VI Asombrado el cerrajero por los acontecimientos que habían sucedido con tanta rapidez y violencia, contempló a aquella mujer, que se estremecía en la silla como si estuviera aturdida, y la hubiese contemplado mucho más rato de no haberse desatado su lengua movida por la compasión y la humanidad. —Estáis enferma —afirmó—, permitid que llame a alguna vecina. —No, por favor, no llaméis a nadie —respondió la viuda, haciéndole un ademán con la mano trémula y sin volver el rostro—. Basta que os hayáis encontrado aquí para ver lo que ha sucedido. —Sí, basta y hasta sobra —dijo Gabriel. —No lo niego. Como gustéis. No me hagáis preguntas. Os lo suplico. —Vecina —dijo el cerrajero después de una pausa—, ¿es justo, es razonable lo que hacéis? ¿Es digno de vos que me conocéis desde hace tanto