Podían pedirle mil cosas, lo que fuera, lo que se les ocurriera, pero jamás podían pedirle que se encargara de un pequeño de cuatro años. ¿Es que tanta energía iba a tener? Bueno, al parecer sí y ahora estaba encerrado, en un viaje de más de siete horas, con un niño pequeño a su lado, su hermano manejando y esa mujer que parecía una madre estricta más que una amiga incondicional. Ramiro lo sabía, sabía que no podía manejar en el estado de ansiedad que se encontraba, pero nunca sospechó que toda la familia de su hermano se subiera a un auto con él y lo obligaran a viajar en el asiento de atrás. “Si a vos te gusta tener chofer”, le dijo Cristina antes de sentarse en el asiento del copiloto mientras que la ronca risa de José le llegaba desde dentro.
—Basta, Cristina, amo mucho a mi ahijado, pero no puedo más — regañó ofuscado cuando el pequeño lo golpeó en la cabeza con un juguete.
—Bueno, bueno, cambiemos de lugar — dijo entre risas y su esposo se detuvo al costado del camino.
Aprovecharon unos minutos de descanso antes de volver a subirse a ese vehículo del infierno que los estaba asando lentamente, en cualquier momento podían cortarse un poco de carne y comer unos deliciosos sánguches.
—¿Nervioso? — susurró José viendo por el retrovisor a su esposa acunar al niño hasta lograrlo hacer dormir.
—Algo — respondió escueto mirando por la ventana. No, no iba a confesarle que se moría de ansiedad, que los nervios le comían el estómago y no le dejaban respirar.
—Todo va a salir bien, tranquilo — alentó su hermano poniendo una mano firme sobre la rodilla del castaño.
Sí, José estaba más que agradecido con ese tipo que iba enfadado a su lado, no solo por proteger a Cristina, no solo por cuidarla cuando él se había comportado como un imbécil, sino porque gracias a él hoy tenía esa preciosa familia, tenía a ese niño que dormía entre los brazos de la mujer que amaba. Lo tenía todo, y por eso seguiría a Ramiro hasta el mismísimo infierno.
—¿Cuánto falta? — preguntó cuando la ansiedad lo estaba por engullir completamente.
—Unos veinte kilómetros y estamos — dijo Jose y siguió tan taciturno como siempre. Ramiro agradecía aquello y a veces se preguntaba cómo es que Cristina, que hablaba hasta con las piedras, soportaba el eterno estado de silencio de su esposo. Bueno, tal vez ella lo compensaba hablando por los dos.
A lo lejos vieron el contorno de los edificios modestos de aquella ciudad, tan diferente a Buenos Aires, tan ajena a ellos. Ramiro respiró profundo. El momento se acercaba.
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Vitali los esperaba en la recepción del hotel, estaba prolijamente peinado y con su camisa blanca impecable metida dentro de aquellos pantalones negros. Se notaba recién afeitado y su aroma dejaba en claro que ya se había bañado. Ramiro, en cambio, parecía cansado y enojado, su pelo era un desastre y su olor peor, pero nada importaba, igual se fundieron en un cálido abrazo.
—Ramiro— dijo el italiano palmeando su espalda con fuerza.
—¿Cómo va todo por acá? — indagó el otro despegándose de su primo —. Estás elegante — bromeó.
—Me junto con Clara en una hora, a desayunar — reveló directamente.
—¿Clara la hermana…
—La misma — respondió aunque su primo no terminó de formular la pregunta.
—¿Y para qué? — indagó con un nudo en la garganta.
—Al parecer Martina no está acá — explicó mientras obligaba a su primo a caminar hacia el lugar en el que servían el desayuno, mientras observaba, por la enorme ventana del hotel, a Cristina con su famila bajar del vehículo y darle indicaciones al botones que los recibía —, pero Clara sí, ella me dijo de reunirnos y me aclaró, que si vos querés, también te recibe en el teatro, solo habría que avisarle si vas — explicó tomando asiento enfrente de su primo en una de esas pequeñas mesitas de café.
—¿No está? — susurró impactado.
—Fueron más vivas que nosotros. Clara hizo todo esto para que, por fin, las encontráramos, pero, al parecer, Martina no está tan feliz con la idea y se fue.
—¿Por qué planeó esto? — indagó apoyando su cansado cuerpo en esa diminuta silla.
—Ni idea, y no sé si me lo vaya a decir — declaró con firmeza al mismo tiempo que ubicaba la enorme servilleta blanca sobre su regazo —, pero que ella quería esto es seguro.
—Mierda. ¿No la vamos a poder ver entonces? — preguntó haciendo lugar para que el mozo le sirviera un poco de café.
—No sé cuándo vuelve, no pude hablar mucho con Clara ayer, justo llegó Nicolás y no me dijo más nada.
—Bueno — se resignó —, decile que esta tarde, como a las seis, voy al teatro, ¿puede ser? — preguntó sin mirarlo, concentrado en revolver ese oscuro café, intentado disimular su decepción por aquella noticia.
—Yo le aviso, vos tranquilo y aprovechá para descansar que tenés cara de haber tenido un viaje de mierda.
—Marquitos es inquieto — afirmó.
En ese preciso momento la feliz familia se les unió al desayuno, contando anécdotas del viaje, despejando un poco sus mentes de la situación que los tenía a todos reunidos ahí, en ese hotel, en esa provincia del calor y el chamamé, en ese espacio que parecía aplastarlos.
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Despertó con esos fuertes brazos envolviéndola y sonrió. Sí, la cena había sido buena, demasiado buena. Se giró y lo miró dormir. Era realmente precioso, hermoso, perfecto. Lo acarició con suavidad para que despertara, ella debía volver a casa y él parecía no querer soltarla.
—Un rato más — se quejó con la voz ronca mientras la pegaba un poquito más contra su cuerpo.
—Tengo que ir al desayuno con Vitali — explicó entre risas —, y me gustaría cambiarme antes.
Nicolás abrió un solo ojo y la miró. ¡Dios, era hermosa!
—¿De qué viene tanta cosa con el italiano? — preguntó comenzando a incorporarse, dejando al descubierto su espalda en donde se marcaban sus músculos con fuerza. Clara tragó pesado y se volvió a concentrar en la charla.
—Quiero saber qué pasó con Martina, por qué nos fuimos así, por qué los evita, todo, pero ella no me dice nada, asique le tendré que preguntar a la otra parte.
—¿Y tu hermana no se va a enojar? — indagó girando para abrazarla y acomodarla entre sus piernas. Ese olor a frutos rojos que desprendía se convirtió rápidamente en su favorito.
—No sé, pero allá ella, no me quiso contar asique no se puede enojar porque busque la información por otro lado — declaró segura y le regaló un piquito en los labios.
—¿Y si es algo realmente malo? — preguntó preocupado.
—Ya no soy una niña de ocho años, me puedo cuidar, puedo superar las cosas malas — afirmó.
—Bueno, pero si necesitás con quién hablar, si necesitás apoyo…
—Gracias — sonrió comprendiendo el ofrecimiento y lo volvió a besar, esta vez con más ganas, esta vez dejando que su lengua se enredara con la de él, que explore cada rincón de su cálida boca, hasta sentirse completamente saciada, o hasta sentir esa erección contra su pierna —. Me tengo que ir — dijo contra sus labios.
—Va a ser rápido, lo juro — dijo y la acostó en el cómodo colchón, subiendo su cuerpo sobre el de ella, dejando un camino de besos que cubrieron cada parte de piel desde el cuello hasta sus senos pequeños y llenos. Engulló con hambre uno de sus pezones y se deleitó con ese gemido bajo, siguió su camino hacia el otro y repitió el acto, obteniendo la misma preciosa respuesta. Se dejó llevar en cuanto su m*****o se sintió arropado por aquella calidez que lo encantaba. Se movió con maestría sobre esa muchacha que parecía hecha de miel y fuego. Se meció sobre ella hasta que ambos llegaron al cielo y explotaron en un orgasmo que los dejó saciados.
—Ahora sí me voy — dijo ella debajo del enorme cuerpo del rubio.
—Te espero a la noche — respondió antes de besarla rápido en los labios y desprenderse de ella, de abandonar su cómodo lugar en donde todo era perfecto.
—¿Cenamos acá o querés ir a mi casa?
Nicolás hizo un extraño gesto con los labios. Sabía que tenía que hablar con Lucía, o Martina, ya no sabía bien cómo llamarla, pero no tenía ánimos para hacer aquello, solo quería disfrutar del poco tiempo que le quedaba al lado de Clara. Mierda, ¿cómo se iba a ir ahora que la había probado hasta la saciedad?¿Cómo se iba a desprender de esa piel perfecta y suave?¿Cómo dejaría atrás esos recuerdos?
—Mejor acá — respondió finalmente, después se hundiría en la desesperación que comenzaba a ocupar todo en su cabeza, después.
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Lo vio en esa pequeña mesita del café y suspiró. Bien, si lo que le tenía que decir era malo, mejor se preparaba.
—Hola — dijo tomando asiento frente a Vitali.
—Buen día — respondió bebiendo de su taza de café —. No pedí nada para vos porque no sé qué cosas te gustan — reveló analizándola con sus oscuros ojos. Es verdad que Clara y Martina no se parecían en nada, pero había un algo, un no sé qué, que lo hacía recordar constantemente a la mayor. Anhelaba tenerla allí, anheló poder acariciarle la mano y oler su perfume, pero no estaba, en cambio debía enfrentarse a la menor de las medocinas, a esa mirada desafiante que lo analizaba de la misma forma que él lo hacía con ella. Suspiró, era momento de comenzar.
—Supongo que tu hermana nunca te explicó — dijo en tono resignado una vez que el mozo se fue con el pedido de la muchacha anotado en su pequeña libreta. Clara negó con la cabeza, no sabía a qué se refería pero Martina jamás le explicó nada de nada —. Yo, yo soy la razón por la que tu padre murió — afirmó y clavó sus ojos suplicantes de perdón en esa jovencita que palidecía de a poco.
—¿Cómo? — solo pudo articular casi sin voz.
—Dejame que te explique todo y después podés odiarme igual que lo hace tu hermana — pidió y Clara solo asintió lentamente. Era el momento.
La expresión de Clara fue descomponiéndose a medida que el relato de aquel italiano avanzaba, a medida que la crueldad de su padre se hizo tangible en la piel. Escuchó atenta cada palabra que salía de manera susurrada y calma de la boca del italiano. Pudo notar su dolor, dolor que no comprendía, al relatarle cada detalle que lo llevó hasta aquella fatídica noche, cada verdad confesada en esa habitación mientras el alcohol y el sueño lo alejaban de este mundo. Clara no lloró, jamás lloraría por su padre, por aquel sujeto que pretendía regalar a su hija, a aquella que la cuidó a falta de una madre, no lloraría por ese hombre que había hecho infinitas distinciones entre sus hijas y, finalmente, había dado el golpe final. No, no era feliz sabiendo que ya no estaba en este mundo, él debería estar ahí, pagando por cada cosa que hizo, por cada vez que le recriminó a Martina por no cuidar bien de ella siendo que era él quien debía encargarse de aquello. No, su padre no debió morir, debió enfrentarlas, debió hacerse cargo de la verdad.
—¿Estás bien? — preguntó Vitali al verla levantarse de su silla, sin decir una palabra, sin siquiera mirarlo, con sus ojos clavados más allá de ese café, más allá de aquel momento.
No dijo mucho más, o no lo recordaba, solo sentía el piso bajo sus pies y el aire húmedo, caliente, espeso, golpeando su rostro. Caminó, casi corrió, hasta su casa, hasta ese pequeño hogar que habían construido con amor y esfuerzo. Abrió como si todo lo bueno del mundo se ocultara dentro, sintiendo esa necesidad de encontrarla. Empujó la puerta del patio y luego la de aquel taller. La vio, pintando como siempre, tarareando alguna canción que no conocía. Corrió directamente hacia ella para envolverla con sus finos brazos, para apretarla contra su cuerpo, corrió para dejar salir esas lágrimas y llorar el dolor de su hermana. Corrió porque ella, solo ella, era su heroína.
—¿Qué pasa?— preguntó Martina asustada, sin poder girarse para ver de frente a su hermanita que se apretaba con fuerza contra su espalda.
—Ahora todo está bien — sollozó la menor —. Ahora todo está bien — repitió en un suspiro profundo.
“Ahora todo está bien” replicó en su cabeza. Ya no había padres malvados ni hombres que las persiguieran, ya no había que ocultarse ni fingir algo que no eran, ya no, ahora todo estaba bien.