VIII En cuanto se encontró en la calle, Simon Tappertit abandonó su sigilo y, tomando un aire de camorrista, de valentón, de calavera que no vacilaría en matar a un hombre y hasta comérselo crudo en caso de necesidad, siguió andando a lo largó de las calles oscuras. Haciendo de vez en cuando una pausa para palparse el bolsillo y cerciorarse de que llevaba la llave maestra, se dirigió apresuradamente hacia el barrio de Barbican, e internándose en una de las más estrechas calles que surgían desde su centro, acortó el paso y se enjugó la frente bañada en sudor, como si el término de su paseo estuviera cercano. El sitio no era el más a propósito para una excursión nocturna, porque gozaba verdaderamente de una fama más que equívoca y no tenía una apariencia muy halagüeña. Desde la calle prin