Leía
Me desperté sintiendo el peso cálido y firme de un cuerpo sobre el mío. Por un instante, mi mente todavía atrapada entre el sueño y la vigilia, no entendía qué estaba pasando. Pero entonces, la realización de lo que había ocurrido anoche me golpeó como una avalancha, trayendo consigo una mezcla de emociones que se enredaban en mi pecho.
Lo primero que sentí fue sorpresa. Luego, algo inesperado: una sonrisa que se formó lentamente en mis labios.
Había algo liberador en lo que había pasado. Algo que me hacía sentir que, de alguna manera, había roto las cadenas que me ataban a mi vieja yo, esa versión mía que seguía aferrada a la idea de que Logan iba a volver por mí, a que tal vez algún día me explicaría por qué se había ido sin siquiera darme una razón.
Pero ahora lo entendía. Eso no iba a suceder.
Y lo que era aún más importante, yo ya no iba a seguir esperando. Logan se había llevado consigo muchas cosas, pero no iba a permitir que se quedara también con mi presente.
Entonces estaba él.
Adrián, mi jefe.
Anoche había sido... Dios, ni siquiera sabía cómo describirlo. No había palabras que pudieran capturar todo lo que había sentido, todo lo que había sido. Nunca, y lo digo en serio, nunca había estado con un hombre como él.
Adrián era demasiado.
Demasiado intenso, con esa forma de mirarme que hacía que todo a mi alrededor desapareciera.
Demasiado dominante, como si supiera exactamente qué hacer, cómo moverme, cómo llevarme a un lugar que ni siquiera sabía que existía dentro de mí.
Demasiado pasional, porque cada caricia, cada beso, cada palabra susurrada en mi oído estaba cargada de una electricidad que aún podía sentir recorriendo mi piel.
Y lo más desconcertante de todo era que yo no me había sentido abrumada por ese "demasiado." Al contrario.
Con Adrián, había descubierto una versión de mí misma que ni siquiera sabía que existía. Una mujer que no temía entregarse, que podía tomar lo que quería sin reservas, que podía dejar de lado todas las inseguridades y simplemente ser.
El sonido de su respiración profunda me devolvió al presente. Giré un poco la cabeza, y allí estaba él, todavía dormido, con el rostro relajado, pero aun así emanando esa fuerza tranquila que parecía ser parte de él incluso en sus momentos más vulnerables.
Me quedé mirándolo por un momento, tratando de entender cómo alguien como él había logrado atravesar todas las barreras que había construido a mi alrededor.
Su brazo, todavía envuelto alrededor de mi cintura, me mantenía pegada a él, y la calidez de su cuerpo era reconfortante, casi adictiva. Podía sentir el latido de su corazón contra mi espalda, un ritmo constante que de alguna manera calmaba el caos en mi mente.
Por primera vez en mucho tiempo, me sentí en paz.
Cerré los ojos de nuevo, permitiéndome disfrutar de ese momento, aunque supiera que eventualmente tendría que enfrentar la realidad. Pero por ahora, por este instante, todo estaba bien.
Porque yo ya no era la misma.
Anoche no había sido solo un encuentro físico. Había sido una revelación, una puerta que se había abierto, mostrándome que podía ser más, que podía querer más, que podía tomar más.
Adrián me había llevado a ese lugar, y aunque parte de mí todavía no sabía cómo procesarlo, había otra parte que estaba emocionada por descubrir qué vendría después.
Cuando volví a despertarme, la cama estaba vacía.
La luz de la mañana se filtraba suavemente a través de los grandes ventanales, iluminando la habitación con un resplandor cálido. Me removí entre las sábanas, sintiendo cómo los restos del sueño se deslizaban lentamente fuera de mi cuerpo.
Había dormido profundamente, como si el tiempo se hubiera detenido durante horas.
Miré a mi alrededor, buscando algún rastro de Adrián, pero no había señales de él. El espacio a mi lado estaba frío, y la habitación parecía demasiado grande y silenciosa sin su presencia. Con un suspiro, me levanté de la cama, el recuerdo de la noche anterior aún fresco en mi mente, como un eco persistente que hacía que mis labios se curvaran en una pequeña sonrisa involuntaria.
Busqué mi ropa, pero tampoco estaba. Al parecer, mis pertenencias habían desaparecido misteriosamente, resignada, me acerqué al sofá en la esquina de la habitación, donde encontré una de sus camisas abandonada. La tomé sin dudar.
La tela era suave, impregnada con el ligero aroma a su colonia, y me quedaba enorme, cubriendo apenas la mitad de mis muslos. No pude evitar mirar mi reflejo en el espejo mientras me cerraba los primeros botones, algo en cómo me quedaba esa prenda me hizo sentir cómoda, casi protegida.
Fui al baño a lavarme la cara y enjuagarme la boca, atándome el cabello en un moño desordenado cuando terminé. Mientras lo hacía, la anticipación comenzó a crecer en mi pecho.
¿Dónde estaba él?
Salí de la habitación y, al girar hacia el pasillo que conectaba con la sala, lo encontré.
Adrián estaba en la cocina, moviéndose con una naturalidad que me dejó momentáneamente sin aliento. Su espalda ancha estaba relajada mientras manejaba con destreza una sartén sobre la estufa, y el aroma del café recién hecho llenaba el aire. La escena era tan doméstica, tan inesperadamente íntima, que algo dentro de mí se retorció.
En cuanto sus ojos encontraron los míos, una sonrisa apareció en su rostro, cálida y desarmante.
―Creo que puedo acostumbrarme a la idea de ti despertando en mi cama y usando mis camisas― dijo con un tono ligero, aunque la intensidad en su mirada traicionaba el juego de sus palabras.
No pude evitar sonreír mientras me acercaba lentamente, deteniéndome al otro lado de la isla de la cocina, como si necesitara mantener una barrera entre nosotros para controlar la electricidad que parecía fluir en el aire.
Él me observó con atención, su dedo señalándome con un gesto claro.
―Ven aquí, Leía.
La forma en que pronunció mi nombre, baja y cargada de intención, me hizo estremecer. Obedecí, rodeando la isla hasta quedar frente a él. En cuanto estuve lo suficientemente cerca, sus manos se posaron en mi cintura con firmeza, atrayéndome hacia él como si el espacio entre nosotros fuera una afrenta que debía resolver de inmediato.
Y luego sus labios encontraron los míos.
El beso fue todo menos casual. Era hambre, era necesidad, era una continuación de la noche anterior, como si las horas de sueño no hubieran hecho más que intensificarlo. Mis manos subieron a sus hombros, y me dejé llevar por la calidez de su cuerpo y la intensidad de su tacto.
―Buenos días― susurré contra sus labios, con una sonrisa que no podía contener, aunque odiaba la idea de separarme de él, incluso por un momento.
―Buenos días― respondió, su voz baja y cargada de satisfacción mientras sus ojos brillaban al mirarme. No me soltó, manteniéndome anclada contra él como si ese fuera mi lugar natural―. He preparado el desayuno. Espero que te guste.
―Estoy segura de que sí― respondí con sinceridad, mi voz suave, aunque mis sentidos aún estaban atrapados en la calidez de su aliento y el peso de su mirada.
Él sonrió, inclinándose hacia mí para dejar un último beso breve, casi reverente, antes de apartarse ligeramente para girar hacia la estufa.
―Siéntate, Leía― dijo, mientras servía el café en dos tazas―. Quiero que te relajes.
Obedecí, tomando asiento en uno de los taburetes frente a la isla. Observé cómo servía los platos con una seguridad tranquila, como si la cocina fuera su segunda naturaleza. Era fascinante verlo en un entorno tan diferente al que acostumbraba, lejos de la intensidad del trabajo y del dominio implacable que solía proyectar.
―No sabía que cocinabas― dije, jugando con el borde de mi taza de café mientras lo observaba.
―Hay muchas cosas que aún no sabes de mí, pero tienes tiempo para descubrirlas― respondió con una sonrisa ladeada, dejando un plato frente a mí antes de sentarse a mi lado.
Mientras tomaba el primer bocado, no pude evitar pensar en lo surrealista que era todo. La calma, la conexión, la calidez de este momento.
Era un contraste tan fuerte con la intensidad que él solía proyectar, y, sin embargo, no se sentía menos auténtico.
Por primera vez en mucho tiempo, sentí que todo estaba bien, aunque fuera solo por ahora.
Después del desayuno, mientras el agua caliente de la ducha corría sobre mi piel, intenté procesar la mañana. Todo había sido tan inesperado y, al mismo tiempo, tan natural. Adrián tenía una forma de manejar las cosas que me hacía sentir cuidada, aunque a veces fuera demasiado imponente.
Había insistido en mandarme a comprar ropa, a pesar de que le dije que no era necesario. Mis protestas fueron inútiles; mi ropa estaba destrozada, y él no era del tipo que aceptaba un "no" como respuesta. Cuando terminé y salí del baño, vi sobre la cama una bolsa elegante.
Dentro había unos jeans, una camiseta sencilla, pero de buena calidad, un sweater suave al tacto, y hasta un par de zapatillas cómodas. Toqué cada prenda con curiosidad, admirando la atención al detalle, lo más sorprendente fue que todo me quedaba a la perfección, como si él hubiera sabido exactamente mis tallas y preferencias.
Mientras me vestía, no pude evitar sonreír ante el cuidado que había puesto en todo. Había algo en este gesto que me desarmaba, un tipo de atención que no sabía cómo procesar del todo.
Cuando finalmente salí del dormitorio, y lo encontré en la sala. Adrián estaba poniéndole la correa a Kal, su hermoso perro de gran tamaño con un pelaje brillante y una mirada vivaz. Apenas me vio, el perro se soltó de su dueño y corrió hacia mí, moviendo la cola con tanta energía que parecía a punto de derribarme.
― ¡Kal! ― exclamé, inclinándome para recibirlo mientras sus patas delanteras se posaban sobre mis muslos.
El perro no dejaba de saltar y lamerme las manos, y yo no podía contener la risa ante su entusiasmo desbordante.
―Parece que le agradas mucho a Kal― dijo Adrián, acercándose a nosotros con una sonrisa que iluminó todo su rostro.
El tono en su voz era relajado, casi juguetón, y algo en esa naturalidad hizo que mi corazón latiera un poco más rápido.
―Creo que él quiere que nos acompañes a dar su paseo― añadió mientras Kal seguía tirándose encima mío, moviendo la cola como si no hubiera visto a nadie en años―. ¿Qué dices?
Me enderecé, acariciando las orejas de Kal, que parecía encantado con la atención. Levanté la mirada hacia Adrián, que me observaba con esa mezcla de intensidad y calma que siempre lograba descolocarme.
―Acepto la invitación― dije sin pensarlo demasiado, porque quería hacerlo.
Él asintió, con una sonrisa apenas perceptible en la comisura de sus labios, como si hubiera sabido que diría que sí. Tomó la correa y Kal volvió a su lado, aunque no sin echarme un último vistazo, como asegurándose de que lo seguiría.
Mientras salíamos del departamento, el aire fresco de la mañana nos envolvió, revitalizante y limpio. Adrián caminaba junto a mí con una calma que me sorprendía, como si todo en su mundo estuviera perfectamente en su lugar. Kal, por su parte, trotaba feliz, olfateando cada rincón y lanzando miradas curiosas a todo lo que pasaba.
Caminábamos en silencio, pero no era incómodo. Era un silencio compartido, lleno de esa tranquilidad que surge cuando las palabras no son necesarias. Adrián, con una mano en la correa de Kal, se giró hacia mí en un momento y dijo:
―No suelo hacer esto.
― ¿Qué cosa? ― pregunté, mirándolo con curiosidad.
―Compartir momentos como este, hace mucho deje de hacerlo― respondió, su tono más serio ahora―. Pero contigo, todo parece encajar de forma diferente.
No supe qué decir. Las palabras se atascaban en mi garganta mientras su mirada intensa me envolvía. Finalmente, solo asentí, permitiéndome disfrutar de lo que él estaba ofreciendo, sin analizarlo demasiado.
Kal tiró de la correa, rompiendo el momento, y Adrián rio, un sonido bajo y agradable que hizo que me relajara un poco más.
―Creo que él quiere que sigamos― dijo.
Y seguimos caminando, dejando que la simplicidad del momento nos envolviera, como si este pequeño paseo fuera todo lo que necesitábamos para olvidar el resto del mundo por un rato.