Capítulo Tres: Cambios.

2567 Words
No podía creer lo que sus ojos veían, ahí estaba Henrich, su querido hermano menor, quien con tan solo una mirada lograba calmarla desde siempre. Sin poder refrenar su deseo de encontrarse con él, dejó lo que estaba haciendo para ir tras su persona y tocar su espalda, dándole así una grata sorpresa. Cuando el chico volteó, sus orbes no podían estar más abiertas, parecía genuinamente sorprendido. El chico de castaños y rizados cabellos le sonrió abiertamente, acercándose a ella para abrazarla al momento, se le notaba feliz. —¡Marina! ¿Qué haces aquí? No esperaba verte lejos de casa, mucho menos en un lugar como este—. —Pero Henrich ¡Te escribí hace una semana! En la carta te conté sobre lo que me hizo venir aquí ¿Acaso no la recibiste?—. —Hermanita, hace más de un mes que no vivo en la hacienda, vine a este pueblo en busca de una vida mejor, no podía quedarme un día más en el campo, no es para mí—. —¿Cómo es que llegaste aquí? No paso a creer que sea una coincidencia—. —Por favor, debes creerme, vine aquí por razones de un contrato, hay un trabajo ideal para mí en el hipódromo, ya sabes cuánto amo las competencias. Seré un buen jinete ¡Ya verás!—. —Pero si te he visto cargar paquetes ¿Cómo podrías trabajar en el hipódromo?—. —Les ayudo con la mercancía, pero ya verás que en cuanto me vean encima de un caballo se quedarán atónitos—. —Atónitos del susto, probablemente— se burló un poco la mayor de los dos. —Te demostraré que puedo hacerlo, hermanita, solo espera— contestó decidido el chico. —No hace falta que me lo jures, Henrich, te creo—. —Te extrañé mucho, hermanita ¿Dónde está mi preciosa sobrina?—. —Sobre eso quería hablarte... Algo muy malo ha sucedido con Alejo, hemos huido, pero Nadín no está conmigo. Ven, que te cuento mejor— con esto, le guio más allá de la cuadra donde trabajaba, situándolos a ambos cerca de un almacén que vendía textiles. Pasada media hora donde puso al día a su hermano, ambos estaban blancos como un papel, con los ánimos por el suelo debido a lo acontecido. —Me temo, hermanita, que no podré cumplir mi cometido de ser un jinete famoso, después de todo, debo proteger tu identidad y tu paradero. No sabes cuánto lo siento, pero recuperaremos a la pequeña, tú tranquila—. —Rich, puedes hacer lo que quieras, sabes que es así, nadie debe saber quien soy en este pueblo—. —¿Cómo sabes que nadie te reconoce? ¿Es que nadie te ha seguido?—. —Simplemente lo sé, debes confiar en mí—. —En ti confío, en el resto del mundo no. Mamá debe saberlo cuanto antes—. —Llevas razón, también le he escrito hace un par de días, no creo que tarde más en responder, de verdad que no quiero alterarla, pero la necesito conmigo—. —Pierde cuidado, Mar, encontraremos la solución a esto—. —Eso espero...—. Luego de esto, Henrich le informó dónde se estaba quedando, era un lugar pequeño cerca del hipódromo, una pequeña posada donde le atendían bastante bien, dijo que le daban las tres comidas diarias, y aunque se las perdiera, siempre las dejaban ahí para él. Meliza sonrió bastante más tranquila al saber que ahora contaba con su hermano en cualquier momento que lo necesitara. Lo único que le dejó claro es que debían fingir no conocerse, mucho menos ser parientes. Ambos accedieron a esto, pues era una buena forma de mantener el anonimato, sin embargo, Henrich mantendría su nombre real. Su hermano menor siempre había sido su motor, la fuente de su ánimo y motivación hasta que llegó Nadín a su vida. Cuando tuvo que casarse por conveniencia con aquel hombre, el chico intentó hacer a su madre entrar en razón, pero no lo logró. Era consciente de que su madre lo había hecho por el bien de todos, en especial el suyo propio, para que tuviera una mejor vida, pero no se dio cuenta de que en realidad le había llevado directo a su infierno personal. Si ella hubiera sabido la tormentosa vida que le brindaba ese hombre, jamás le habría dejado siquiera cruzar palabra con él. En situaciones así era cuando se veía claramente cómo el dinero influenciaba la vida de la mayoría de las personas, el tan asqueroso y ansiado dinero, que no solo brindaba poder social, sino la facilidad de manejar y utilizar a las personas de bajos recursos o menores rangos, explotándolas a su gusto. Quien quiera que haya inventado ese sistema estaba desquiciado, y aunque la mayor parte del tiempo funcionara, no garantizaba que todos tendrían las mismas oportunidades de adquisición, lo que es un acto salido del más puro egoísmo. Si bien, su familia había sido feliz durante un buen tiempo, cuando su padre les abandonó hacía ya muchos años, habían perdido el norte, sin saber muy bien qué hacer para mantenerse con vida. Su madre tuvo que hacerse cargo de una pequeña granja que solo producía leche de dos vacas y algunos huevos de las gallinas más viejas que eran las que quedaban. Fue duro crecer así y obtener una educación de calidad, por lo que apenas sabía leer y escribir, pero se defendía muy bien, ya que le ponía énfasis a todo lo que hacía y cuando tenía tiempo se disponía a leer aunque fueran los diarios que encontrara tirados o los que había siempre en el piso de los La Sallei. Como servidumbre tampoco es que tuviera mucha libertad para hacer otra cosa que no fuera sus labores, pero ella encontraba el tiempo. Muy en su fuero interno, le apasionaba la lectura, había una parte de sí que se volvía loca por leer e imaginar cosas distintas a lo que estaba viviendo, viajar a otros mundos con los pies en la tierra. Marina, o Meliza, era una chica indudablemente bella, pero también inteligente y crítica, y aunque fuera una chica bastante delgada, poseía una fuerza enorme, nadie dudaba en cuanto veían sus brazos bien tonificados en que era apta para cualquier trabajo. Luchaba día a día por lo que le correspondía, eso era de admirar. Junto a Clarisa, formaban una especie de mujeres muy peculiares y difíciles de hallar, las ideales para cualquiera. Le hubiera gustado acompañar a Henrich hasta la posada alguna vez, pero no podía seguir gastando mucho más tiempo fuera del piso de los La Sallei, pues había salido en busca de agua para terminar de fregar el suelo. Si la pillaban hablando con un desconocido era probable que pensaran que la estaba cortejando, o algo parecido, y no podía arriesgarse tanto. De inmediato separaron sus caminos, quedando en encontrarse al siguiente día a la misma hora y en el mismo lugar, Meliza no cabía de la emoción. La chica se dirigió hasta el edificio donde trabajaba luego de pasar por la fuente a terminar de surtir agua. Cuando subió con la cubeta, Camille le esperaba para jugar, por lo que pospuso un momento la limpieza del salón. Jugó por un rato con ella a la casa de las muñecas, teniendo una aventura de princesas arriesgadas y valientes. Camille era un amor, tenía una larga cabellera castaña con reflejos dorados, siendo sus cabellos un poco rizados, con apenas ondas. Siempre iba vestida y arreglada como una muñequita de porcelana y tenía unos ojos tan claros que iluminaban su día. Cada vez que sonreía podía asegurar que le hacía feliz, así que trataba de hacerla reír tanto como pudiera, pues su madre no solía jugar con ella, todo lo que hacía era reprenderla sin razón y despreciarla a más no poder. Seguramente pensarían que el servicio no se daría cuenta, pero Meliza, que era una chica bastante sensible, siempre estaba atenta a las emociones de todas las personas que le rodeaban, en especial los niños, la conexión que compartía con los más pequeños era envidiable para cualquiera. No cabía en su cabeza cómo una persona podría ignorar a un ángel tan bello, que solamente quería y brindaba amor por doquier, siempre haciendo lo correcto y obedeciendo. Camille le quería mucho, en los pocos días que llevaba trabajando ahí, la confianza entre ambas había crecido bastante, llegando a ser pequeñas cómplices. Por las tardes solían tejer juntas, pero solamente porque a la niña le llamaba la atención y le gustaba ver lo que hacía. Lo hacían a escondidas de su madre, mientras la niña pretendía estudiar o practicar su lectura. Meliza le enseñó a hacer tejidos básicos de lana y macramé. La niña se esforzaba y era demasiado inteligente, no tenía queja alguna respecto a ella. Tampoco respecto al doctor, juntos hacían un par que le alegraba los días, pues ambos eran la alegría de ese hogar. Los días se habían vuelto un poco más llevaderos debido a la costumbre que se instalaba en todos. Casi todas las jornadas eran iguales, pero con la llegada de Henrich de nuevo a su vida, estaba segura de que la alegría y las sorpresas no se harían esperar. Luego de dedicarle un poco de tiempo a la niña, pudo volver a sus quehaceres, terminando de limpiar y pulir el suelo en un santiamén. Cuando acabó con sus deberes por el día, incluyendo la cena, se detuvo un momento en la cocina a tomar aire, con los brazos en jarras. Cerró sus ojos, respirando profundamente. Quería llorar, extrañaba desgarradoramente a su pequeña Nadín. Se contuvo mediante otros pensamientos, como que debía servirle a los señores, y si la veían llorar le vendría una reprimenda segura. Solamente pudo calmarse pasados diez minutos, cuando recordó a Henrich. Ese chico de dulce sonrisa que siempre la animaba y la hacía reír con sus payasadas. También lo había extrañado, tanto como a su madre. Pensó en cuándo sería el día en que podría responderle la carta, rezando para que nadie leyera la carta que le envió a su hermano, pues aunque no era muy explícita, sí que decía cosas un tanto sospechosas. Deseaba que existiera un método de comunicación instantáneo, quizá más rápido que una misiva o un telegrama. Tal vez una bola de cristal donde pudiera ver a su hija, enviarle sus mejores deseos y cantarle por las noches. En eso se encontraba cuando el médico de la casa se apareció en la entrada de la cocina junto a un hombre que sangraba sin parar del brazo izquierdo. El primero le miró a los ojos, transmitiéndole una fortaleza que nadie había logrado. -Señorita Ferreiro, por favor, ayúdeme a vendar a este hombre- le indicó, con voz firme -Sostenga su brazo de este modo- levantó el brazo a una altura específica, instándole a actuar. No estuvo ni dos segundos más quieta, de inmediato hizo lo ordenado, con una energía que no tenía idea de donde había salido. Sostuvo el brazo de la forma en que le fue indicado, haciendo de este modo más fácil el vendaje para el médico, hicieron un buen trabajo en equipo, y de esta manera, pasados unos minutos, el hombre tenía una venda perfectamente colocada, después de una debida sutura rápida. Se preguntó cómo se habría hecho una herida tan grande, pues se veía dolorosa y bastante grande. luego se enteró por medio de lo que dijo el hombre, que se la había hecho con un hacha, ya que su trabajo era dedicado a la granja y debía cortar troncos. Con el hombre habían ido dos de sus hijos y un terrateniente que vivía cerca, el cual presenció el incidente, prestando de ayuda su carruaje para llegar más rápido a la residencia del único médico cercano. Meliza atendió a todos con una buena infusión de té verde y galletas para que recuperasen energía, y así pudieran volver fuertes al trabajo y la recuperación. El médico le agradeció por la ayuda, pues aunque los acompañantes del hombre estuvieran allí, no le servían de ayuda, ninguno toleraba ver sangre sin desmayarse. La chica asintió, totalmente atenta a las palabras del doctor, haciéndole saber que podía contar con ella cada vez que la necesitara, pues le gustaba ayudar a las personas en lo que pudiera. El hombre de orbes claras se lo pensó por un instante, y luego de unos momentos le ofreció ser su asistente por un p**o un poco más elevado que el de simple mujer de servicio. Meliza no lo podía creer, estaba atónita, sin duda aceptó, preguntando cuál sería su labor. El médico le dijo que primero necesitaría ciertas clases de nociones básicas para el cuidado de enfermos y cómo reaccionar ante emergencias. La chica aceptó, preguntando quién podría darle aquellas lecciones. El doctor La Sallei le sonrió, informándole que él mismo dio tutorías en sus tiempos de largo estudio. La de servicio le miró asombrada, con cierta emoción de que él pudiera enseñarle ese tipo de cosas, prácticamente gratis. El solo pensar pasar tiempo con aquel hombre le aceleraba el pulso a una intensidad inhumana. Lo miró a los ojos por un rato, así que el médico no tuvo opción más que preguntarle en qué pensaba tanto. Dejó de mirarlo en cuanto se dio cuenta de su actuar, pero era tarde, pues ya el señor la había descubierto. —Dígame en qué tanto piensa, señorita Ferreiro, es una muy buena oportunidad, ya le digo yo—. —Sí, por supuesto que lo es, señor, no me malinterprete, solo me he quedado asombrada de que usted sea tan amable como para brindarme una oportunidad de esta magnitud ¿Está usted seguro?—. —¡Más que seguro! Su manera de actuar hace unos momentos ha sido espectacular, no dudó ni un solo segundo en hacer lo que le dije, eso es lo más importante tanto en un médico como en una asistente—. —Por favor, no hable usted así, seguramente he fallado en algunas cosas, y si no, ha de ser solo suerte de principiante. La medicina no es un juego—. —Oh, no, para nada. Esto no lo veo a modo de juego, señorita, lo digo muy en serio—. —Espero no se haya ofendido, señor, solo digo que si quiero ser una buena asistente, debería tener una buena preparación primero, lo de hace unos minutos fue simple instinto de supervivencia, quizá aprendida de la vida del campo, donde no hay médicos cerca—. —Déjeme decirle que su instinto de supervivencia funciona correctamente, señorita Ferreiro—. Asintió un poco apenada la chica, pero finalmente sellaron el trato, Meliza sería su próxima asistente. Quería asumir dicho reto con la mejor disposición que la vida le permitiera. En vista de lo bien que le fue aquél día, no pudo pegar ojo, estaba demasiado emocionada por lo que vendría, y mucho más debido a que su madre le había contestado la misiva, diciendo que no la dejaría en un momento tan crucial, que en cuanto le fuera posible partiría hacia allá, ya luego vería de qué podría vivir. No podía esperar a ver lo que la vida le deparaba ¿Sería bueno del todo?
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