Leía
Hoy era domingo, y ya había pasado una semana desde aquel fin de semana en casa de Adrián. Una semana desde que desperté en su cama, con una sensación de calma que no recordaba haber sentido en mucho tiempo. Después de ese paseo con Kal, Adrián insistió en que me quedara un día más, argumentando que tenía “un plan secreto” para el desayuno del día siguiente. No pude decir que no, y la verdad, no quería hacerlo.
Todavía no podía creerlo.
Todo lo que había pasado entre nosotros parecía tan irreal, como si estuviera viviendo un sueño que no quería terminar. Por primera vez en mucho tiempo, sentía que no estaba fingiendo, que no tenía que esconder partes de mí misma.
Con él, podía ser yo.
La semana que siguió fue una montaña rusa. El trabajo había sido una locura, con llamadas, reuniones y plazos que parecían multiplicarse cada vez que respiraba, pero Adrián había encontrado la manera de colarse en mi rutina, en los pequeños espacios entre el caos, y con cada detalle lograba arrancarme una sonrisa.
Cada mañana me esperaba mi café favorito en mi escritorio. No sé cómo lo hacía, pero siempre estaba ahí, perfectamente caliente, como si lo acabara de preparar. Los días en que las reuniones me absorbían tanto que no tenía tiempo para almorzar, él se aseguraba de que alguien me llevara algo que sabía que me encantaría.
El miércoles me sorprendió aún más.
Me envió un mensaje diciendo que teníamos una reunión importante a las dos de la tarde. Llegué corriendo a su oficina, con mi libreta en mano, lista para tomar apuntes, pero lo que encontré fue una mesa puesta con comida para dos.
―Creo que esta es una conversación estratégica, ¿no crees? ― dijo con esa sonrisa pícara que empezaba a reconocer como su arma más poderosa.
Durante esa hora, no hablamos de trabajo en absoluto. Nos reímos, compartimos anécdotas y, por un rato, me olvidé del mundo fuera de esas cuatro paredes.
Y luego estaban las miradas. Esas cargadas de algo más que simples palabras, como si estuviera diciendo todo lo que no podía con su boca, eran fugaces, robadas en los pasillos o durante alguna reunión en equipo. Miradas que me hacían sentir como si solo existiéramos él y yo, aunque la sala estuviera llena de gente.
A veces, sus gestos iban un paso más allá. Como el jueves, cuando pasé por su oficina para dejarle unos documentos y, aprovechando que nadie estaba cerca, me robó un beso rápido pero intenso.
―No podía esperar hasta la noche― murmuró antes de devolverme a la realidad con un guiño que me dejó sin aliento.
No sabía qué era esto, tampoco a dónde iba. Pero hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien, tan viva.
La ansiedad que solía acompañarme como una sombra parecía haberse desvanecido, al menos por ahora. Con él, todo era ligero, espontáneo y, de alguna manera, natural.
Demasiado, quizás.
Pero decidí no pensarlo demasiado. A veces, lo único que puedes hacer es dejarte llevar.
Estaba terminando de doblar la última camisa del canasto de ropa limpia cuando el timbre de la puerta sonó. No esperaba visitas, lo que me dejó un poco desconcertada.
De todas formas, dejé lo que estaba haciendo y caminé hacia la entrada. Cuando abrí la puerta, la familiar sonrisa cálida de Dakota me recibió como un rayo de sol inesperado.
―Traje el almuerzo― anunció con su típica actitud despreocupada, alzando una caja de pizza y un six-pack de rubias artesanales―. Pizzas y cerveza, porque me debes una buena charla, y no pienso aceptar excusas.
Me reí, ya resignada.
Dakota siempre tenía una manera de irrumpir en mi vida justo cuando más lo necesitaba, incluso cuando yo misma no lo sabía. Cerré la puerta detrás de ella mientras la veía instalarse en la sala con la confianza de quien conoce cada rincón de tu casa. Dejó la caja sobre la mesita del centro y se desplomó en el sofá, como si hubiera estado esperando este momento todo el día.
―No tengo idea de qué estás hablando― dije mientras me dirigía a la cocina por vasos y servilletas, aunque sabía perfectamente que iba a ser imposible esquivar sus preguntas.
Cuando regresé, ella ya había abierto la caja de pizza, y el delicioso aroma a salsa de tomate, mozzarella derretida y orégano me hizo gruñir el estómago. Dakota tomó un pedazo con la satisfacción de quien sabe que está en su elemento.
―Claro que sabes de qué hablo― murmuró con una sonrisa ladina, mientras yo servía las cervezas en los vasos y me sentaba frente a ella. Me miró con los ojos brillantes de quien está a punto de disfrutar un buen chisme―. Quiero todos los detalles de ese fin de semana candente con tu jefe. Y, Leía, déjame decirte algo― hizo una pausa teatral mientras alzaba una mano―, felicidades por el salto de calidad. Porque pasar de Logan a ese bombón de Adrián… ―chasqueó los dedos y se echó a reír―, amiga, eso es lo que yo llamo progreso.
― ¡Dakota! ― exclamé, entre horrorizada y divertida, mientras ella seguía riendo y aplaudiendo como si hubiera ganado la lotería.
― ¿Qué? Es verdad y tú lo sabes mejor que nadie― respondió con descaro, dándole un mordisco a su pizza―. Ahora, suéltalo todo. No pienso dejarte en paz hasta que me cuentes cada maldito detalle.
Suspiré, sabiendo que no había escapatoria, y jugueteé nerviosamente con mi vaso antes de hablar.
―Estuvimos juntos― admití finalmente, sintiendo el calor subir a mis mejillas. Apenas podía sostenerle la mirada mientras las palabras salían de mi boca―. Todo empezó en la oficina, y luego… bueno, terminamos en su apartamento.
Dakota dejó caer el pedazo de pizza que tenía en la mano y se inclinó hacia adelante, como si no quisiera perderse ni una sílaba.
― ¿Y qué tal estuvo? ― preguntó con genuina curiosidad, sus ojos brillando de anticipación.
―Alucinante― susurré, escondiendo la cara entre mis manos como si pudiera ocultar el rubor que seguramente estaba encendiendo mis mejillas―. Adrián es… demasiado en todo. No sé cómo explicarlo, nunca me había sentido así. Jamás, Dakota.
Ella soltó un silbido bajo, como si acabara de escuchar una noticia digna de portada.
―Era hora, cariño― dijo con una sonrisa llena de complicidad―. Nadie más que tú se merece que un tipo sexy, con un equipo tan importante como su cuenta bancaria, te dé los mejores orgasmos de tu vida.
― ¡Por Dios, Dakota! ― gemí, tirándome hacia atrás en el sillón mientras ella se reía a carcajadas.
―En serio, Leía. No tienes idea del brillo que tienes en los ojos. Hacía mucho tiempo que no te veía así. Es como si alguien hubiera encendido una luz dentro de ti, ¿sabes?
Sus palabras me dejaron en silencio por un momento. Tenía razón, aunque me costaba admitirlo. Desde que Adrián había entrado en mi vida de esa manera, algo había cambiado. Me sentía más ligera, más feliz, más… yo.
―Lo de Logan fue duro― asegure finalmente, mirándola con sinceridad―. Que se haya ido así, sin explicaciones, me dejó hecha pedazos. Pero con Adrián… no lo sé, Dakota. Ya no tengo ganas de luchar contra esto.
Ella alzó su vaso con una sonrisa de aprobación.
―Y haces muy bien― declaró con la solemnidad de un brindis importante―. Brindemos por ti, por muchos orgasmos más y, por supuesto, por muchos fines de semana emocionantes.
No pude evitar reírme mientras chocábamos los vasos y el sonido del cristal llenaba la sala. Por primera vez en mucho tiempo, me sentí bien.
Realmente bien.
Después de terminar el almuerzo, Dakota insistió en acompañarme al mercado. Según ella, "ninguna persona civilizada debería sobrevivir con una nevera vacía". Entre risas y bromas, recorrimos los pasillos llenando el carrito con todo lo necesario: frutas, verduras, leche, café, y hasta una botella de vino que Dakota aseguró que necesitaría "por si el jefe sexy aparecía de improviso".
Además de lo básico, también sucumbimos a la tentación de hacer algunas compras innecesarias. Salimos del mercado cargando bolsas con un par de vestidos que no necesitábamos, pero que no pudimos resistir. Dakota se despidió poco después para ir a su casa y prepararse para su turno en el trabajo, dejando su inconfundible rastro de energía alegre.
Cuando llegué a casa, me puse a acomodar las compras en la nevera y la alacena. El sol ya había caído y el cielo se teñía de tonos dorados y malva que se desvanecían lentamente. Sentí el cansancio acumulado de la semana, y una idea me cruzó por la mente, un baño relajante, de esos que te reconectan contigo misma. Un pequeño mimo, algo que hacía mucho tiempo no me regalaba.
Decidida, entré al baño y abrí el grifo de la bañera, dejando que el agua caliente comenzara a llenarla mientras seleccionaba cuidadosamente las sales de baño. Opté por unas de lavanda y eucalipto, perfectas para liberar tensiones. Encendí un par de velas aromáticas, apagando las luces del baño para crear un ambiente cálido y sereno. La tenue llama de las velas proyectaba suaves sombras danzantes en las paredes.
De fondo, elegí una lista de reproducción suave, con melodías de piano y cuerdas que acariciaban el oído. Todo estaba listo.
Me desnudé lentamente, dejando caer la ropa al suelo como si me despojara no solo de telas, sino también del peso de los días.
Al entrar en el agua, el calor me envolvió de inmediato, como un abrazo que deshacía cada nudo en mis músculos. Suspiré profundamente, dejando escapar la tensión con el aliento. El aroma de las sales llenaba el aire, una mezcla dulce y fresca que me invitaba a cerrar los ojos y simplemente dejarme llevar.
Me acomodé, sumergiendo el cuerpo hasta que solo mi rostro quedaba fuera del agua. Los sonidos del agua chapoteando suavemente, la música y la tenue luz de las velas creaban una burbuja de calma que hacía que el mundo exterior desapareciera.
Por un momento, simplemente existí.
Sin obligaciones, sin preocupaciones. Pensé en lo mucho que había cambiado mi vida en las últimas semanas, en Adrián y en cómo, sin darme cuenta, su presencia había despertado algo en mí. Algo que había estado dormido durante mucho tiempo, la capacidad de sentirme deseada, viva, y dueña de mi propia felicidad.
Sonreí para mí misma, dejando que el agua cálida me envolviera como si pudiera lavar no solo mi cuerpo, sino también los restos de dudas o miedos que pudieran quedar.
Este momento era mío, y no lo cambiaría por nada. Por primera vez en mucho tiempo, sentía que los pedazos rotos de mí misma, los que Logan había dejado esparcidos como fragmentos de vidrio, empezaban a unirse nuevamente. Y lo mejor de todo, lo hacía sin mirar atrás, sin cargar con el peso de aquel abandono.
Después de casi una hora, el agua había perdido su calor y mi piel empezaba a arrugarse, señales claras de que era momento de salir. Me levanté despacio, dejando que las gotas de agua resbalaran por mi cuerpo, al envolverme en mi bata de seda, el suave tejido me reconfortó, recordándome cuánto disfrutaba de esos pequeños detalles que me hacían sentir bien conmigo misma.
Acomodé las velas y vacié la bañera, disfrutando del aroma que todavía llenaba el baño. Después de apagar la luz, caminé descalza hasta la cocina, con el pelo húmedo cayendo sobre mis hombros. Abrí la nevera, buscando algo ligero para cenar antes de acostarme.
Mi mirada se posó en los huevos y algunos vegetales. Pensé en preparar un rápido wok de verduras, algo sencillo y nutritivo, ya que mañana debía madrugar para llegar temprano a la oficina. Sin embargo, justo cuando estaba a punto de sacar los ingredientes, el timbre de la puerta sonó por segunda vez en el día.
Fruncí el ceño. ¿Quién podía ser ahora? No esperaba a nadie, y la última vez que alguien había llegado sin avisar había sido Dakota.
Con el corazón latiendo un poco más rápido por la curiosidad, fui hacia la puerta y la abrí.
La sorpresa fue absoluta. Adrián estaba allí, parado en el umbral de mi apartamento, vestido con una chaqueta informal que acentuaba sus hombros anchos y un aire desenfadado que solo él podía llevar con tanta naturalidad. Sus ojos brillaban con una mezcla de seguridad y ternura, y esa sonrisa, esa maldita sonrisa sexy, me robó el aliento como siempre.
―Se me ocurrió que después de tantos días sin vernos podíamos cenar juntos― dijo con una voz grave y cálida que me hizo estremecer. Levantó una gran bolsa marrón, haciendo que sus palabras parecieran aún más irresistibles.
― ¿Sabes que solo ha pasado un día? ― respondí con una sonrisa, aunque mi corazón estaba saltando de alegría.
―Por eso mismo, Leía― murmuró mientras cruzaba el umbral sin esperar una invitación formal. Cerré la puerta tras él, sintiéndome de pronto consciente de mi bata de seda y mi cabello húmedo.
Adrián se detuvo a mi lado y me miró de cerca, tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo irradiando hacia el mío. Antes de que pudiera decir algo más, inclinó la cabeza y me besó. No fue un beso apurado o tímido, pero tampoco fue tan largo como me hubiera gustado. Era suficiente para dejarme con ganas de más, como si supiera exactamente cómo mantenerme bajo su hechizo.
―Demasiado tiempo― añadió en un susurro contra mis labios, su voz cargada de una intensidad que hizo que todo mi cuerpo se estremeciera.
No pude evitar reír. Adrián tenía esa capacidad de convertir hasta las cosas más simples en momentos extraordinarios.
― ¿Y qué traes en esa bolsa misteriosa? ― pregunté, intentando distraerme mientras me alejaba un poco, más para recuperar el aliento que porque quisiera poner distancia entre nosotros.
―Sorpresas― respondió con una sonrisa ladeada mientras caminaba hacia la mesa de la sala―. Aunque puedo adelantarte que hay algo que combina bien con el vino que tienes en tu nevera.
― ¿Cómo sabes que tengo vino? ― pregunté mientras lo seguía, sintiéndome divertida y un poco intrigada.
―Sé más cosas de las que te imaginas, Leía― dijo guiñándome un ojo mientras empezaba a sacar recipientes de la bolsa. Olía increíble: comida italiana, con toques de ajo, albahaca y queso derretido que llenaron la habitación.
―Esto huele... delicioso― admití, dejando que mi estómago decidiera por mí.
―Es de un pequeño restaurante italiano al que suelo ir― me contó mientras servía un poco de pasta en un plato―. Pensé que después de una semana tan intensa, te vendría bien una cena sin tener que cocinar.
Me quedé mirándolo por un momento, sintiéndome abrumada por el gesto. Adrián no solo me hacía sentir deseada, sino también cuidada, como si cada detalle importara para él.
Nos sentamos juntos en el sofá, compartiendo risas, pasta y el vino que había sacado de la nevera. La noche se sentía ligera, cálida, como si el mundo entero se hubiera reducido a ese momento, a esa pequeña burbuja que él y yo habíamos creado.
Por un instante, pensé en lo diferente que era todo ahora.
Adrián había llegado como una tormenta suave, transformando mis días en algo nuevo, emocionante y lleno de promesas. Y mientras me miraba con esos ojos que parecían leerme el alma, supe que, pasara lo que pasara, no cambiaría este momento por nada.