Hilda probó las dulces virtudes de Herick, como si fueran los frutos más exquisitos del jardín del Edén. Sus besos eran como la melodía suave de una sinfonía celestial, acariciando su alma con una dulzura embriagadora. Los fuertes brazos de él la envolvieron con una firmeza delicada, como si quisiera protegerla del mundo exterior y al mismo tiempo reclamarla como suya. Al principio, el ósculo fue como un susurro en la brisa, suave y lento, explorando cada rincón con ternura y devoción. Pero a medida que pasaban los segundos, el ritmo aumentaba, como el crepitar del fuego avivado por el viento. Los labios de Herick danzaban con los de suyos en un baile apasionado. Cada movimiento despertando un deleite más profundo en sus corazones entrelazados. Desde hace mucho que algo que la hacía perder