Teatro lleno. Así se presentó Nicolás, a teatro lleno. El rubio tragó los nervios y subió al escenario con su sonrisa encantadora que hacía delirar a más de uno de los presentes. Sí, no solo era talentoso, sino bastante guapo, tanto que Clara tuvo que reforzar las medidas de seguridad por la cantidad de fans que intentaron colarse al camerino del cantante.
—La próxima vez te voy a cobrar más solo por la seguridad — bromeó Clara y Nicolás rió mientras intentaba beber algo de agua.
—Se alocaron, ¿eh?
—Bastante — sentenció y volvieron a reír manteniéndose la mirada, clavando sus ojos en el otro, en esa otra persona que dejaba colar un tanto de algo, otro poco de aquello.
Cuando el aire se espesó a su alrededor, cuando necesitaron recordar que debían respirar, decidieron apartar las miradas.
—Bueno, mañana a la noche es la última presentación — dijo la mujer intentando dispersar ese ambiente extraño y delicioso que se había creado alrededor de ellos.
—El último y vuelvo a Buenos Aires a descansar cuatro días y ya salgo para el oeste — afirmó.
—A Buenos Aires — susurró ella con algo dando vueltas en su cabeza.
—¿Has vuelto allá? — indagó realmente curioso. La intimidad de los camerinos les daba la tranquilidad de hablar sin estar revisando su entorno continuamente, algo que, no sabían, por qué lo hacían si solo conversaban sobre temas laborales.
—No. Ni a Mendoza — dijo con algo de pesar.
—No te digo a Mendoza, pero si querés ir a Buenos Aires mi casa está con las puertas abiertas.
—Gracias, me alegra saber que no le pasó nada con aquel bombardeo— respondió con una sonrisa suave que dejaba filtrarun poco de genuina preocupación, es que en 1955 las fuerzas armadas habían bombardeado la capital argentina, buscando hacerse del poder político nacional y, comenzando así, lo que se llamó, tiempo después, la década infame, década que ellos atravesaban en ese preciso momento, década de convulsión social y política, década que era la antesala de una etapa peor, más oscura para la historia argentina.
—Por suerte toda mi familia estuvo a buen resguardo. Clara — llamó con ternura —¿Qué es lo que pasó? ¿Por qué se fueron así?— indagó el rubio frunciendo el entrecejo acercándose unos cuantos pasitos, aguantando las ganas de acariciarle las mejillas.
—Mejor no… No ha sido… No…
Y no pudo terminar de hablar porque el suave golpe en la puerta los arrancó de aquella cómoda burbuja de felicidad.
Clara caminó hacia la entrada y abrió sin preguntar, sin consultar de quién se trataba.
Martina, con las manos apretadas y esos ojitos que hace años no reflejaban ningún sentimiento, se encontraba allí, parada frente a su hermanita que cubría con su cuerpo el de aquel rubio ubicado unos cuantos pasos más allá.
—Martina — susurró la menor de las hermanas sintiendo su corazón dispararse con rapidez y dolor. Carajo, que ellos no volvieran a sentirse atraídos. “Por favor Dios”, pidió inconscientemente, sin saber por qué le dolía tanto imaginar un escenario en el que aquel par volviera a estar juntos, frente a su nariz. No, por favor, no quería ver aquello.
—¿Martina? — preguntó un tanto confundido Nicolás.
—Yo… Sí, pasaron bastante cosas — susurró la morocha —. Yo… ¿Podemos hablar? — preguntó sin despegar su mirada del hombre que cambiaba constantemente entre las hermanas, intentando procesar, organizar, interpretar, aquellos sentimientos que se arremolinaban en su pecho.
—¿Ahora? — indagó él un poco contrariado, no estaba seguro por qué, pero se sentía culpable de desplazar a la menor de las mendocinas solo para atender ciertos asuntos con la primogénita de aquella familia.
—No… Cuando quieras, no hace falta que ya mismo — respondió Martina estrujando sus manos con evidente nerviosismo.
—Mañana — afirmó Nicolás —. Mañana a la tarde, antes del show podemos hablar — indicó con su voz demasiado distante, demasiado seria.
—Bien. Gracias y… Fue un buen espectáculo — halagó la morocha elevando su precioso rostro para mirar a aquel hombre, al único que merecía una verdadera disculpa por el comportamiento que había tenido con él hace tantos años. Nicolás, solo Nicolás, recibiría un “lo siento tanto” por parte de aquella mujer que había perdido ese brillo en sus ojos, esa dulzura en su mirar, ese pedacito de su alma.
—Clara — llamó el rubio antes que ambas hermanas abandonaran el camerino. La muchacha se giró sobre su eje para contemplarlo con las mejillas encendidas de emoción. Sí, no quería irse, quería conservar, aunque sea, unos minutos más de recuerdos al lado de aquel hermoso cantante.
—¿Si? — indagó sabiendo que su hermana estaba a su lado, aguardando también por una respuesta que no era para ella, que no la involucraba en nada.
—¿Ya cenaste? — preguntó el hombre ignorando por completo la presencia de Martina, centrando toda su atención en aquella pequeña mujer que, increíblemente, estaba aún más sonrojada.
—N-no — balbuceó adorablemente.
—Me voy a casa. Ten cuidado — susurró Martina intentando dejar a aquel par, sintiendo extraños revuelos en la boca del estómago.
—Pero…
—No te preocupes — insistió la morocha a su hermana menor. Mejor salir de allí, mejor alejarse de Nicolás, mejor llevarse consigo ese aura horrible y sucio que siempre la acompañaba.
—¿Vamos? — preguntó el rubio con una sonrisa deslumbrante y cambiando rápidamente el aire del lugar, parecía que el solo hecho de ya no tener a la mayor de las hermanas delante le había devuelto la vitalidad, esa energía preciosa y limpia que lo acompañaba en cada paso de su vida, que atrapaba a cada persona a su lado, que lo impulsaba a la cima en su carrera.
—Vamos — aseguró Clara y salió en busca de su abrigo, dispuesta, feliz, encantada, por aquella invitación deslizada a último momento.
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Años atrás una anciana, de piel cuajada por el sol y manos arrugadas y rasposas se detuvo junto a un oscuro perro, observó el pequeño bulto entre las patas del animal y, con algo de dificultad, se agachó hasta alcanzarlo. Movió esas mantas cubiertas de un suave olor, y abrió sus marrones ojos por la sorpresa. Ese bebito, de no más de un mes de nacido, se retorcía en silencio, como intentando ocultar su presencia. Con cuidado tomó al pequeño entre sus brazos y se deleitó con el potente llanto del niño.
Bueno, estaba segura que su hijo no iba a tomar a bien aquel arrebato de amor, pero no era capaz de mirar hacia otro lado, no cuando el pequeño le tomó su dedo con su manito, como rogando, implorando, que no lo abandonara, que cuidara de él como no lo habían hecho aquellos adultos que lo dejaron allí, junto a un perro lleno de pulgas que le prestó un ratito de su calor.
La anciana, a paso lento, volvió a su casa, custodiada por aquel perro que jamás abandonaría al pequeño, que siempre lo cuidaría de cada mal.
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Se detuvo en la entrada de aquel teatro y miró hacia arriba. Un suspiro cargado de mil sentimientos salió sin siquiera lo pensara. Sí, ya estaba ahí, ya estaba a unos pasos, a unos instantes de enfrentarla.
—¿Puedo ayudarlo? — Una voz suave y dulce lo devolvió a esa vereda, al calor de Enero, al mundo pegajoso.
—¿Este teatro le pertenece a unas hermanas mendocinas? — indagó dejando salir ese acento italiano que jamás lo abandonaría, que nunca dejaría de ser parte de él por más años que viviera en Argentina.
—Sí. ¿Las conoce? — preguntó la muchacha con sus ojitos miel analizando a ese enorme hombre que tenía delante.
—Algo — contestó escuetamente —. ¿Me podría decir si se encuentran ahora?
Estella volvió a mirar al sujeto. Bueno, debía admitir que era imponente y hermoso, que esos oscuros cabellos un tanto desarreglados y esa suave barba, lo hacían parecer algo salvaje. Tampoco pudo la muchacha, ignorar el delicioso perfume que desprendía de sus pulcras prendas, ni mucho menos esos ojos profundos y oscuros que aguardaban con ansiedad una respuesta.
—La señorita Clara llega más tarde.
—¿Y Martina? — preguntó con ansiedad.
—Ella no viene casi nunca, además creo que hoy salía de la ciudad, no lo sé con precisión — explicó realmente ignorante a la mentira que la mayor de las mendocinas había deslizado a propósito, adelantando una posible visita de seres que ya no quería ver, de personas que intentaba dejar atrás.
Sí, Martina no estaba segura de que aquellos bonaerenses llegaran a por ella, pero los años le enseñaron a ser prudente y adelantar unos cuantos pasos a cualquiera que la quisiera dañar a ella o a su pequeña hermana, porque sí, Clara podría tener ochenta años, pero sería por siempre su hermanita.
—Bien — susurró sintiéndose un tanto desanimado —. ¿A qué hora podré encontrar a Clara? — preguntó clavando sus oscuros ojos en esa bonita mujer.
—Después de las cinco de la tarde. Generalmente llega para terminar de organizar las presentaciones de la noche. ¿Quiere que le diga algo?
—No, no se preocupe, gracias — respondió y antes de irse volvió sobre sus talones para enfrentar a la muchacha —. ¿Nicolás aún está presentándose acá?— indagó señalando un cartel enorme con la figura del hombre plasmada en él.
—Hoy es su último show, pero las entradas se han agotado — explicó dejando ver su sonrisa estudiada.
—Bueno. Muchas gracias — respondió colocando sus manos en los bolsillos y alejándose a paso lento.
Mierda que estaba cansado, había manejado toda la noche para llegar bien temprano en la mañana a Corrientes. Ramiro le había dicho que llegaría cerca del mediodía ya que demoró unas cuantas horas en salir debido a que necesitaba dejar arreglado sus asuntos en la capital argentina.
—Creo que se va a ocultar — susurró al aire mientras elevaba sus ojos al cielo.
Seguramente no la iban a poder ver cara a cara con demasiada facilidad, pero no perdería la esperanza, hasta no tenerla frente a él, hasta no poder volver a contemplar esos ojitos preciosos, hasta no poder respirar de su mismo aire, no se iba a dar por vencido.