Capítulo Cinco: El nuevo jinete.

2021 Words
Una tranquila tarde en el hipódromo en donde Henrich trabajaba, los caballos se encontraban dentro de su área con un ambiente de estrés porque el jinete que los atendía en ese momento lo único que hacía era gritarles como si fueran bestias cualquiera que debían hacer lo que él decía y no lo que ellos quisieran. Al chico esto le molestaba en sobremanera, sin embargo, no podía decir nada, ya que él solo era el de los mandados, de manera que si daba aunque fuera su opinión una vez, quizá sería despedido, pero estaba esperando el momento ideal para demostrar sus habilidades con los caballos. Sus jefes le habían dicho hasta la saciedad que su lugar solo estaba junto a los paquetes, y que de allí no debería salir si sabía lo que era correcto para él. Jamás le había avergonzado ser de bajos recursos, pero en momentos como ese, lo único que le importaba era saber que los caballos estaban bien. Sus manos se encontraban en puños, porque todo ese miedo y estrés que sentían los animales podía simplemente ser dejado de lado con unas caricias específicas para hacer que su corazón se calmara y supieran que no era una amenaza lo que hacían con ellos. Golpearlos con fustas no era lo ideal, mucho menos teniendo los frenos de lengua y también las anteojeras colocadas como los típicos animales maltratados. Le daba demasiada impotencia que se comportaran así con los caballos, y con la naturaleza en general. Su padre, aunque les dejó muchas deudas, también les dejó enseñanzas valiosas, entres esas, cuidar siempre de la naturaleza y de las personas mientras pudieran, con todo el gusto del mundo, para que de esa manera, colaboraran a la evolución satisfactoria de una sociedad que debiera ser mejor cada día, eso siempre les dejó claro, y no se borró de la mente de ninguno de sus dos hijos. Su frente sudaba debido al sol del atardecer, pero poco le importaba mientras pudiera observar desde su lugar cada error que cometía aquel supuesto jinete galardonado que tuvo la dicha de llegar hasta ese hipódromo. Lo observaba desde su lugar mientras acomodaba lo que pudiera de las tantas cajas que le llevaban a diario para que pusiera orden en ellas y las colocara en su respectivo lugar. Él se encargaba de llevar el cargamento al sitio correspondiente para ser utilizadas las diferentes herramientas. Todos allí pensaban en su trabajo como uno bastante único y útil, pero para Henrich, esto no era suficiente nunca, él quería ser ese jinete suertudo que pudo conseguir lugar en un pueblo tan moderno y lleno de vida, lleno de buena economía. Allí nadie se preocupaba demás por obtener trabajo, ya que las vacantes y las buenas ofertas eran bien recompensadas en todo momento, desde las familias de los nobles hasta los trabajos más humildes y forzados, como lo fuera la herrería y demás. Cuando el chico de veinte años había logrado por fin acomodar todo en su sitio en esa jornada, supo que su trabajo estaba hecho, y lo que le quedaba era observar aquello que hiciera el jinete para poder corregir en su mente lo que él haría en su lugar, y por supuesto ver su técnica con el uso de otros tantos artefactos para domar caballos salvajes. Los caballos al ser tan libres y llenos de libertad, jamás se les podría imponer cadenas, ya que su sistema nervioso se alteraría a tal punto que soltarían todo lo que aprendieran en el momento específico en el cual las puertas del corral estuvieran abiertas, abandonando cualquier rastro de vida o disciplina anterior. Los animales no podían opinar en cuanto al trato que les daban, por eso era injusto que lo hicieran como mejor les pareciera y no como debería ser desde un principio, crear una amistad con ellos era mucho más importante que cualquier instrumento para domar. Bufó una vez más al ver al hombre caer del caballo, porque este no lo quería encima, quería ser libre y correr hasta alcanzar el atardecer. Quiso reír, pero ya ni siquiera la risa le salía de tantos errores de principiante que cometió el jinete. Hablaría con su jefe acerca de eso, ya que haber mentido sobre su posición y quehacer era de los delitos más graves que se pudieran cometer en torno a aquella destreza, sobre todo porque los caballos al ser bestias indomables, tenían todo el derecho a resistirse, y lo harían con toda su fuerza, solo hasta que la mano correcta le diera de comer y le calmara los nervios, a esta mano obedecería siempre. Luego de semejantes muestras de confianza que se darían el uno al otro, se podría generar confianza suficiente como para dejarlo montarle sin problema alguno. Caminó hasta la oficina de su jefe, pero se dio cuenta de que este se hallaba en una pequeña reunión, de modo que le hizo señas de que lo atendería más tarde debido a eso. Henrich asintió, aunque le dolía saber que quizá no le harían caso como le gustaría. Al salir de allí nuevamente para dirigirse hacia el campo a ver cómo el hombre entrenaba a los caballos, pasó por el corral en donde los demás animales se hallaban pastando entre otras cosas, un poco más tranquilos que al que intentaban domar. Entró con toda confianza, sabiendo que nadie le vería si corría con ellos un rato para distraerse de lo que pudiera suceder en su vida poco interesante. Acarició la crin de uno de los caballos más hermosos a su parecer, uno que tenía un tono avellana hermoso mezclado con unos cabellos negros que hacían verlo magnífico y sobre todo elegante. Sus patas eran tan oscuras como las crines, siendo una combinación perfecta, así que a este le dio de comer el único trozo que no quería mediante un pequeño truco que le funcionó bastante bien, el cual iba acompañado de lo que más le gustaba del alimento. Sonrió al verlo comer con tanto gusto algo que antes solo habría dejado perder allí sin mayor atención. Casi nadie se daba cuenta de que a ellos las vitaminas les sabían horrible, pero no se colocaban en su lugar, así que no se lo imaginarían. Gastaban tanto dinero en que esos caballos estuvieran nutridos y ni siquiera se fijaban en que todas las vitaminas las dejaban en el fondo de los comederos donde se quedaban para siempre, sin entrar en sus organismos. Esto porque pensaban que cualquier olor extraño era una amenaza, siendo que solo era instinto de supervivencia, nada de lo que debieran preocuparse en demasía, ya que la mayoría de los animales hacía tal cosa con tal de mantenerse con vida. A más de uno de los trabajadores les gustaba pasar el día bajo los árboles que rodeaban al corral y al perímetro central de carreras, buscando alguna sombra para descansar a gusto mientras los jefes no pudieran verlos, aunque era obvio que sabían lo que cada uno hacía. Por su parte, jamás fue perezoso, sino todo lo contrario, le encantaba ayudar, y por esta razón era que hacía el trabajo lo más rápido posible, solo para obtener más quehacer o quedarse a ver lo que en realidad le interesaba, lo cual eran los corceles. Pensó de repente en su hermana mayor, siendo que ella había tenido que abandonar a su pobre hija en un convento para poder llegar ahí y formarse un nuevo futuro, ya que de haber sabido que era una mujer ya von hija y sin marido, nadie le daría trabajo, o sería muy díficil encontrar siquiera un techo en donde la acogieran, que no fuera la iglesia parroquial, en donde todos los que acudían allí era por necesidad luego de las seis de la tarde. A los más necesitados nunca los trataron bien, en realidad solo sentían desprecio por todo lo que tuviera que ver con ellos, pero no los podían dejar a la intemperie y que sus c*******s hablaran mal de la administración del pueblo y sus autoridades, así que les tenían que dar cobijo aunque fueran una carga y una escoria para l sociedad. Supuestamente, los de la iglesia fueron los únicos que se dignaron a acoger personas de bajos recursos, pero Henrich estaba seguro de que solo lo hacían para poder obtener algún beneficio de ellos a cambio de la explotación no solo laboral, pero incluso s****l cuando se trataba de mujeres en su edad más tierna. Todo aquello le generaba repelús, por eso no veía a Marina en esa situación, pues no permitiría que siguiera sola por mucho tiempo, la ayudaría como fuera posible con tal de que no se la pasara dando lástima por el pueblo. —¿Se puede saber qué demonios estás haciendo, Racines?— preguntó un voz autoritaria detrás de él. Volteó helado, sin saber qué hacer, pues lo habían descubierto con las manos en la masa, por decirlo de alguna manera. Tragó saliva y respondió lo que pudo. —Vi que este caballo no quería comer, señor, sé que ha sido imprudente de mi parte, pero ya he terminado mis labores, y al pasar por aquí solo quise hacer que comiera, es todo. Ya estaba por irme a mi lugar— le informó a su patrón, un tanto asustado. El hombre de sombrero y piel clara le miró con toda la seriedad del mundo, pero esta no fue suficiente para hacer que Henrich se intimidara, no quería ser el típico chico que se dejara hacer por sus mayores, eso sería un crimen total. Levantó las manos en señal de rendición, sin querer verse sospechoso, sino más bien dejando saber que no le haría nada a los corceles. —No vuelvas a tocar a ninguno de los caballos si no se te ha ordenado hacer tal cosa ¿Entendido? Para la próxima falta estarás despedido— le dijo de vuelta el más alto, haciendo que su sombra tapara gran parte del rostro del castaño. —Como ordene, señor, disculpe mi atrevimiento— comentó él, dejando a un lado la comida del corcel, la cual quedaba muy poca en sus manos, ya que había convencido al caballo de comer gran parte de ella. —Bien, pero si le sucede la más mínima cosa a esos caballos, será tu culpa, quiero que lo tengas bien claro— le comunicó el hombre de sombrero, quien tomó su arma en mano, amenazando con esta al que tenía al frente, pero sin sacarla de la funda. El pobre Henrich asintió, teniendo en mente cómo sería de lamentable su muerte si ese hombre acabara con su vida de una manera tan tosca y brutal, sabiendo que era alguien peligroso, y que no debía jugar con su buena disposición a cualquier cosa, en especial referente al trabajo. No quería acabar por las calles de ese pueblo sabiendo que fue despedido y de paso humillado, dejando sus restos cual animal por toda la ruta principal. A pesar de que le quiso hablar acerca de que el jinete nuevo no era bueno ni suficiente para hacer a los salvajes prestarle atención, no pudo, pues las palabras se quedaron en su garganta por mucho más tiempo del que le habría gustado, por lo que no saldría bien exteriorizar su queja. Una vez que el hombre soltó el arma, los pulmones del menor pudieron volver a funcionar con toda la capacidad que tenían, estando desesperados por conseguir aire a como diera lugar. Salió del corral con las piernas de gelatina, pero jamás demostraría tal cosa a los demás, porque no era miedo lo que le tenía al hombre, era miedo a no dejar ningún legado memorable cuando la muerte le cazara desde atrás y lo llevara consigo. Era tanto lo que quería hacer que simplemente no podía permitirse morir de cualquier manera que no fuera heróica, eso lo tenía muy claro desde ya. Una vez que volvió a su lugar de trabajo, se dispuso a buscar alguna otra cosa que hacer antes de tener que dirigir su mirada a lo que hacía todavía el jinete con el caballo salvaje, pronto sería él quien estuviera en su lugar.
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