Henrich se encontraba en la residencia que pagaba, la cual era muy barata para ser verdad, pero por lo menos le daban lo necesario para subsistir, a pesar de que solo se tratara de una pieza en la cual apenas cabía una cama individual y una mesilla de noche.
El baño era compartido al igual que la cocina y el cuarto de lavado, pero eso no le molestaba en absoluto, de modo que no podía quejarse de tener un techo sobre su cabeza.
Miraba hacia el techo estando en su cama, cubierto por una ligera sábana, ya que sentía cómo le incomodaba el calor que hacía. No había manera en la cual el viento soplara esa noche, ni siquiera porque tuviera abierta la ventana se pasaba lo vaporoso del ambiente.
No comprendía a qué se debía el cambio de clima tan repentino, y es que hacía unos dos meses la brisa era helada, pero pasó a ser extremadamente calurosa a medida en que avanzaban los días.
Daba una y otra vuelta como si fuera el aspa de algún molino, pero no lograba encontrar una posición cómoda en la cual pudiera dormir, y al ser medianoche, todos los demás en la pensión estaban más que dormidos, o eso pensó.
Tomó la decisión de salir por sus propios medios, o sea que salió de la pieza en la que dormía para estirar las piernas un rato y así evitarse los malos ratos, así por lo menos podría beber algo caliente a ver si lo ayudaba un poco a conciliar el sueño.
Bajó las escaleras del pasillo de madera que había fuera de las habitaciones, siendo que en la planta baja se encontraba la cocina con aire medieval, pero se disfrutaba. Una vez que ingresó al lugar, sus fosas nasales le hicieron comprender que había justamente un poco de leña en el fogón, cosa que se le hizo extraña, pero continuó como si nada, buscando una pequeña olla en donde calentar un poco de leche.
Ese remedio era conocido por mucha gente, pasando de generación en generación, por ejemplo, de las abuelas a sus hijas, y así sucesivamente. La leche al estar fresca, tenía muchas propiedades que perdían las que vendían las nuevas fábricas de productos, entre esos estaban los jugos naturales que tenían conservantes y aditivos extraños que hacían mal al cuerpo, solo que las botellas no mencionaban los problemas de salud que podrían acarrear ellos por sí mismos.
Colocó la cantidad necesaria para una taza grande en la olla y esta empezó a calentarse con rapidez, por eso, se quedó allí de pie esperando que fuera posible que se calentara mucho más hasta que pudiera hervir como le fuera posible.
Estuvo parado frente al fogón por varios minutos, hasta que la leche se calentó de la manera correcta.
Una vez que la sirvió en la taza en la que bebía desde que llegó al lugar, se asustó al ver una sombra pasar, ya que la iluminación de la cocina consistía en una lámpara de gasolina que le ayudaba a ver en la oscuridad.
Su corazón se sobresaltó sin remedio, pero en cuanto volteó, se dio cuenta de que había una chica en bata de dormir justo en el marco de la puerta que daba hacia la cocina, recostada en este mientras le observaba desde ahí con cierta curiosidad.
No era muy bien visto para la época que un hombre observara a una chica en ese estado, por lo cual decidió llevar la mirada hacia otro lado, sin mucho éxito.
─Has robado mi fuego, ahora tendré que encender de nuevo las brasas─ dijo ella, acercándose justo hacia donde estaba el más alto.
─¿De verdad? ¡Lo siento mucho, no tenía idea!─ le comunicó de inmediato, por lo que la chica solo soltó una ligera risa y continuó con su quehacer, solo hasta que Henrich la detuvo y terminó por encender él de nuevo el fogón.
Cuando la tarea estuvo hecha, la mujer calentó un poco de comida, la cual parecía ser la que preparaba la dueña del lugar. Se preguntó por qué tendría todavía el almuerzo sin consumir, pero prefirió no ser entrometido.
─Gracias por devolver el fuego...─ agradeció la de ojos verdes y sonrisa con hoyuelos, un tanto tímida de momento.
─Henrich─ continuó el hombre, diciendo su nombre sin ninguna vergüenza, pero aún no la miraba por completo, el único detalle que divisó fue que tenía varios kilos de menos, así que sus huesos eran visibles bajo la piel, pero ese no era un gran detalle.
Ella asintió, convencida de que había una química entre ambos que no podía ser ignorada. Lo había visto llegar del trabajo varias veces, tan sudado y varonil que le dejaba temblando en su cama por las noches cuando recordaba esas escenas, pero no habían hablado hasta ese momento.
─Bien, Henrich, mi nombre es Agatha...─ le respondió ella, haciendo que su bata se abriera un poco para que él pudiera ver sus suaves piernas brillantes a la luz de la lámpara.
Henrich de verdad trató de no mirar, pero se le hizo imposible cuando ella era la que quería que la observara, y sería un mentiroso si dijera que no le afectó ni un poco que eso pasara, por eso tragó grueso y trató de tomar un sorbo de su bebida, pasando a quemarse la lengua por lo caliente que estaba el líquido.
Quiso quejarse, pero no lo hizo porque estaba frente a una dama, y eso no se vería para nada bonito.
Hizo su mayor esfuerzo para que nada de eso le afectara, pero fue una lucha consigo mismo, decirse que en realidad no tenía por qué ver las piernas de una mujer que vivía sola y que además estaba indefensa esa noche, a su disposición por completo, tenía que cuidarla, un caballero la respetaría, por mucho que quisiera comerla y no solo a besos.
Jamás una mujer le había interesado tanto o causado tanta fantasía una vez que la veía, pero siempre había una primera vez, siendo que esa sería la suya, por mucho que renegara de esta y se jactara de ser un caballero correcto al cien por ciento.
─Ha sido un placer conocerla, señorita Agatha, pero debo volver a mi alcoba justo ahora. Que pase usted buenas noches─ fue lo que pudo decirle tras casi haberse humillado al mirarla como un bobo.
Caminó lo más rápido que le dieron los pies, y entonces desapareció tras la puerta en el más grande silencio, dejando sola a la mujer con apenas algo de iluminación con su propia lámpara.
A esas alturas poco le importaba ser o no maleducado, ya que era eso o simplemente sucumbir al deseo con una mujer desconocida y desamparada. Él no era de esos típicos machos que se aprovechaban de las mujeres cuando estaban vulnerables, no podía serlo.
Quiso por mucho tiempo dejar que su cuerpo deseara por sí mismo, pero no funcionaba de ese modo, y ahora que creía tener control sobre sí mismo, esa tal Agatha llegaba a revolucionarlo todo dentro y fuera de sí.
Al llegar a su alcoba, cerró la puerta con pasador y se recostó de esta, dejando la taza antes en la mesilla de noche. Observó sus pantalones y estos lo delataban por completo, dejando ver una tienda de campaña en estos sin el mayor disimulo.
Maldijo mentalmente a sus hormonas por no comportarse en momentos tan cruciales, siendo que se empezó a torturar de una forma increíble por ello, pensando en las cosas más horribles que se le pudieran ocurrir para dejar de pensar en esas largas, suaves y blanquecinas piernas.
Tenía años que no se sentía así por los encantos de una chica, pero el destino tenía sus sorpresas, ahora parecía ser que el amor tocaba a sus puertas, o lo que fuera que pudiera llamarse eso, y no sabía si estaba o no preparado para ello.
Respiró profundo una vez que se hubo calmado, pero entonces más dudas atacaron su cabeza, haciendo que se le hiciera definitivamente imposible conciliar el sueño. Lo intentó de todos modos luego de beber la leche caliente, y solo fue hasta las cuatro de la mañana cuando pudo volver a dormir, pero solo pudo hacerlo una hora hasta que el gallo comenzó a cantar para avisar que un nuevo día estaba por iniciar.
No quería levantarse de la cama hecha de paja, pero supo que tenía que hacerlo si no quería ser despedido del empleo de sus sueños, o al menos el que le abriría las puertas a la libertad de demostrar sus talentos como jinete. No perdería la esperanza de que algún día lo miraran con respeto por ser genial en lo que hacía.
Se levantó y se vistió como de costumbre, retirando su ropa de dormir con rapidez, tomaría un baño cuando regresara, ya que le había costado levantarse y se había malgastado el tiempo en eso.
Bajó con su sombrero puesto, y vio que el amanecer ya tintaba el cielo con unos colores claros y hacía una brisa fresca, a diferencia de la noche anterior en la cual no pudo faltar el calor pegajoso, del que se adhiere a la piel sin ningún remordimiento.
Pasó a creer que el día no estaba de su lado cuando encontró de nuevo a Agatha en su camino a la salida de la casa, solo que esta se hallaba en mejores ropas, mucho menos reveladoras y con un tocado tan bien hecho que pensó que era una señorita de sociedad.
Más tarde se enteró de que ella en realidad estaba estudiando para ser monja, y cualquier ilusión que pudo haberse hecho el chico pasaron a un segundo plano, dejándolo algo desconsolado. Las monjas tenían prohibido tener pareja, y mucho menos intimidad, eso ya era un escándalo, los hijos también pasaban a ser un tabú enorme.
Se sintió terrible durante todo el día de servicio en el hipódromo, viendo cómo las parejas se divertían entre sí y se entregaban amor. Ya faltaba poco para que su madre llegara, de modo que pensar en tantas tonterías ya se le quitaría.
Pensó que en realidad nada había sucedido entre ellos dos, y que era probable que la mujer ni siquiera hubiera hecho eso a propósito, siendo él el malpensado allí, por lo que se culpó aún más, había mirado deseoso a una devota del Señor, nada podía ser más humillante que eso.
Por supuesto, la mujer engañaba, pues era tan hermosa y tan joven que nadie pensaría que podría ser ni de lejos una monja, pero al verla con ese uniforme en la mañana, todo cobró sentido, ella era parte de una secta de la iglesia, y no podía hacer que cambiara de parecer, lo mejor sería no hablarle de nuevo, para evitar malentendidos en el futuro.
Estuvo todo el día distraído, pensando en que su vida era un desastre se mirase por donde se mirase, pero no podía dejarse derrotar solo por enterarse de que una mujer dentro de miles disponibles era una entregada de Jesucristo, eso jamás. Él sí que era devoto, pero no a tal extremo, solo que respetaba mucho que los demás lo fueran, la palabra juzgar no existía en su vocabulario, era feliz mientras los demás lo fueran, y ese parecía ser el caso de Agatha.
Se resignó a dejar que el universo le sorprendiera con lo que tuviera que sorprenderle, ya que no quería hacerse ilusiones de ningún tipo. Apenas habían entablado una conversación y ya creía que algo ocurría entre ellos, eso no debía estar bien para nada, así que decidió pensar en otras cosas.
Se dirigió hasta las cajas de madera que tenía por ordenar, y lo hizo de tal manera que estas estuvieron en una fila muy recta ordenadas por código en orden alfabético, algo de lo cual se quedó pasmado el jefe cuando lo vio, pero le felicitó por su esfuerzo, y le pidió que por favor, todos los demás pedidos también los ordenara así a partir de ese momento.
Henrich no estaba de acuerdo, pero fue su culpa de todos modos que le pidieran hacer tal cosa, no podía quejarse, aunque eso le llevara mucho más trabajo del habitual. Su jefe entonces lo envió a un convento a retirar un paquete importante, y su rostro palideció al escucharle decir aquello.