CAPÍTULO DOS
Luanda luchaba y daba golpes, mientras Rómulo la llevaba cargando en sus brazos; cada paso la llevaba más lejos de su patria, mientras cruzaban el puente. Ella gritaba y se agitaba, le clavaba las uñas en la piel, hacía todo lo posible por liberarse. Pero los brazos de él eran demasiado musculosos, sus hombros demasiado amplios y la tenía abrazada con tanta fuerza como un pitón, apretándola hasta morir. Ella apenas podía respirar, las costillas le dolían demasiado.
A pesar de todo eso, no era por ella por quien estaba más preocupada. Ella miró hacia delante y vio al otro extremo del puente, un vasto mar de soldados del Imperio, allí de pie, con las armas en ristre, esperando. Todos estaban muy ansiosos por ver el Escudo desactivado, para que pudieran pasar corriendo por el puente. Luanda echó un vistazo y vio el extraño manto que Rómulo tenía puesto, vibraba y brillaba mientras la cargaba, y ella presintió que, de alguna manera, ella era la clave para que él desactivara el Escudo. Debía de tener algo que ver con ella. ¿Por qué otro motivo la habría secuestrado?
Luanda sintió una renovada determinación: tenía que liberarse —no solo por ella, sino por su reino, por su pueblo. Cuando Rómulo desactivara el Escudo, esos miles de hombres que lo esperaban, pasarían al otro lado, una enorme horda de soldados del Imperio y, como langostas, descenderían hacia el Anillo. Destruirían lo que quedaba de su patria para siempre, y ella no podía permitir que eso ocurriera.
Luanda odiaba a Rómulo con todas sus fuerzas; odiaba a todos los del Imperio, y a Andrónico más que a nadie. Se levantó un vendaval y ella sintió el frío viento contra su cabeza calva, y refunfuñó al recordar su cabeza rapada, su humillación a manos de estas bestias. Mataría a todos y cada uno de ellos, si podía.
Cuando Rómulo la había liberado de las a******s del campamento de Andrónico, Luanda pensó primero que la estaba salvando de un destino horrible, que la estaba salvando de desfilar como si fuera un animal, en el Imperio de Andrónico. Pero Rómulo resultó ser incluso peor que Andrónico. Estaba segura de que en cuanto cruzaran el puente, él la mataría —si no la torturaba primero. Tenía que encontrar alguna manera de escapar.
Rómulo se inclinó y le habló al oído, con un sonido profundo y gutural que le dejó los pelos de punta.
—No falta mucho tiempo, querida —dijo él.
Tenía que pensar rápido. Luanda no era ninguna esclava; ella era la hija primogénita de un rey. Por ella corría sangre real, la sangre de los guerreros, y no le temía a nadie. Ella haría cualquier cosa que tuviera que hacer para luchar contra cualquier adversario; incluso alguien tan grotesco y poderoso como Rómulo.
Luanda reunió todas las fuerzas que le quedaban y, con un rápido movimiento, estiró el cuello, se inclinó hacia delante y hundió los dientes en la garganta de Rómulo. Lo mordió con todas sus fuerzas y apretó más y más fuerte, hasta que su sangre le salpicó la cara y él gritó, soltándola.
Luanda se puso rápidamente de rodillas, se dio la vuelta y se marchó, corriendo a toda velocidad por el puente hacia su patria.
Escuchó los pasos de él, echándosele encima. Era mucho más rápido de lo que ella había imaginado y, al mirar hacia atrás, ella vio que se le estaba echando encima con una mirada de rabia.
Miró hacia delante y vio la tierra firme del Anillo ante ella, a solo seis metros de distancia, y corrió aún más.
A solo unos pasos de distancia, de repente, Luanda sintió un dolor horrible en la columna, cuando Rómulo se abalanzó y le clavó el codo en la espalda. Sintió como si él la hubiese aplastado, mientras se derrumbaba, de bruces sobre la tierra.
Un momento después, Rómulo estaba encima de ella. Le dio la vuelta y le golpeó en la cara. Le pegó con tanta fuerza, que todo su cuerpo giró y volvió a caer en la tierra. El dolor resonó a lo largo de su mandíbula, por toda su cara, mientras estaba allí tirada, apenas consciente.
Luanda sintió que era izada por lo alto, por encima de la cabeza de Rómulo, y vio con terror que corría hacia el borde del puente, preparándose para lanzarla. Él gritó mientras al llegar allí, sosteniéndola en alto, preparándose para arrojarla.
Luanda miró hacia la pendiente empinada y supo que su vida estaba a punto de terminar.
Pero Rómulo la mantuvo allí, inmóvil, en el precipicio, con los brazos temblorosos y, al parecer, lo pensó mejor. Mientras su vida pendía de un hilo, parecía que Rómulo debatía. Evidentemente, él quería arrojarla sobre el borde en su ataque de furia —pero no podía. La necesitaba para cumplir su propósito.
Finalmente, la bajó y la envolvió con los brazos, apretándola casi hasta matarla. Entonces él se apresuró a través del Cañón, dirigiéndose hacia su gente.
Esta vez, Luanda quedó colgada ahí, sin fuerzas, aturdida por el dolor, no podía hacer nada más. Ella lo había intentado… y había fallado. Ahora lo único que podía hacer era ver venir su destino, paso a paso, mientras era llevada al otro lado del Cañón, mientras remolinos de niebla se levantaban y la envolvían, para después desaparecer con la misma rapidez. Luanda sentía como si la llevaran a otro planeta, a un lugar del que nunca volvería.
Finalmente, llegaron al otro lado del Cañón, y cuando Rómulo dio su paso final, el manto que llevaba alrededor de los hombros vibró con un gran ruido, y con un brillo rojo luminiscente. Rómulo dejó caer a Luanda en el suelo, como si fuera una patata vieja, y ella se dio un fuerte golpe contra el suelo, se golpeó la cabeza y se quedó ahí tirada.
Los soldados de Rómulo estaban ahí, en el borde del puente, mirando fijamente, todos con un miedo evidente de dar un paso hacia delante y comprobar si efectivamente el Escudo se había desactivado.
Rómulo, harto, agarró a un soldado, lo levantó en alto y lo lanzó hacia el puente, al muro invisible que alguna vez fue el Escudo. El soldado levantó las manos y gritó, preparándose para una muerte segura, mientras esperaba desintegrarse.
Pero esta vez, sucedió algo diferente. El soldado salió volando por el aire, cayó sobre el puente y rodó y rodó. La multitud miraba en silencio mientras seguía rodando hasta detenerse —vivo.
El soldado se volvió, se incorporó y los miró a todos ellos, más atónito que ninguno. Lo había logrado. Que solo podía significar una cosa: el Escudo se había desactivado.
El ejército de Rómulo soltó un gran rugido y, al unísono, todos fueron a la carga. Se arremolinaron sobre él, corriendo hacia el Anillo. Luanda se encogió de miedo, tratando de apartarse del camino, mientras todos pasaban en estampida ante ella, como una manada de elefantes, rumbo a su patria. Ella miraba con temor.
Su país, como ella lo había conocido, estaba acabado.