercarse. Encima ella no podía huir, no cuando las personas no paraban de llegar a saludarla, a felicitarla por sus espectaculares pinturas.
Se quedó en su posición, saludando persona tras persona, sintiendo la insistente mirada de ese tipejo sobre su cuerpo, odiándose un poco más por haber tomado la estúpida desición de involucrarse con un infeliz como él.
Tragó pesado cuando Esteban comenzó a caminar en su dirección, sin dejar de observarla, retándola con la mirada a que intentara escapar.
—Al fin te puedo ver, lástima que no en los términos que me gustarían— le dijo tomando su pequeña mano y llevándosela a los labios. Bueno, si el sujeto quería que a ella se le revolvieran las tripas, estaba logrando excelentemente su cometido.
—Esteban — respondió apretando los dientes.
—¿Por qué me ignorás? Sé que me viste el otro día a la salida del teatro y no paraste a saludar. Me rompe el corazón, preciosa — dijo con fingido dolor.
—Tengo que saludar a la gente, si me disculpás— respondió intentando pasar por su lado.
—Escuchame una cosa, vos no te vas de acá hasta que no aclaremos lo nuestro — le gruñó sujetándola con fuerza de su brazo, dejando una fuerte marca roja sobre lo blanco de la piel.
—¿Lo nuestro?— preguntó y rió sin humor —. No hay lo nuestro — sentenció con el tono duro y clavando sus fríos ojos en ese despreciable sujeto.
—No te pases de viva, Martina, que acá la que tiene más que perder sos vos — amenazó, pero aquello ya no funcionaba con ella, ya no funcionaba hace años, cuando, a las malas, aprendió a no dejarse pisotear. Lamentablemente esa parte del carácter de la morocha es lo que había encantado al idiota, esa mirada desafiante, fría, carente de sentimientos, lo había vuelto completamente loco, obsesionado.
—No me jodas — susurró con odio.
—Vos no me jodas a mí. Vamos a hablar, primero, y después te llevo a tu casa — ordenó.
Martina suspiró agotada, sabía que si no accedía armaría todo un show, con insultos y llanto incluidos, tirando su imagen al piso, haciéndola quedar como un ser sin sentimientos. No, ya su representante le había dicho que aquello lo debían evitar, que nadie compraría sus obras si ella estaba envuelta en escándalos de hombres. No, ella era mujer y debía ser amable, tierna y dulce con cada ser sobre el planeta tierra. Idiotas. Todos.
—Vamos — gruñó en respuesta y comenzó a caminar hacia la salida lateral, a esa callecita poco transitada que la apartaría de la mirada del público.
—¿Qué mierda te pasa, Martina?¿No te das cuenta que actúas como una puta?— le reclamó el hombre ni bien terminó de cerrar la puerta detrás de ella y la brisa fresca le refrescaba el cuerpo.
Martina rodó los ojos y buscó un cigarrillo, si debía enfrentarlo, por lo menos buscaría algo que la calmara.
—¡No fumés! — le gritó arrebatándole el pucho —. ¡Sabés que no me gusta el sabor que te deja! — reclamó tirando el cigarrillo al piso.
—Escuchame, imbécil— gruñó apuntándole con el dedo —, dejá de joderme, dejá de meterte en mi vida. No quiero verte, no quiero que me toques, no te quiero cerca — murmuró bien bajito, apretando los dientes y conteniendo la furia que bullía en su interior.
—Vos no vas a decir cuándo nos dejamos de ver, no seas tonta ¡Yo decido cuando no quiera verte más!¡¿Entendiste?!
Y en cuanto iba a tomarla fuertemente del brazo el ruido de un encendedor, muy cerca de donde ellos se encontraban, los hizo quedarse en silencio. Ambos volvieron sus ojos a esa figura, a unos cincuenta centímetros de su posición, que prendía con total tranquilidad un cigarrillo, completamente envuelto en la oscuridad de aquella pequeña callecita.
—Yo que vos ni la toco — ordenó bien bajito una voz gruesa y ronca que Martina bien supo reconocer —. Salvo que quieras problemas — dijo aquel hombre mientras se despegaba de la pared y mostraba su imponente altura —. ¿O acaso querés problemas?— indagó corriendo la solapa de su chaqueta para dejar ver ese resplandor plateado. Sí, ese cuchillo seguro era una buena amenaza.
—¿Quién carajo sos?— preguntó Esteban en un patético intento de parecer desafiante, pero dando pequeños pasos hacia atrás para ocultarse tras la mujer.
—Te importa un carajo, solamente te vas a ir y no la vas a volver a molestar nunca, ¿entendiste?— preguntó caminando hacia ellos, dejándolos apreciar sus marcadas facciones y esos ojos brillantes de amenaza.
—Vos no me vas a decir qué hacer, porteño de mierda, volvé a Buenos Aires y dejanos en paz — intentó desafiar pero solo logró una risa tétrica de parte del otro sujeto.
—No, pibe — respondió remarcando su acento de la capital argentina —, vos vas a hacer exactamente lo que yo quiero — agregó y se acercó un paso más.
Bueno, hasta ahí llegaba la valentía del sujeto que decidió no decir más nada y se alejó de esa calle liberando insultos bajos hacia el viento.
Martina miró en dirección a Esteban y luego, lentamente, volvió sus ojos a la figura que tenía delante.
—¿Estás bien?— le preguntó Ramiro extendiéndole el pucho.
Martina lo tomó y solo asintió con la cabeza, incapaz de hallar su voz.
—Tené cuidado, tal vez la próxima no haya nadie cerca — aconsejó y se alejó a paso lento, con las manos metidas en los bolsillos en un triste intento por mantenerse controlado.
Es que si hubiese sido por él, le clavaba su cuchillo al idiota y después se dedicaba el resto de la noche a besar a la preciosa Lucía, pero no, Cristina le aconsejó calma y los años le habían enseñado a hacerle caso a su amiga.
Martina se quedó ahí, fumando con el pulso tembloroso y una extraña sensación recorriéndole el cuerpo. Al final él no había hecho nada de lo que su mente imaginó, de los miles de escenarios que proyectó en su cabeza durante todos esos años de esconderse. Al final Ramiro solo había aparecido para luego desaparecer, siendo menos real que aquel que la acechaba en las noches, que la obligaba a llorar con el alma desgarrada y el corazón destrozado. Terminó el cigarrillo y volvió al interior, volvió a fingir que aquella gente le agradaba, que sus chistes eran realmente graciosos y que no deseaba estar en su casa hundiéndose en el dolor.
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—¡Tengo una excelente noticia!— gritó su representante ingresando en el taller. Martina dejó su pincel, miró una vez más su creación a medio terminar, y se giró para ver al hombre de frente.
Sí, aquel sujeto traía realmente muy buenas noticias porque jamás mostraba una sonrisa como aquella, en realidad Martina ya dudaba que tuviera la capacidad de reír.
—Decime — dijo tomando los cigarrillos que se encontraban al lado de las pinturas, encendiendo uno y esperando tan enormes noticias que ese sujeto, regordete y bajito, que hace años manejaba todas sus ventas.
—Anoche un comprador decidió pagar por tu colección completa.
Martina dejó el pucho a unos centímetros de sus labios y abrió bien grandes sus ojos. Eso era raro, muy raro.
—¿Quién era? — indagó con curiosidad.
Bueno, el hombre no esperaba demasiado entusiasmo de su representada, pero por lo menos hubiera gritado un poco, llorado, algo por el estilo. Era mucha, mucha plata la que había hecho en una sola noche.
—No sé quién era, vino una mujer en representación del comprador — explicó.
—¿No pidió ninguna condición en especial, nada? — preguntó completamente extrañada.
—Por ahora nada, si llega a cambiar de parecer imagino que nos contactarán. Por ahora tenemos que encargarnos de empacar todo y esperar a dónde nos dicen que hay que despacharlo.
—Bueno, creo que, para festejar, nos merecemos una buena cena — dijo con esa sonrisa de costado que ya la caracterizaba—. ¿Tenés planes para hoy?— indagó dejando que la felicidad la comenzara a colmar.
—Siempre estoy libre para vos — exclamó el sujeto —. Vamos a ese restaurante de la calle principal, ese que sirve la parrillada completa— propuso.
—Dalo por hecho. ¿Me pasás a buscar?— preguntó fumando tranquila de aquel cigarrillo que no había podido disfrutar, aquel pucho que tenía el mismo sabor que el que le había dado Ramiro.
—Paso a las nueve. Ponete bien linda — bromeó antes de salir del taller.
Martina volvió la mirada a la pintura e inhaló un poco más de humo. Bueno, las formas que se iban plasmando eran extrañas y retorcidas, pero los destellos de color vibrante que comenzaban a aparecer parecían darle una nueva vida al cuadro en general. Inhaló un poco más y cerró los ojos, recordando esa mandíbula cuadrada, esos labios finos y aquellos ojos temibles. Inhaló y recordó con escalofriante precisión el olor de aquel perfume que utilizaba, sus manos rasposa y esa vibración en su pecho cuando reía. Inhaló y lo volvió a amar, y se volvió a odiar. Mejor seguir pintando.
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La noche estaba fresca, por fin esa tormenta que se acercaba había logrado descender los grados un poco, pero el aumento de humedad comenzaba a contrarrestar los efectos de la tormenta que se descargaba en alguna zona cercana a la ciudad aunque no sobre ella. Martina escuchó la bocina de su representante y salió de allí cargando una camperita liviana. Se montó al auto y dejó que él los llevara hasta ese lujoso restaurante. No, no iban solos, la esposa del sujeto y su pequeña hijita los acompañaban. Ya se había acostumbrado a aquel trío, a esa dinámica chistosa que se desarrollaba entre los integrantes de la pequeña familia.
—Hola, Miriam — saludó a la pequeña.
—Traje mi muñeca — dijo elevando a ese bebé de plástico—, papá dijo que mañana me va a comprar uno nuevo, esa que yo quería, la que viene con más vestiditos — explicó entusiasmada la pequeña que no pasaba los siete años.
—Parece que a tu papá le ha ido bien en el trabajo — bromeó mirándolo entre los asientos.
La pareja rió con ganas, sí, necesitaban ese ingreso que venía no solo para comprar juguetes, sino para realizar aquella ampliación que tanto querían.
—Voy a poder tener una cocina más grande — explicó entusiasmada la mujer y Martina frunció el entrecejo al no poder comprender de qué venía tanta alegría. Ella haría cualquier otra cosa antes que ampliar su cocina, cualquiera.
—Me alegro que sus planes tomen buenos rumbos — dijo sincera. Sí, no compartían la visión de los que las hacía felices, pero no por eso se alegraba menos por aquella familia que siempre les había abierto la puerta de su casa a ella y su hermana.
Cenaron entre risas y recuerdos, comieron el postre cargado de chocolate y, finalmente, regresaron con el alma un poquito más llena.
—Mañana vengo y terminamos de arreglar los detalles del empaque — dijo el hombre antes de que pudiera bajar.
—Te espero — aseguró y salió del vehículo.
Ingresó en aquella casa que siempre olía a palo santo, notando una pequeña lamparita prendida al lado del sillón. Se acercó y pudo ver a su hermanita allí, abrazando una carta, protegiendo aquel papel como si fuese parte de su espíritu.
Martina se acercó intentando no hacer ruido, le quitó el papel y la cubrió con una manta bien livianita. Curiosa miró aquella carta y encontró el remitente, el nombre plasmado de aquel rubio que dejaba su alma en cada presentación. Sonrió afectada, cuando habían conversado, en un café cualquiera de Corrientes, él dijo que todo estaba olvidado, que ya habían pasado demasiados años por lo que Nicolás consideraba innecesario seguir guardando rencor, menos ahora que aquella preciosa muchachita le había robado el corazón en tan solo unos cuántos días. Sí, él ya había desechado todos esos sentimientos que lo envenenaban por dentro y había continuado su vida, solo esperaba que Lucía, o Martina, o como quisiese llamarse, también logrará hacerlo, ser feliz de verdad, ser feliz y hacer que su hermana menor también lo sea. "Gracias", le había susurrado ella afectada, "gracias por liberarme de este peso", aseguró con sus ojitos brillantes. Nicolás le había sonreído con sinceridad antes de darle un corto abrazo y despedirse.
—Volviste — susurró Clara despertando.
—¿Por qué no fuiste con él?— indagó la mayor —. Vos querías ir a Buenos Aires.
—No, Marti, no podía— se excusó incorporándose del sillón.
—Mejor que no haya sido por mí— dijo colocando sus manos en la cadera, como una madre que regaña a su pequeña.
—No te iba a dejar sola — rebatió un tanto apenada.
—Nada de eso. Mañana mismo te vas a sacar un pasaje a Buenos Aires, decile a Nicolás que vas para allá, que te espere — ordenó con una sonrisa en el rostro.
Clara se levantó de un salto y tomó las manos de su hermana.
—Martu, no hace falta, me quedo, él puede venir en un tiempo…
—O lo sacás vos, o voy yo, decidí qué preferís — interrumpió aguantando la risa al ver los bonitos ojos de su hermanita abrirse —. Yo voy a estar bien, necesito un poco de soledad para entenderme también— explicó en un susurró, como si alguien pudiese escuchar aquello —. No soy tan buena, solo quiero que te vayas para quedarme sola — dijo en un tono más alto y mirándola con ese amor infinito.
—Ay, Martina, ¿en serio?— indagó entusiasmada.
—Sí, claro que sí— gritó la mayor y la atrajo a su cuerpo para envolverla en sus brazos —. Andá atrás de ese hombre que te ha hecho brillar como nadie — le susurró al oído antes de plantarle un beso en la mejilla.
Clara la apretó un poquito más y luego, corrió a su habitación para escribir aquella carta y ordenar todo. Bueno, cierto par no iba a poder pegar un ojo en toda la noche porque cuando Clara tenía sus arranques de energía nadie, jamás, podía desprenderse de esa adrenalina arrolladora que contagiaba a su paso.
Martina sonrió más amplio y guardó todo en su lugar para luego subir a ayudar a su hermana en el armado de aquel bolso, si no lo hacía seguro llevaría poca ropa, o ninguna que le sirviera para su viaje.