En el convento que llevaba por nombre Las Flores de Santa Marta, se hallaba una monja de aproximadamente treinta años meciendo a una pequeña niña de apenas semanas de nacida. La pequeña había sido dejada en la puerta hacían pocos días y nadie encontraba qué hacer con ella, ya que era demasiado frágil como para permanecer sola mucho tiempo.
La pequeña lloraba cuando quería algo en específico, era muy inteligente a pesar de la poca edad que pudiera tener. Nadie tenía la más mínima idea de quién podría ser esa bebé, pero lo único que podían hacer era permitir que siguiera con vida para que pudiera crecer con bien y servir al Señor de los cielos como era debido, sobre todo por haberla salvado.
Le decían Angélica por la manera en la que llegó, pareciendo un pequeño ángel envuelto entre varias mantas color crema, unas tejidas y otras suaves, como si fuera noble.
Más de una mujer allí se llenó de dudas al ver cómo una preciosura así era abandonada a su suerte, y cuando se veía que su hogar podía estar lleno de comodidades por la forma en la que la abandonaron. La única carta que dejaron escrita fue una nota que pedía ayuda por el alma de la pequeña, exigiendo que auxiliaran esos diminutos brazos que pedían cariño con urgencia. No decía el nombre de esta, por eso comenzaron a llamarle ellas por algún nombre que les convenciera.
Las orbes en tono ambarinas de la bebé dejaban a más de uno enamorado, sabiendo que tendrían un color de iris bastante llamativo y hermoso, uno poco habitual, siendo que los demás de seguro le prestarían la atención suficiente como para que fuera el centro de miradas una vez que creciera.
La niña se alimentaba con leche de las mujeres que iban a donar las que les sobrara, por lo general eran mujeres de ajos recursos que abandonaron a sus propias crías, y solo cumplían con llevarle leche de sus pechos para que sobrevivieran. No todas las mujeres querían ser madres, y eso era algo que no todos comprendían, ellas solo habían sido forzadas o sido abusadas sin su consentimiento.
Unas cuantas también lo habían hecho por deseo, sin medir las consecuencias, pero eso no tenía la menor importancia cuando no existía un método cien por ciento efectivo en cuanto a dejar perder un embarazo cuando este ya estaba formado.
En la experiencia de la madre de Nadín, a quien llamaban Angélica por error o por cariño, esta había sido producto de una de las tantas veces en las que abusó su esposo de ella, dejándola sin siquiera la oportunidad de decidir si quería o no ser madre, una decisión que no podía ser tomada a la ligera.
A pesar de todo, ella no se arrepentía de tener una hija tan hermosa como la que el cielo le regaló, porque así la sentía, más que como un castigo, como un regalo que le obligaba a salir de su situación y ser alguien mejor, superarse día a día, sin importar lo que tuviera que hacer para conseguir sus metas.
La meta principal en aquellos momentos era llevarse de nuevo a la bebé, pero para lograr eso, tendría que colocar mucho más esfuerzo en su quehacer como madre y como sirvienta.
Volviendo al convento, la monja que sostenía el ligero cuerpecito de la nena, se mecía de un lado al otro mientras le cantaba algunas canciones tradicionales, y otras religiosas para que conciliara el sueño cuando llevara gusto, ya que de todos modos, estaba muy calmada, mirando hacia todos lados con curiosidad, como si supiera que ella no era su madre, y que de algún modo, ese lugar no era su casa.
La voz suave de la mujer lograba calmar tanto a la bebé, que esta cayó en los brazos de Morfeo apenas pasados unos diez minutos. La mujer la dejó momentáneamente en la cuna que se movía de un lado al otro, esta era de madera, así que alguien tenía que estar allí para moverla.
No se quedaría para hacer eso también, sobre todo porque tenía otras cosas pendientes, como ir con la madre superiora a que le informara sobre sus siguientes misiones como hija consagrada de Jesucristo.
Todas allí se tomaban muy en serio su fe para con Dios, su trabajo en ese lugar era dejar que la voluntad del Señor les guiara, y la única de todas que podía tener una conexión directa con Dios por medio de oraciones y meditación era la madre superiora, quien además tenía permiso para hacer y deshacer dentro de esas instalaciones.
La mujer era pequeña y robusta, con unas mejillas y papada sobresaliente, siendo que sus orbes verdes daban a entender que no quería nada bueno, era exigente y muy estricta, casi un demonio, pero eso nadie se atrevía a mencionarlo en voz alta, no si no querían ser despedidas al vuelo sin la más mínima consideración.
La monja, de nombre Genovive, no creía para nada que la mujer pudiera tener una conexión exclusiva con el Señor, pero dejaba que esa fantasía cubriera en un velo su vista, ya que eso era lo que todas hacían, dejarse llevar por lo que las señales del cielo pudieran darles, y tampoco tenían de otra, una vez que se consagraban, era muy difícil salir de allí y obtener un trabajo normal, una vida normal de vuelta.
Ella quiso muchas veces fugarse, pero su fe era lo único que la mantenía ahí, creía que algún día vería al señor de los cielos, y que este la llevaría lejos de su sufrimiento en casa, el cual consistía en una madre violenta y llena de odio, esta nunca la quiso en su vida, de modo que en la primera oportunidad que tuvo la mandó a estudiar en un convento como ese a varios kilómetros de donde estaban en ese momento.
Todos los recuerdos parecían quemarle el alma cada vez que rondaban por su mente, la cual solo sabía refugiarse en lo único bueno que había tenido toda la vida, es decir, la obra y gracia de Jesucristo, la que no la había dejado mal ni en una sola oportunidad.
Se encaminó, resonando un poco la suela de sus zapatillas en el suelo, ya que el eco era demasiado grande, y el silencio abrumador la mayor parte del tiempo. En lo personal, muy poco le molestaba aquello, pues esto la ayudaba a continuar con su día a día sin quejarse sobre la disposición de Dios.
Una vez que dobló en la primera encrucijada del largo pasillo por el cual caminaba, encontró varias puertas de madera oscura, siendo que estas eran muy altas y de aspecto antiguo, pero muy bien cuidadas.
Se inclinó por la tercera hacia la derecha, una que estaba tras bajar al menos seis escalones en una mini entrada. Al adentrarse por estas, logró ver que la puerta se encontraba abierta, mientras que la madre superiora hablaba con un hombre que era benefactor del convento desde hacía varios años.
Ella lo supo por la manera en la que vestía, sin embargo, tenía algunos meses que no las visitaba, por eso le agradó encontrarlo allí, pero estos hablaban en una voz muy baja, tanto que la mujer sospechó de lo que estuvieran compartiendo, pues podía ser información de valor.
Lo que vio a continuación la dejó descolocada por completo. Ese hombre alto y fornido de cabellos azabaches y ojos ámbar se encontraba encima de la madre superiora, dejándose caer ligeramente sobre ella mientras estaba bajo su falda, siendo que le estaba atendiendo sexualmente.
El rostro de la madre superiora, al ser una mujer que probablemente nunca había experimentado algo así, estaba por completo rojo, esta se mordía el labio mientras tenía los cabellos del hombre entre sus rechonchas manos.
Genovive salió de allí pitando antes de ser descubierta, persignándose ante la imagen del señor Jesucristo por haber presenciado un acto de tamaña blasfemia en su contra. Decidió que iría a la pequeña capilla al lado del convento a rezar no solo por su inocencia y salvación, sino también por la monja a la que acababa de ver pecando en un sitio consagrado por lo divino.
Un escalofrío le recorrió entera, sin poder comprender cómo era posible todo aquello, incluso unas arcadas le sobrevinieron al pensar de nuevo en la escena que presenció sin querer.
Una vez llegó hasta la banca larga de madera, comenzó a rezar de rodillas con los ojos cerrados ante la imagen de tantos santos como le fuera posible, ella no quería volver a ver algo como eso, se rehusaba a tener que vivir algo similar. Su madre siempre le advirtió que si hacía tales actos, saldría perjudicada de la peor manera, y si era así, ya nadie la querría, por eso le creyó a pies juntillas, sin siquiera pensar en cómo pudieron concebirla a ella, simplemente lo obviaba.
Gran parte de sus creencias fueron echadas abajo tras una simple escena que tuvo que presenciar, pero no se rendiría en cuanto a hacer justicia, esa madre superiora ya vería lo que era bueno en el infierno que tanto les prometía a ellas si quebrantaban las reglas.
Cuando terminó sus oraciones, encontró al padre haciendo confesiones a varias personas dentro del confesionario.
Entonces se formó en la fila con la poca paciencia que le quedaba, esa era la única salida que veía a todo ese embrollo.
Si bien, ellas como monjas no confiaban en los curas, eran a los únicos a los que podría recurrir en caso de emergencia. Aunque no fueran la autoridad máxima, algo podrían hacer para detener la loca pasión que tenía la madre superiora.
Jamás pensó que una persona con un rol tan importante fuera capaz de llegar a esos extremos solo por el deseo y la tentación de la que tanto se advirtió en distintos puntos de sus vidas. Esto no era una simple amenaza, sino mucho más, sabiendo que el maligno tenía sus artimañas para hacer caer hasta al más pintado de su pedestal.
Las manos le sudaban a la monja, sabiendo que una vez que haya dicho todo, podía incluso perder su trabajo, pero poco le importaba si así defendía la palabra sagrada de Jesucristo, en quien confiaba mucho más que en cualquier persona, en ese templo debía hacerse justicia.
—Dime ¿Qué te trae por aquí, hija mía?— comenzó el cura, con una voz serena, pero cansada de repetir lo mismo sin escuchar algo interesante en todo el día.
Ella tragó saliva antes de contestar, pues sabía que estaría perdida en el momento en el cual abriera la boca.
—Verá, padre... He venido porque necesito contarle algo importante, algo que no me dejará dormir, eso lo sé— comentó la mujer con voz temblorosa.
—¿Qué puede ser eso para que te tenga de esa manera, hija mía?— preguntó de nuevo el mayor, esta vez con un tono más interesado.
—He visto algo que quizá no sea correcto, y temo que me alcance la intensidad de tal pecado, padre...— dijo por fin, sintiendo sus piernas y labios temblar.
—Esta es la casa de nuestro señor Jesucristo, aquí puedes librarte de cualquier demonio que te atormente, bien sabes que él es bueno. Te perdonará todo si de verdad lo lamentas, ya deberías saberlo— le instó a seguir, esperando la verdadera confesión, sin saber en lo que se estaba metiendo la hacerlo.
—De acuerdo... Yo vi a la madre superior-...— quiso decir, pero fue interrumpida.
Una fuerte brisa azotó las puertas del templo, de tal manera que le impidió confesar lo que sus ojos habían visto. El cura salió del confesionario y se dirigió hasta la entrada, ayudando a los monaguillos a mantenerlas a raya frente a una muy probable tempestad.
—Sea lo que sea que deba contarme, tendrá que hacerlo el día de mañana, las confesiones han terminado. Váyase antes de que llueva, no quiero a ninguna monja enferma a estas alturas— le dijo el hombre de barba espesa, mirándola con seriedad.
A Genovive no le quedó de otra que asentir y dirigirse fuera de las instalaciones a toda velocidad, sintiendo cómo el cielo comenzaba a llorar tras ella, aún llena de preocupación.