XVIII Deslizándose por las silenciosas calles, eligiendo las más sombrías y aterradoras, el hombre que había salido de la casa de la viuda cruzó el puente de Londres y, al entrar en la City, se internó en las plazas apartadas, en los callejones y en los patios, sin otro objeto que el de perderse entre sus rodeos y burlar toda persecución si alguien seguía sus pasos. Era medianoche y todo estaba en silencio. De vez en cuando los pasos adormilados de un vigilante sonaban sobre el pavimento, o el farolero en sus rondas pasaba rápidamente a su lado dejando tras de sí un rastro de humo mezclado con los relucientes bocados de su eslabón al rojo vivo. Se ocultaba incluso de estos otros paseantes solitarios, y, encogiéndose en algún arco o callejón al pasar ellos, volvía a salir cuando habían de