Cuando Meliza Ferreiro regresó al siguiente día al piso de los La Sallei, tenía mucho mejor semblante, según la señora, ya que al menos había tenido la decencia de aparecerse temprano a hacer sus labores. Sin embargo, no dijo nada más.
Con su rostro serio y el cabello perfectamente peinado, sus ropas a la medida perfectamente colocadas, se veía como una mujer correcta, pero Meliza sabía detectar en las personas ese aire de manipulación y calculador a más no poder. Sabía que escondía algo o había vivido un infierno.
Reconocía ese tipo de miradas porque ella misma había atravesado su infierno personal, el cual tenía nombre y apellido: Alejo Herrera, quien le prometió villas y castillos, pero de todo eso, pocas cosas logró cumplir, por no decir que ninguna.
Ese día se había esforzado más de lo usual por verse presentable y no obtener llamados de atención por su forma de vestir o actuar. Se mantuvo en silencio todo el día, hacía el menor ruido y compartía tiempo con la niña en sus lecciones y pequeños juegos. Era fácil adaptarse al ambiente, a las grandes casas y las comodidades.
El día pasó con una lentitud digna de un bucle temporal, estaba completamente estresada, sin energía, con una tristeza demasiado grande en el corazón por no poder ver a su niña, la extrañaba a cada segundo y contaba los días para poder verla de nuevo, buscarla donde sea que estuviera y continuar ambas con su historia.
A la hora del almuerzo todo transcuyó de maravilla, el doctor La Sallei tuvo que atender una emergencia en un pueblo cercano y no pudo quedarse mucho tiempo, por lo que la señora solo se quedó mirando por la ventana con mirada taciturna.
Decidió no molestarla y ayudar a la niña con sus deberes, incluyendo el que se aseara y se vistiera como era debido. Peinando sus dorados y largos bucles en un elegante moño que aunque tenía un lazo azul, este no era demasiado grande como para salirse de lo que podía llamarse común, disfrutaba mucho estar con ella, de alguna manera le acercaba más a su hija, por muy lejos que estuviera.
Cuando regresó el señor de la casa, habían pasado unas largas cinco horas y su rostro se veía demacrado, puesto que no había dormido bien, y no se sentía del todo enérgico como de costumbre.
Al llegar, dejó que Meliza le retirara el saco y el sombrero, ayudándole también con el portafolio que cargaba consigo. Llevó este hasta la oficina, preguntándole si necesitaba algo más, a lo que le respondió que una infusión no le caería mal.
Con eso dicho, la chica se dirigió hasta la cocina, preparando una infusión de manzanilla para el señor, acompañando la taza con una jarra con leche tibia y azúcar en terrones en un recipiente, pequeñas cucharas de plata y un mantel de encaje y algodón pulcramente limpio y blanco encima de una pequeña bandeja tan brillante que podía ver a la perfección su reflejo.
La cara, como esperaba, se le veía de tragedia, sin embargo, intentó animarla como pudo y entrar al despacho del doctor con su mejor disposición. Después de todo, era un hombre amable y paciente, no tenía nada en su contra.
Dejó con cuidado la bandeja sobre la mesa auxiliar que se encontraba dispuesta a un lado del escritorio del señor. Ante esto, el hombre sonrió, mostrando unos pequeños y perfectos hoyuelos, que en combinación con su sonrisa, hacían una combinación matadora.
No quería fijarse en esos detalles, pero se le hacía imposible no admirar la belleza de ese ser. Había quedado prendada desde el primer segundo en que observó los gestos del contrario, pero no podía admitirlo en voz alta, ni loca que estuviera, era un secreto que moriría con ella de ser posible.
Su respiración era irregular cerca de aquel hombre, mas no lo admitiría jamás, ni porque le pagasen.
Bajó su mirada, para no ser vista como una falta de respeto, cuando el señor estuvo a gusto con lo servido, comenzó a tomar del té con mucho gusto, felicitándola por el sabor único e intenso que tenía, defendiendo que le caería fenomenal. Sin poder resistirse, sonrió, asintiendo ante las palabras de su amo.
En medio de esto, notó que sus ojos claros se le quedaron observando por unos momentos más de lo usual, lo que le hizo enrojecer hasta los pies. Intentando no devolverle la mirada, luchando contra una especie de atracción magnética.
—Señorita Ferreiro, debe saber que a mí puede mirarme a los ojos, no hay ningún inconveniente con ello, no sea tímida— le hizo saber el señor La Sallei.
Subió el rostro en contra de su voluntad, sin querer caer en las garras de ese hombre que lucía como un sueño hecho realidad, ya había pasado por eso, no lo haría de nuevo. Nunca se podía llegar a conocer a alguien al cien por ciento, y tampoco era el caso que ella quisiera correr ese riesgo.
Intentó mantener un aire sereno y una respiración regular, mirar a la nada misma en sus ojos, sin embargo, le era casi imposible.
El encuentro de miradas duró unos diez intensos segundos, donde cualquier sensación nueva que pudiera estar afrontando su corazón tuvo la oportunidad de crecer cual planta a la que se le otorga el beneficio del buen abono.
Ignoró aquello que trataba de salir a la superficie, burbujeando sin motivo alguno en su pecho. Espabiló y volteó la mirada apenada, se preguntaba si el señor estaría sintiendo esas cosas raras también o solo estaba perdiendo ella la cabeza.
Se retiró mientras el doctor terminaba su té, no sin antes pedir permiso para ello y se puso a limpiar con una insistencia tal, que no escuchó cuando el mismo señor La Sallei la convocó de nuevo a su despacho para solicitar unos bizcochos que acompañasen al té.
Lo supo cuando fregando el piso, minutos después, unos zapatos brillantes de un color elegante y oscuro se posaron en su camino. Levantó la mirada desde el suelo y se sintió muy pequeña ante ese rostro bien esculpido que le miraba confuso.
Le dijo que ya no necesitaba los bizcochos, pero que en la cena le agregara una ración extra de salsa al pollo que ya olía muy bien.
Recordó con pavor al pollo que estaba horneando y de inmediato fue hasta la cocina, sacándolo del gran horno de piedra que poseían.
Le pidió disculpas luego al señor, indicando que no solía ser así de despistada siempre, que por favor le perdonara su grave falta.
Justamente cuando esto ocurrió, la señora de la casa salió de su alcoba hecha una furia, con los ojos más gélidos que le había visto.
—¡¿Es que no haces nada bien?! Dije que tuvieras cuidado. Pero claro, como solo eres una fulana de campo ¿Qué vas a saber de refinamiento? No sé siquiera qué esperaba de alguien como tú, después de todo. ¡Estás despedida! ¡Fuera de mi casa! ¡Ya!— gritó histérica sin importarle lo más mínimo lo que la gente pensara.
—Lo s-siento, señora, no fue mi intención, bien sabe que me esfuerzo, por favor no me eche... Necesito el empleo, no volverá a p-...—.
—¡Calla ya! Por Dios. He dicho que te vayas. No quiero escuchar peros, suficientes oportunidades te he dado ya—.
Asintió ante lo dicho, bajando la cabeza en señal de rendimiento, dejó los artículos de limpieza en su lugar, su delantal y de fondo solo podía escuchar a los señores discutiendo a razón de ella. El señor la defendía a capa y espada, mientras que su esposa solo hablaba pestes de mi persona sin conocerme.
El doctor hizo señas hacia mí para que fuera a su encuentro minutos después, se encontraba cerca de la puerta.
—Por favor, señorita Ferreiro, no se asuste por estas cosas, pasan a menudo, y por lo que más quiera, no se rinda, venga mañana y trate de agradarla, es lo que pido. Sé que es un trabajo difícil, pero escúcheme cuando le digo que realmente necesitamos de su ayuda—.
—No se preocupe, si así lo quiere el señor, estaré aquí a primera hora. Mi trabajo es lo más valioso para mí en estos momentos. No sabe cuánto le agradezco que me deje quedar—.
—No agradezca, ya sabe que hace su trabajo de maravilla y un error lo comete cualquiera, incluso yo siendo médico a veces no veo las claras señales de un padecimiento. Por favor, descanse esta noche y reponga energías, la esperamos mañana—.
—De acuerdo, señor, vendré mañana. Gracias de nuevo por su comprensión—.
Cuando mencionó esas palabras se retiró sin más, en silencio, para no molestar como ya lo había hecho antes.
Por primera vez se decidió a dar un paseo por la cuadra para así despejar su mente, debido a que todavía era temprano y no oscurecía del todo.
Las calles regularmente aplanadas hechas de piedra le dieron una sensación cálida, a pesar de la brisa helada que empezaba a pegar.
Se dio cuenta de que en diagonal al edificio había un pequeño parque en la cuadra siguiente, se trataba de dos columpios adornados con enredaderas, que se asemejaban a un pequeño oasis, ya que desde allí había una vista hermosa del pueblo y del cielo mismo.
Tomó asiento en uno de los columpios , comenzando luego a mecerse con esmero, pero lentamente, ya que no era una niña y aún habían personas caminando de aquí para allá.
Dejó volar su imaginación, llegando a pensar específicamente en su niña, su querida Nadín. La extrañaba más que nunca. Y pensar que estuvo a punto de perder el empleo en su segundo día como servidumbre.
Soltó un gran suspiro, iría a su habitación en el ático a escribirle unas cartas a su hermano y a su madre, que aunque vivían separados, se mantenían en contacto, era esa la tradición que les inculcaron desde pequeños, siempre informar de su paradero.
En dichas cartas les informó cuánto deseaba que estuvieran allí con ella para compartir la vida. Les dijo que la vida ahí era maravillosa, y que si podían, deberían ir. También les transmitió su preocupación por que Alejo les buscara a ellos de haber sobrevivido al golpe. No tenía modo de saber qué había pasado luego de que se fuera de ese infierno.
A la luz de la vela, sus preocupaciones y miedos más intensos fueron develados con el fin de impregnarse en el papel de aquellas cartas y llegar con bien a sus destinatarios.
La chica que era su compañera de cuarto había sido muy amable en buscarle pluma y papel para que le escribiera a sus familiares, pues ella también lo hacía y sabía la importancia que tenía el estar cerca de los demás aún en la distancia. La consideraba una chica bastante sensible y servicial, aunque tenía sus pequeños arranques soñadores, pero no podía culparla cuando ella misma era así.
Habían hablado entre las dos de muchas cosas, entre ellas, de los amos. Clarisa tenía a una familia de patrones poco común, defendía que eran en extremo graciosos, pero que aún así les respetaba, constaban del señor, la señora y su única hija, a quienes ya les conocía hasta las más pequeñas mañas. Decía que algún día quisiera ser como la señorita que atendía, la hija de los Betancourt, la cual era tan elegante y delicada, que daba gusto solo mirarla, aunque también escucharla, pues era muy inteligente, llenándola así de un aura de misterio. Clarisa quería que Meliza conociera a sus patrones, sin embargo, esta se negó, debido a la vergüenza, ella no estaba acostumbrada a convivir con personas de la alta sociedad que no fueran sus mismos amos.
Por otra parte, también temía que la señora Betancourt fuera parecida en carácter a la de los La Sallei, la cual le erizaba los vellos de la nuca tan solo recordarla con sus gélidos ojos mirándola con desprecio. Había tenido suficiente humillación aquella tarde, pero no podía darse el lujo de perder el empleo.
Clarisa le animó a que conociera a los demás amos del edificio, pues algunos eran muy amables y valía la pena conocerles, le dijo que no se desanimara por el acontecimiento de ese día, debido a que esas cosas incluso ella misma las había vivido aunque llevara varios años sirviéndole a la familia Betancourt. Defendía que los señores siempre tenían un inconformismo propio de la alta sociedad, que aunque hicieras las cosas perfectas, siempre tenían una queja, que quizás esa era su forma de agradecimiento, puesto que no estaba bien visto agradecer nunca al servicio.
Meliza no pensaba que ese fuera su caso, ya que el desprecio en la mirada de su señora iba más allá de todo lo que había visto, como si la conociera de algo o temiese que descubrieran algún secreto sobre ella. Lo que fuera, debía ser de enjundia.
Sin más, las dos chicas se durmieron pasadas las diez de la noche, luego de una charla bastante amena y tendida.
Cuando despertó de nuevo al amanecer, todas las chicas del altillo ya se estaban preparando para la jornada, dio los buenos días y pasó a lavarse la cara con una tinaja de agua limpia de la fuente, que por casualidad, también estaba cercana a la iglesia.
Suspiró de nuevo, iniciando el día con la mejor disposición que encontró. Se sentía en un deja vu, pero sin saber en qué terminaría cada día, siempre había una sorpresa, esperaba que la que tuviera esta jornada no fuera demasiado fuerte.
Cuando se presentó en la casa de los La Sallei aquella mañana de viento templado, ninguno de los señores estaba en casa, habían partido a la iglesia juntos, ya que era domingo.
Se sentía ansiosa desde ese momento, pero preparó todo acorde a como la señora lo quería. Perfección era lo único que deseaba en su espacio, y también fuera de él.
Se la pasó limpiando y ordenando, preparando el desayuno, entre mil cosas más.
Una vez más pensaba en su niña cuando limpiaba la habitación de Camille, era una niña tan dulce e inteligente, que le llenaba de paz cuidarle y ayudarle en todo lo que deseara, se dejaba querer. Los niños, según ella, casi siempre tenían esa aura de pureza que no debía ser demacrado por nada en el mundo.
No concebía los días sin su pequeña Nadín, pero debía hacerlo mientras buscaba un destino mejor.
Ese día pasaron varias cosas: la primera, la señora no le dirigió la palabra en toda la jornada. La segunda: El doctor salió de viaje a atender a un paciente y no volvió esa noche. La tercera: Clarisa enfermó y debía cubrir su puesto simultáneamente al suyo propio los siguientes días.
Pasó una semana más que ajetreada, Meliza ya no daba para más, sus días se volvieron interminables, ya que a cada hora debía hacer una actividad diferente, mientras Clarisa mejoraba pasaron exactamente nueve días.
Ya que Clarisa logró recuperarse, pudo volver al trabajo.
Conoció, por supuesto a los patrones de la chica, los cuales no eran hostiles como pensó, incluso simpatizó un poco con la señorita, como le había dicho la misma Clarisa, daba gusto escucharla.
Una pesada tarde de enero, se encontraba recogiendo agua de la fuente, y por casualidad vislumbró a un chico que entregaba paquetes en la pequeña pastelería de una cuadra más adelante. Al principio pensó que eran ilusiones ópticas, pero no fue así.
Era su hermano.