Leía
Abrir los ojos en este momento debería ser considerado un acto de valentía, o tal vez de pura insensatez. La luz que se cuela por las rendijas de los ventanales no tiene piedad, atravesándome como dagas ardientes y juro por dios, que nunca más volveré a beber como lo hice anoche.
Mi cabeza late con fuerza, como si un tambor hubiera encontrado un ritmo frenético dentro de mi cráneo, y la memoria... esa traidora, está más ausente que nunca.
Parpadeo lentamente, tratando de reunir las piezas de una noche que se me escapa entre los dedos. Recuerdo estar en la pista de baile, con la música retumbando en mi pecho, y luego... un abismo n***o.
Vacío.
Me esfuerzo por reconstruir los detalles: un trago de más, risas con Dakota, y luego alguien.
Cerca mío.
Su rostro es un borrón, pero el calor de sus manos en mi cintura persiste.
El escalofrío de una idea aterradora me recorre. En mi delirio, ¿fantaseé con mi jefe? La imagen de él cargándome, su expresión seria mientras me arropaba en la cama, es tan vívida que podría jurar que fue real.
Niego con la cabeza, aunque el movimiento sólo intensifica el dolor.
Dakota no me lo dejará pasar si lo menciono, y la sola idea de escuchar sus burlas me da ganas de esconderme bajo las sábanas por semanas.
Resoplo, la frustración se mezcla con la incomodidad física. El cuarto está impregnado de un leve olor a alcohol y perfume, un recordatorio de la tormenta que fue anoche. En el suelo, un zapato solitario yace junto a mi bolso, que parece haber sido arrojado sin mucho cuidado.
Necesito agua, murmuro, aunque mi voz suena áspera, casi irreconocible. Me siento en el borde de la cama, sosteniéndome la cabeza entre las manos. Este es, sin lugar a dudas, el peor caso de resaca que he tenido en la vida. ¿Cómo pude ser tan imprudente?
El sonido de mi teléfono vibrando en la mesita de noche me hace sobresaltar. Lo tomo con dedos temblorosos, el dolor de cabeza pulsando con cada movimiento. Un mensaje de Dakota aparece en la pantalla.
“¿Llegaste bien? Porque no puedo esperar a recordarte con quien te fuiste anoche”
Suspiro.
Mi corazón se acelera mientras trato de recordar más, pero todo sigue siendo una nebulosa confusa. Quizá... quizá sea mejor dejar algunas cosas en el misterio, al menos por ahora.
Miro a mi alrededor, sintiendo cómo el pánico empieza a reptar por mi pecho. Esta definitivamente no es mi habitación, ni mi cama. ¿Dónde demonios estoy?
La luz que se filtra a través de las cortinas es más tenue aquí, suave y cálida, pero no hace nada por calmar mi agitación. Cierro los ojos con fuerza, intentando ordenar mis pensamientos, pero cuando los abro de golpe, la realidad me golpea como un balde de agua fría.
Me incorporo con cuidado, el colchón bajo mí cuerpo es más firme de lo que estoy acostumbrada, mis manos tantean las sábanas, suaves como la seda, y el aroma inconfundible de madera y algo fresco, casi cítrico, flota en el aire. Bajo la mirada y, a pesar del patético estado en el que debo estar, al menos sigo completamente vestida.
Un alivio fugaz me atraviesa, aunque no lo suficiente como para calmar mi creciente ansiedad.
Giro mi cabeza hacia la mesita de noche. Un vaso de agua y dos aspirinas me esperan, junto a una nota con una caligrafía elegante que simplemente dice:
“Bébelo, lo necesitaras”
Mis dedos tiemblan al tomar las pastillas, pero no dudo en seguir las instrucciones. El dolor de cabeza amenaza con partirme en dos, y la necesidad de algo, cualquier cosa, que me haga sentir mejor supera mi inquietud.
El alivio tarda en llegar, pero no puedo quedarme aquí esperando. Me levanto con cuidado, absorbiendo cada detalle del entorno, la habitación es amplia, elegante, decorada con una sobriedad masculina que no deja lugar a dudas de que quien vive aquí tiene un gusto impecable. Madera oscura, líneas limpias, todo en su lugar.
Esto no es un hotel; es un hogar.
De camino a la puerta, mis ojos tropiezan con un pequeño sofá junto a la pared. Allí, una camisa perfectamente doblada y una toalla descansan sobre otra nota.
“Toma una ducha, esta camisa te servirá”
El aroma del perfume en la tela me golpea como un puñetazo, intenso y familiar. Mi mente se tambalea, y un pensamiento aterrador se materializa.
No puede ser.
No.
¿Estoy en el piso de Adrián?
El recuerdo de mi delirio de anoche, fantaseando con él arropándome, vuelve con fuerza, junto con la náusea que lo acompaña. Pero… esto no es una fantasía.
Esto es real.
El debate interno se enciende en mí. ¿Abro la puerta y salgo corriendo, evitando cualquier confrontación? ¿O me tomo la ducha que evidentemente necesito antes de enfrentar lo que sea que venga después?
Mientras sigo congelada en el lugar, la puerta de la habitación se abre, sobresaltándome. Ahí está él. Adrián.
―Buenos días, Leía― dice, su voz calmada, pero con un toque de diversión en los labios. Lleva una taza de café en la mano, sus mangas remangadas, y parece tan fresco como siempre. Yo, en cambio, probablemente me veo como un completo desastre.
La vergüenza me invade en oleadas, y no sé si quiero esconderme bajo las sábanas o saltar por la ventana.
Joder, pienso, sin poder apartar la mirada.
Estoy en la habitación de mi jefe, con resaca, y viéndome como la mierda. Y él está completamente consciente de ello.
―Veo que encontraste las cosas que dejé para ti― murmura Adrián, su voz baja y tranquilizadora, mientras lleva la taza a los labios. El movimiento, sencillo y casual, me hipnotiza más de lo que me gustaría admitir, sus manos firmes sujetando la porcelana, la forma en que sus labios rozan el borde… es un detalle insignificante y, sin embargo, soy incapaz de desviar la mirada, me siento atrapada.
Intento decir algo, cualquier cosa, pero mi garganta parece haber decidido cerrarse por completo. Las palabras no llegan, y mi mente no deja de gritar lo obvio, estoy en la habitación de mi jefe y con resaca.
Usando su hospitalidad. Y él está actuando como si fuera lo más normal del mundo.
―Hay más café calentándose― continúa, su tono tan despreocupado que me hace sentir aún más torpe―. Estoy por preparar el desayuno. Toma una ducha, aliviará un poco la resaca.
Carraspeo, como si eso pudiera disipar la vergüenza que arde en mis mejillas. Todo mi cuerpo parece haberse encendido como una antorcha.
―Gracias― murmuro, la voz apenas un susurro. Él me dedica una última mirada, sus ojos azules oscuros explorándome con una mezcla de calma y algo que no logro descifrar, antes de salir de la habitación.
El aire abandona mis pulmones en un largo suspiro tan pronto como la puerta se cierra tras él. ¿Cuánto tiempo llevaba conteniéndolo? Mis manos tiemblan mientras sostengo la toalla y su camisa. El aroma de su perfume, ese olor que ahora parece perseguirme, me envuelve mientras avanzo hacia el baño con pasos lentos, casi temerosos.
Al cruzar la puerta, la luz suave del baño me recibe, revelando mi reflejo en el espejo. Me detengo, aturdida.
Patética es una palabra generosa para describir mi aspecto. Mi cabello es un desastre, una maraña rebelde de mechones fuera de lugar, mis ojos están hinchados y rodeados de un leve tinte oscuro, evidencia de una noche muy mal dormida y el peso de demasiados tragos. Un rubor tenue aún persiste en mis mejillas, aunque ahora no sé si es por la vergüenza o por el alcohol que todavía parece aferrarse a mi sistema.
―No volveré a beber nunca más― susurro, mi voz resonando suavemente en el espacio vacío. Es una promesa que he hecho muchas veces antes, pero hoy suena más urgente, más necesaria.
Dejo caer la ropa al suelo y abro la ducha.
El agua caliente cae con fuerza contra las baldosas, llenando el baño con una neblina ligera. Al paso del primer contacto con mi piel, un estremecimiento me recorre de pies a cabeza, no puedo evitar soltar un suspiro, sintiendo cómo el calor se lleva consigo la tensión acumulada. Mis músculos, rígidos y agotados, comienzan a relajarse poco a poco.
Cierro los ojos mientras dejo que el agua me envuelva, goteando por mi cabello, bajando por mi espalda, y limpiando los rastros de la noche anterior. Cada gota parece arrancar una capa de culpa, confusión y torpeza, dejando espacio para algo más, alivio. Tal vez incluso gratitud.
El baño es amplio y perfectamente ordenado, como todo en este lugar. Los azulejos son de un gris elegante, y hay un ligero aroma a jabón amaderado que encaja perfectamente con Adrián. Es un detalle que no puedo ignorar, como si cada rincón de este lugar llevara su impronta.
Y aquí estoy yo, invadiendo su espacio, usando su hospitalidad, su camisa, su ducha.
Me tomo mi tiempo. No sé qué me espera cuando salga de aquí, si Adrián va a estar desayunando como si todo esto fuera una rutina común o si habrá preguntas incómodas que esquivar. Pero por ahora, dejo que el agua me brinde una tregua, un respiro necesario antes de enfrentar lo que venga después.
Cuando termino la ducha, me seco con la toalla suave y me pongo su camisa. La tela es ligera, con ese inconfundible aroma a su perfume, envolviéndome como un abrazo invisible. Me llega justo por encima de los muslos, lo suficiente para cubrirme, pero también, lo suficientemente corta como para hacerme sentir vulnerable, arremango las mangas hasta los codos y me detengo un momento frente al espejo.
Mi cabello aún húmedo cae libre sobre mis hombros, y me lo acomodo con los dedos, esperando que se seque rápido. No hay tiempo para más.
Reúno mi ropa, mis zapatos y mi bolso en las manos. La idea de quedarme más tiempo me pone nerviosa, tengo que irme antes de que la situación se vuelva aún más incómoda… o complicada.
Cuando salgo de la habitación, el olor a café y algo delicioso me golpea de inmediato. Camino hacia la sala, donde la luz del día entra a raudales, iluminando el espacio con tonos cálidos.
Entonces lo veo.
Adrián en la cocina, moviéndose con una facilidad que me resulta extrañamente reconfortante. Hay dos platos servidos en la isla, uno con huevos revueltos y tostadas perfectamente doradas, y el otro con frutas frescas.
Cuando se gira y me ve, sonríe.
Esa sonrisa.
Esa maldita sonrisa que tiene el poder de desarmarme por completo. Es cálida, natural, y, sin embargo, hay algo en ella que me pone nerviosa, como si supiera exactamente el efecto que tiene en mí.
Es tan lindo y sexy cuando lo hace.
Pero entonces, como un balde de agua fría, un pensamiento me atraviesa. Camille, la mujer que está saliendo con él, o al menos eso creo. Una imagen de ellos juntos se forma en mi mente, ella tan perfecta y hermosa, siempre a su lado. ¿Dónde está ahora? ¿Qué pensaría si me viera aquí, con su camisa, desayunando en su casa como si fuera algo normal?
Mi corazón comienza a latir con fuerza, y la urgencia de irme se hace casi insoportable. Debo irme antes de que esto se complique más.
―Ven, el café está caliente― dice Adrián, con esa voz tranquila y segura que parece ordenar y no sugerir.
―Oh, gracias, pero debo irme― respondo rápidamente, tropezando un poco con mis palabras mientras me acerco a la puerta―. Estoy segura de que debes estar ocupado y no quiero quitarte tiempo con… tu chica.
Su ceja se alza apenas un milímetro.
― ¿Qué chica?
Su tono es calmado, pero la intensidad de su mirada me hace dudar. Dejo escapar un suspiro nervioso, tratando de mantener la compostura.
―Con… Camille ― titubeo, su nombre saliendo con dificultad de mis labios. Retrocedo instintivamente mientras él da un paso hacia adelante, acercándose con una lentitud deliberada que hace que mi pulso se dispare. Cada movimiento suyo está lleno de una seguridad abrumadora, una certeza que yo no tengo.
― ¿Camille? ― repite, su voz baja, casi un murmullo. Sus ojos se fijan en los míos, oscuros y cargados con una intensidad que amenaza con derretirme. Me estoy quedando sin espacio para retroceder, y lo sé yo y lo sabe él.
Mi espalda choca contra la puerta, y me sobresalto, el sonido parece resonar en toda la sala. Cierro los ojos con fuerza, como si eso pudiera protegerme de lo que sea que está por venir y la vergüenza me inunda.
No quiero parecer celosa, porque él no es mío. No puedo reclamar nada cuando fui yo quien le dijo que no estaba preparada para algo más, cuando fui yo quien lo apartó.
Pero ahora…
―Leía― su voz es un susurro áspero mientras su cuerpo se inclina ligeramente hacia mí, encerrándome entre la puerta y su presencia. El calor que emana de él es casi tangible, envolviéndome como una corriente que no puedo resistir.
Cuando abro los ojos, lo veo. Tan cerca que su perfume vuelve a marearme, tan cerca que puedo ver cada matiz en sus ojos, tan cerca que su mirada parece consumir todo a su paso, incluyéndome a mí.
Mis pensamientos se desmoronan. Toda mi determinación, todas mis razones para irme, se desvanecen en el aire. Esos ojos, esa cercanía, hacen que mi mundo se tambalee, llevándose consigo cualquier resistencia que pudiera quedarme.
Se acerca hasta que su rostro queda a escasos centímetros del mío. Respiro hondo y cierro los ojos; cuando exhalo, suena como un suspiro derrotista.
―Mírame― abro los ojos y me mira fijamente, su
respiración profunda y pesada me acaricia el rostro.
―Adrián…― su pulgar acaricia lentamente mis labios.
― ¿Acaso tienes idea de lo que me haces cuando me miras así, Leía?
No tuve tiempo a decir absolutamente nada, su mano fue
directo a mi cabello donde lo agarro en un puño y lo sostuvo al tiempo que estampaba
sus labios sobre los míos.
Su lengua delineo el contorno de mis labios y me insto a abrirlos, mordiendo suavemente mi labio inferior y provocando que un gemido se me escapara, se separó un poco de mí y acaricio la piel de mi garganta, rozando sus labios contra los míos.
Me miro de nuevo y lo arraso todo a su alrededor.
Sus labios buscaron los míos, con una urgencia que me desarmaba.
No había nada delicado ni ligero en su beso, era hambriento y duro, su mano bajo por mi espalda acariciándome, me sujeto de la cintura y me atrajo hacia él, pegándome a su pecho. Era tan tentador que se me escapó un pequeño gemido mientras la humedad se acumulaba entre mis piernas.
Me mordió el labio inferior con fuerza y volvió a
apretarme contra él.
Me sentía abrumada, extasiada y completamente rendida
ante el deseo que sentía por el hombre que me estaba besando como si su vida
dependiera de ello.
Y en ese preciso momento lo supe.
Había perdido, porque no tenía manera de seguir luchando contra el deseo que sentía por él.