La madre de Marina, quien se hacía pasar por Meliza Ferreiro en casa de señores de alta alcurnia, se encontraba en la estación de tren, esperando por su turno de abordar en uno de esos monstruos a vapor.
Tenía entre sus manos la esperanza que pudiera llevarla hasta su hija. En aquellos momentos se arrepentía tanto de haberla dejado ir con ese hombre, por mucho poder monetario que tuviera, pero se dio cuenta tarde de que el dinero no es todo lo que importa en el mundo.
Ahora que su nieta estaba en brazos ajenos, sentía que era la peor persona del mundo, por eso, una lágrima rebelde se resbaló por una de sus mejillas texturizadas por la edad, y aunque no era muy mayor, sí que podía verse en sus ojos cuánto cansancio tenía encima.
Todo ese cansancio venía dado por haber trabajado toda su vida, y jamás haber encontrado la tranquilidad económica, ni siquiera para mantener a sus propios hijos, por eso cuando su esposo murió, decidió que algo tendría que hacer para dejar en buen pie a su familia.
La única ventaja que tenían era que a pesar de sus bajos recursos, no se veían del todo pobres, ya que se les notaba el aire de haberlo tenido todo en algún punto, de ser una familia refinada, pero tuvieron que bajar la cabeza a lo que serían los bajos recursos al quedar endeudados sin saber.
A pesar de todo, quería pagar el último cheque al hacendado que le brindó tanto a su esposo antes de partir, únicamente había ido hasta la estación a comprar el boleto, esperando que llegara la hora de abordar.
Fue así como caminó fuera de la estación, donde se suponía que le esperarían dos sujetos representantes del hacendado. Por fin liberaría a su familia de las deudas con arduo trabajo, lo cual le había llevado al menos siete años de su vida, absteniéndose de hacer muchas cosas.
Por supuesto, aquello le había impedido surgir de alguna manera, dedicar lo poco de ganancia en su sueldo como planchadora para poder buscar por lo menos un local en el cual brindar el servicio de costurera a personas de su misma clase social, todo hasta que pudiera prosperar el negocio, ese era su sueño más grande.
Desde muy pequeña tuvo la idea de ser una gran modista, pero terminó como planchadora cuando su esposo falleció debido a la fiebre amarilla, algo que no tenía cura, y afectaba tan rápido al sistema que fue imposible salvarlo, mucho más al enterarse de todas las deudas acumuladas que tenían con el amigo más íntimo de la familia, o mejor dicho, de su marido.
Al salir de la estación, allí estaba de pie no solo el mensajero y su ayudante, sino también el mismo Señor Burton, quien se acercó con la mayor amabilidad que tenía a su disposición para saludarla.
─Tenga buenas tardes, señora Racines ¿Cómo ha estado?─ quiso saber el más alto con una sonrisa prefabricada, algo que la mujer sabía detectar desde un principio.
Ella sostenía el sobre en su mano con extrema fuerza, como si de un momento al otro, este se esfumara, y con él la libertad de hacer lo que le viniera en gana, brincar en un solo pie, si eso le hacía feliz.
─Buenas tardes, Señor Burton. He estado como debe estar una madre a la cual sus hijos han dejado por buscar nuevos horizontes... Aquí tiene lo acordado─.
Le extendió finalmente el sobre al hombre, quien lo tomó en sus manos, pero entonces sonrió de manera amable, y por primera vez hizo algo grato. Le devolvió aquel sobre.
Los ojos de la mujer se abrieron por completo, sin comprender muy bien de qué iba todo aquello.
─No es necesario que abone nada más a lo que fuera una deuda alguna vez. En realidad, quería ofrecerle un trato─ comentó la voz gruesa del de traje elegante.
─No sabe cuánto se lo agradezco, Señor, pero ¿Qué es eso que tiene para ofrecer a una humilde planchadora como yo?─ dijo, teniendo la confusión tatuada en el rostro la de menor estatura y cabellos ligeramente canosos.
─Si se queda esta tarde, podrá verlo con sus propios ojos─ comentó de vuelta el hombre de bastón y sombrero grande.
─Entiendo, pero verá... Mi hija me espera en un pueblo no muy cercano... Iba camino a visitarla en tren─ le respondió ella, sin saber muy bien si confiar o no en la palabra de aquel sujeto.
─De acuerdo... Si ese es el caso, entonces me veré en la obligación de despedirme de usted y dejarle el paso libre. Disculpe las molestias y que tenga buen viaje, me retiro─ comentó él, haciendo un gesto de respeto hacia quien tenía en frente, levantando su sombrero.
La planchadora asintió, sin saber muy bien qué más hacer sino despedirse, solo esperaba estar haciendo lo correcto y no dejar con la mano estirada a una buena persona con también buenas intenciones.
No quiso saber lo que le quería ofrecer, pues ya había remado gran parte del camino como para morir en la misma orilla, y dentro de sí supo que ni la magia podría ayudarla a surgir de la noche a la mañana. Su corazón quería aceptar la mano amiga, pero su mente decía que ya tenía muchas malas experiencias acumuladas como para saber que no todo lo que brilla es oro, en la mayoría de los casos, quien ganaba la batalla era lo racional por encima de los sentimientos.
Creer en la palabra de los demás era un error que no podía permitirse cometer ni siquiera una vez más, ya que a lo largo de tantos años viuda, pudo darse cuenta de la malicia en el actuar de las personas, no todo el mundo la trataría bien.
Se quedó allí observando cómo se iban de nuevo en el carruaje, por lo que dudó bastante si llamarlo o no, pero fue lo suficientemente fuerte como para no caer en la tentación de saber lo que quería ofrecerle. Su corazón se sintió aún más inquieto cuando volvió a adentrarse en la estación, pero no pudo hacer otra cosa que sentarse en una banca a esperar que el tren ingresara en el andén.
Vio la hora de nuevo en el boleto, esta decía que era en al menos veinte minutos más para comenzar a recibir a los viajeros dentro del tren. Respiró profundo, sin saber qué más podría hacer, sus manos temblaban, así que guardó aquel papel importante junto con el sobre en su bolso, uno que no era lujoso ni muy grande, pero era donde tenía sus pertenencias más preciadas, y también las básicas para poder subsistir.
Apenas unas pocas ropas para variar y un poco de comida, en especial un pan redondo y un poco de mantequilla, que sabía que no le duraría demasiado, pero para el viaje estaba bien.
Llegada la hora de subir al tren, supo que no podía darse el lujo de esperar más, porque si lo hacía, temía salir corriendo en busca del Señor Burton y preguntarle lo que fuera que quería hacerle saber.
Se obligó a sí misma a sentarse en uno de los asientos disponibles dentro del medio de transporte, era uno cerca de la ventana, pero ni siquiera eso le brindaba paz, solamente quería llegar ya al destino y poder ver a su hija, quien seguro estaba demasiado desesperada con la situación que se encontraba viviendo.
De ser posible, la ayudaría a salir adelante con lo que pudiera, por ejemplo con encontrar a la niña y tenerla para sí mientras ella trabajaba y encontraba algo de dinero para poder estar juntas en una casa y vivir de la siembra en un lugar retirado, todo eso si tenían que huir, pero el que su nieta estuviera en brazos ajenos la llenaba de una ansiedad terrible, una que nadie debería estar viviendo bajo ninguna circunstancia.
Cuando miró hacia su lado izquierdo, notó cómo una mujer de vestido rojo muy elegante pasaba por su lado, casi sin mirarla, pero supo que la conocía cuando enfocó su perfil, y aunque su vista no fuera la mejor, tampoco estaba tan ciega para no reconocer a la que fuera la principal prometida del marido de Marina.
Un escalofrío le recorrió entera, pues no la había visto desde la boda de su hija con Don Alejo, quien siempre fue el amor de esa mujer, Victoria Alquati, una rubia despampanante de ojos tan claros como las hojas de los árboles a la luz del sol.
Ella tenía su propia fortuna, no necesitaba ayuda de nadie, ni siquiera de su familia, eso lo había demostrado tantas veces que los demás ya tenían en mente que la independencia vivía en los genes de esa familia de origen alpino, tan llenos de orgullo por sí mismos que era casi insoportable.
Un chico pasó detrás de ella, cargando con todos los paquetes que tenía pendientes, los que eran tantos que el pobre se veía agotado y hasta sudoroso por todo lo que le tocaba llevar.
Se sentaron al final del vagón, y aunque intentó no fisgonear más allá de eso, tuvo que hacerlo. Lo primero que vio fue que allí la esperaba un hombre de traje muy elegante, etiqueta clásica, como si fueran a un evento o tuvieran que retratarlos.
El hombre lucía alto y robusto, con un bigote que tenía puntas a ambos lados, siendo que las esquinas las tenía dobladas hacia arriba en una sonrisa que era tan perturbadora que más de uno reía por lo bajo de su apariencia.
La misma madre de Marina quiso reír, pero no pudo, solo sintió que de repente las piernas le fallaban y su cabeza se mareaba un poco, comenzando a doler. Tuvo que sostenerse las sienes un momento para no dejar que le afectara tanto.
Respiró como pudo y solo quiso mirar por la ventana, pero entonces, escuchó una voz aguda y molesta muy conocida detrás de sí.
─Vaya, pensé que las ratas ya no viajaban en tren desde que existe la fumigación─ comentó la chica de vestido despampanante, dirigiéndose hacia la de mayor edad.
Al sentir que era con ella, volteó, dando un respingo cuando vio el rostro perfecto de la rubia frente a sí, burlón y lleno de juventud, le dio mucho asco.
─Y yo pensé que las víboras se habían quedado en la selva desde que existe civilización─ le respondió la de rostro arrugado, sin tener nada bueno qué opinar sobre la chica frente a sí, en cambio, solo la miraba con el desprecio que se merecía.
Victoria rió como si le hubieran contado el mejor chiste del mundo, pero de una manera tan falsa, que tuvo que recurrir a tapas su boca delineada con un rojo estridente, algo que no estaba muy de moda en ese tiempo, en realidad, jamás había visto a ninguna persona vestirse ni pintarse como ella, y de cierto modo, le desagradaba.
─Por favor, Eugenia, pensé que ya estabas en la tumba─ le dijo de nuevo, ofendiendo a la más baja, dándole donde más le dolía al pronunciar su nombre, sin ningún toque de respeto por su parte, como si no valiera nada.
─Como puedes ver, no lo estoy, y mi hija sigue muy bien casada─ dijo la mayor, tratando de ocultar su nerviosismo, pues nadie podía enterarse de lo ocurrido entre aquel matrimonio hacía algunas semanas, todo debía permanecer como siempre.
─La pobre Marina... Esa zorra que lo único que supo hacer fue arrebatarme a mi querido amor─ comentó la menor, llena de odio en cada palabra que salía de su boca.
─No permito que te expreses así de mi hija, no tienes ningún derecho. Don Alejo tomó su decisión, yo no tengo la culpa de que te haya dejado de lado, debe ser porque eres tan frívola que casarse con una pared debía tener más sabor─ ofendió la madre de quien se hablaba, harta de tener que soportar humillaciones.
─Marina podrá tener toda la posición que quiera, pero su madre seguirá siendo solo una planchadora más que no tiene ni dónde caer muerta─ se burló con mayor ahínco la de cabellos claros, mirando despectivamente el bulto que llevaba la mujer a un lado suyo donde tenía dispuestas sus prendas y el boleto de tren.
─Creo que ser planchadora es mucho más digno que robarle dinero a la gente─ dijo la de ropas humildes con un tono de voz alto, haciendo que los demás presentes miraran a la más joven con cierta duda, por lo que sonrió sin que la felicidad llegara a sus orbes, sabiendo que lo que hacía ella era estafar a los demás con piedras preciosas falsas.
En ese momento, ganó la pelea, así que su contrincante se retiró de allí con una mirada llena de puro rencor.
─Ya nos veremos por ahí, Eugenia, y entonces no tendrás lugar a dónde huir─ amenazó por última vez Victoria y se devolvió a su asiento a pasos lentos y retadores.