El doctor La Sallei todavía pensaba en lo que sucedió con Meliza en la entrada de su casa, y pensó también en si Caterina se habría enterado de algo, ya que de inmediato acudió a él, besándolo como si no hubiera un mañana, algo que tenía mucho sin suceder.
Lo confundió mucho que eso haya pasado de nuevo, pero le siguió la corriente porque no tenía opción, pero que sintiera ese amor por ella no tenía sentido.
Él sabía que había roto la promesa que le hizo a Camille de no salir y estar con ella, jugar a las princesas, pero todos esos días la había acompañado, y lo cierto era que el pueblo no podía estar mucho tiempo sin un médico de cabecera, ya que se volvería todo un desastre.
Ya varias quejas se hacían presente en su camino por una ausencia tan prolongada, muchos creyeron que había enfermado, cuando en realidad se hallaba cuidando de su pequeña, solo que no entró en detalles sobre su padecimiento.
Entrar en detalles con desconocidos solo aumentaba la posiblidad de que hablaran mal de ellos como familia, por lo que prefería ahorrarse tal sufrimiento.
Los pobladores podían ser en extremo molestos cuando querían con sus preguntas sin fin sobre los temas más bizarros y también los más comunes. Él se aburría de los chismes, pues estaba en contra de estos, simplemente no podía comprender cómo algunas personas se la pasaban diciendo cosas, ya fueran verdaderas o falsas sobre las vidas ajenas, y es que en muchas de las oraciones rondaban las mentiras, siendo casi imposible de separar lo uno de lo otro.
Varias veces le habían dicho que su mujer no era trigo limpio, pero eso no le importaba demasiado, pues se había casado para que ambos fueran libres, ayudando a Caterina y también cumpliendo con los deseos de su madre, quien era la duquesa.
Cumplir con una responsabilidad como lo era ser parte de la realeza conllevaba mucho, era cierto, pero poco podía hacer si eso no le interesaba para nada.
Una vez que llegó, se instaló en su despacho a revisar algunos apuntes y también la correspondencia luego de varios días. Le extrañó ver un sobre abierto sin nada dentro, por lo que llamó a Meliza enseguida.
Si bien, el orden estaba más que hecho allí, el correo se acumulaba como siempre en pilas interminables que debían ser leídas con urgencia.
Vio que el remitente era la familia real, por eso mismo se inquietó al ver aquello abierto sin su consentimiento.
Cuando la chica se presentó ante él, tenía el rostro algo ojeroso, cansado por haber estado atendiendo también a su hija y de paso todos los quehaceres de la casa.
—Dígame, señor ¿En qué puedo servirle?— dijo ella, mirando preocupada el suelo, ya que el hombre no solía llamarla en ese tono, el cual sonaba muy irritado.
—¿Puedo saber por qué hay un sobre de la casa real abierto? ¿Cuándo ha llegado esa carta y por qué no me dijeron nada?— continuó con los ojos bien abiertos.
—Lo siento, señor. Creí que su esposa le había avisado sobre esto, fue ella quien leyó el contenido, por más de que el mensajero insistiera en que solo debía usted ver su contenido...— empezó Meliza, bajando cada vez más la voz —Pero es que ella insistió en que se lo comunicaría de inmediato apenas pusiera un pie en casa...—.
Fernando no cabía en su sitio de la molestia que le recorría en ese mismo instante, por lo que asintió y le pidió que se retirara, algo que la chica hizo a regañadientes.
Pasó una mano por su cara sin comprender todo aquello, es que no podía ser cierto que su mujer le estuviera ocultando cosas. Algo era querer ayudar y otra cosa muy diferente interferir entre él y sus deberes, no solo como marido y autoridad sino como m*****o, aunque fuera a distancia, de la corona.
No podía creer todo aquello, por lo que salió al balcón donde se encontraba su mujer hablando con varias de sus amistades del edificio, con las que se reía de todo y de nada mientras disfrutaban de su poder y se jactaban de poseer algunos objetos absurdo, empezando desde algunos abanicos que fueron propiedades de la reina o de cualquier otro ser que se les viniera a la mente en esos segundos.
Era la segunda o tercera vez que se molestaba así con su mujer en lo que iba de estancia de Meliza con ellos, por eso trató de no lucir molesto, sino que por el contrario, fingió ser el esposo perfecto y feliz que todos creían que era, el hombre sencillo y lleno de inocencia, el que estaba dispuesto a salvar vidas sin necesidad de una señal de superhéroe.
Cuando llegó con las mujeres, estas solo le sonrieron con la más grande de las hipocresías, como solían ser ese tipo de millonarias, a quienes solo les importaba la apariencia. Ninguna le caía en extremo bien, por lo que tuvo que fingir no tener arcadas cada vez que alguna le tiraba la onda estando frente a la mujer con la que se casó, algo repugnante en su totalidad.
Sonrió y entonces le dijo suavemente a Caterina que lo acompañara hacia la sala de estar un momento para conversar. Todas allí creyeron que en realidad no podía mantener sus manos alejadas del cuerpo de la mujer, algo que le parecía incluso descabellado, pero así funcionaban las mentes sociópatas de la junta de señoras.
Al estar un poco más retirados de la opinión de los demás, le miró totalmente serio.
—¿Qué es eso que contiene la carta de la familia real?— preguntó, yendo directo al grano, sin importarle lo que pudiera ocasionar entre los dos.
La mujer bufó, sintiéndose ofendida.
—Lo único que dice es lo mismo de siempre, ellos quieren que tomes responsabilidad del puesto de duque, pero como ya sé que no quieres hacer tal cosa, he devuelto una respuesta negativa. Te he evitado una molestia, querido, deberías agradecerme— comentó con frialdad la mujer, dejando ver en sus orbes claras como el hielo que podía estar hablando en serio.
Un mal presentimiento se asentó en la boca del estómago del más alto, sin terminar de creer lo que ella le contaba, pero no tenía de otra más que continuar con aquella conversación por un tiempo más.
Aunque quiso hacer que ella se equivocara y confesara que en realidad decía algo más, lo cierto era que Caterina tenía demasiado autocontrol y era muy recatada cuando quería.
Entonces le tomó de la mano, apretando esta con fuerza de la muñeca.
—Espero por tu bien que no me estés diciendo mentiras— habló él, serio, por lo que la mujer mostró signos de dolor en su rostro.
La soltó segundos después y volvió al despacho. Llamó a Meliza nuevamente, por lo que esta acudió de inmediato, y cuando estuvo dentro de la habitación, su patrón la miró desde la ventana, había comenzado a beberse un whisky, a pesar de que no fuera ese tipo de hombre, pero estaba muy estresado.
—¿Tiene idea de lo que ponía esa carta, Meliza?— preguntó este, a lo que la de menor estatura se puso un poco nerviosa.
Negó con la cabeza un par de veces, luciendo asustada.
—No he visto ni escuchado nada referente a ello, señor, se lo prometo— dijo ella, sintiendo su pulso latir con fuerza —Solo sé que en cuanto la señora leyó el papel, se vio muy alterada y me ordenó hacer la maleta de la niña Camille—.
Ante esto, el ceño del hombre se frunció aún más, sin poder creer que eso fuera posible de alguna manera.
—¿Y qué hay de su equipaje, señorita? ¿Cuándo lo armaría?— quiso saber el de orbes claras.
—¿El mío? Yo no iba a ninguna parte, señor. Su esposa me ha dicho que debía llevar a Camille hasta un punto de encuentro en la estación de trenes, solo eso me ha comentado, pero luego con la enfermedad de la niña, toda información quedó oculta para mí...— confesó la chica del servicio, jugando con sus manos sin saber muy bien qué más hacer.
El señor dejó el vaso de whisky de inmediato en la mesa, en el posavasos color azabache, viéndose afectado.
—Necesito encontrar esa carta ¿Podría buscarla por mí, señorita Ferreiro? Sin leer su contenido, por supuesto— preguntó el hombre, esperando ser ayudado en ese caso tan extraño por el que atravesaba la familia, porque ya dejaba de ser él, eso involucraba algo más que no le estaban diciendo.
Sabía que Caterina podía engañar hasta a su sombra para hacer que la gente creyera en su versión, en todo lo que dijera como si fuera una especie de religión hacer eso, pero no caería esa vez.
Mucho había sucedido desde que contrajeron nupcias, sin embargo, ahora más que nunca comenzaba a sospechar de la maldad de su mujer. Cada día se le hacía más difícil convivir con ella, pero no podía hacer otra cosa sino esa, la sociedad no daba para mucho en aquél entonces.
—Cuente conmigo, señor, haré lo posible para hallar ese dichoso papel que tanto lo tiene preocupado— se atrevió a decir ella.
Fernando suspiró pesadamente y supo que lo que le decía la de cabellos oscuros no era mentira.
—Bien, espero que cuando la encuentre no sea demasiado tarde— y con eso, el hombre salió de allí, dirigiéndose a la habitación de su hija, la cual se hallaba recostada todavía en cama, pero mucho más fuerte y conversadora que antes.
Acababa de despertar y entonces le saludó con toda la energía que su pequeño cuerpecito contenía.
Se alegró de verla un poco mejor, por lo que la abrazó, sin importarle si él mismo se contagiaba, y es que mientras pudiera ver a su hija sería feliz, era el brillo en su mirar.
Allí estuvieron jugando por varias horas a diferentes juegos que la pequeña inventaba, estallando en risas al ver algún gesto gracioso o al decir alguna oración sin sentido.
Meliza observaba esto desde el marco de la puerta, sonriendo como tonta al verlos tan felices juntos, sin saber que la señora de la casa le observaba desde atrás con una mirada llena de odio.
La calma en aquella casa fue dispersada por unos toques urgentes en la puerta, así que Meliza despertó de su ensoñación y entonces continuó con sus labores, yendo a abrir la puerta. Una vez que lo hizo, se dio cuenta de que la persona allí de pie no era otro que el señor del piso inferior, el de apellido Martin.
Este se veía pálido y lleno de preocupación mientras sostenía en su mano una especie de arma de fuego, por lo que la chica se alarmó de inmediato y alzó sus brazos en señal de paz.
—¡Rápido! Todos vengan conmigo, se ha metido un grupo de delincuentes en el edificio— gritó este a todo pulmón, nervioso a más no poder, y es que se veía que de un momento al otro podía soltar un disparo sin darse cuenta, de modo que Fernando tuvo que acudir de inmediato a escena.
Al enterarse todos de lo ocurrido, lo mejor en lo que pudieron pensar era en encerrarse todos en el piso del señor Martin, el cual les ofrecía su casa a modo de protección para todos.
No muchas personas hacían tal cosa en situaciones de riesgo, pero él era una persona honrada y honesta, muy correcta, por lo que no era de extrañarse tampoco.
Todos los habitantes del edificio caminaron lo más rápido que pudieron por las escaleras de servicio hasta la cocina del piso de los Martin, quienes eran un matrimonio sin hijos pero feliz, solo que en un momento como ese, todo se volvía confuso y muy aterrorizante. El médico cargaba a su hija en brazos para que no hiciera ningún esfuerzo.
Se quedaron todo lo callados que pudieron, escuchando cómo los maleantes iban y venían, hacían y deshacían en sus casas.
Fernando solo pudo pensar en la carta que le enviaran desde la casa real, rezando a todos los dioses para que no la encontraran.