Adrián
Iba por mi segundo vaso de whisky, el líquido dorado quemándome la garganta mientras la conversación entre Camille y Andrew subía de tono. Habían pasado del cambio climático a una encendida discusión sobre las políticas del gobierno francés.
Honestamente, no era un tema que me importara en ese momento. Ni siquiera estaba seguro de entender cómo habían llegado ahí, pero me limité a asentir distraídamente mientras observaba la vida nocturna del lugar.
El club estaba abarrotado, con luces de colores oscuros parpadeando al ritmo de la música ensordecedora, la gente bailaba pegada unos a otros, sus cuerpos mezclándose con el humo artificial que llenaba la pista. El aire estaba cargado, una mezcla de perfume, sudor y alcohol que se adhería a todo.
Si bien Camille adoraba este tipo de lugares, yo no podía decir lo mismo. Nunca habían sido mi escena, y menos ahora.
Había aceptado venir porque esta era su última noche en la ciudad. Mañana regresaría a Francia en un vuelo matutino, y después de una semana, seguía pareciéndome poco el tiempo que se había quedado. Camille no era solo mi mejor amiga; era la persona que había estado ahí cuando mi mundo se desmoronó.
En cierto sentido, era como una hermana para mí. Una que sabía cuándo empujarme fuera de mi zona de confort y cuándo quedarse en silencio a mi lado, sosteniéndome mientras recogía los pedazos rotos de mi vida.
Nos conocimos en mi primer año en la firma. Ambos habíamos entrado como juniors en aquel prestigioso bufete de abogados, un lugar donde la competencia era feroz y sobrevivir al primer año era casi una hazaña. Recordaba claramente el día en que Camille llegó, con su aspecto delicado y frágil que parecía fuera de lugar entre los tiburones de nuestra oficina.
No duró mucho esa impresión.
Ella era una fuerza de la naturaleza. Una mujer de mirada afilada y sonrisa serena que podía desarmar a cualquiera en una negociación y destruir a un oponente con una frase bien calculada. Me tapó la boca desde el primer caso que trabajamos juntos, demostrando que bajo esa apariencia había más dureza de la que cualquiera podría imaginar.
Hoy, ella era una de las socias principales del bufete.
El ruido de las risas de Camille me devolvió al presente. Ella giró hacia mí, sus ojos azules brillando bajo la tenue luz del lugar.
― ¿Estás bien? ― preguntó, inclinándose un poco hacia adelante para hacerse oír por encima de la música.
Asentí, levantando mi vaso como señal de que todo estaba bajo control. Ella me conocía demasiado bien para creerme, pero no insistió. Solo sonrió, esa sonrisa que siempre me recordaba que tenía suerte de haberla encontrado.
No iba a negar o afirmar que desde que llego había aprovechado cada oportunidad para pasearme con ella en la oficina, buscando inútilmente una reacción de la mujer que me irritaba más que nadie.
Mi mejor amiga siempre estaba dispuesta a ayudarme en mis juegos mentales, y esta vez no era la excepción. ¿Inmaduro? Tal vez. Pero no podía evitarlo.
Leía Murphy era mi tormento.
Esa mujer lograba irritarme como nadie más. Tenía una habilidad única para desmontar mis argumentos, para cuestionarme frente a los demás y, al mismo tiempo, para mirar a través de mí como si no existiera. Cada interacción con ella era como un enfrentamiento en el que ambos buscábamos salir victoriosos, pero lo que más me frustraba era lo que ella provocaba en mí. Me atraía como un jodido imán.
No podía sacarla de mi cabeza.
Desde aquel beso en mi sala, no había habido un solo día en el que no lo reviviera. La forma en que me miró antes de que nuestros labios se tocaran, ese instante en el que parecía que el tiempo se detenía... Pero luego vino ese maldito lunes.
Entró en mi oficina, impecable como siempre, con su cabello suelto cayendo sobre sus hombros y ese aroma suave que era casi una burla para mi autocontrol. Me miró directamente a los ojos y me dijo que no estaba preparada para nada, su tono era firme, como si no estuviera abierta a réplica, pero yo vi más allá.
Vi el miedo detrás de sus palabras.
No me arrepentía de lo que había pasado entre nosotros, pero tampoco iba a forzarla, no era mi estilo. Sin embargo, eso no significaba que iba a quedarme quieto, sabía que había algo más detrás de su resistencia, algo que la hacía construir esas barreras. Y lo iba a descubrir.
Así que, sí, tal vez había estado empujando un poco sus botones, tratando de obtener alguna reacción. Algo que me indicara que, detrás de su fachada, yo le importaba de alguna manera. Pero no había conseguido nada, ni una sola mirada de celos cuando Camille y yo nos cruzábamos frente a su escritorio, ni un gesto de incomodidad cuando la veía durante las reuniones.
Nada.
Era como si no le importara.
Y eso me estaba volviendo loco.
Para colmo, hoy la había visto coqueteando con ese idiota. Él, con su sonrisa de comercial de dentífrico, inclinado demasiado cerca de ella mientras ella reía por algo que dijo. No sé qué fue lo que me molestó más, la forma en que él la miraba o el hecho de que ella no rechazara de inmediato su invitación a cenar.
Perdí la cabeza.
No podía soportarlo. ¿Por qué con él sí y conmigo no? ¿Qué tenía él que yo no?
En ese momento, se me ocurrió un plan. No existía ninguna política en contra de las relaciones entre empleados en la empresa, pero ese tipo no tenía por qué saberlo. Bastó con un comentario casual, lanzado con la cantidad justa de seriedad, para que se lo creyera.
Y había funcionado.
Porque cuando pasé por el frente del edificio lo vi salir solo, fue un ganar-ganar, pensé. Él se mantendría a raya, y yo tendría un poco más de tiempo para hacer mi jugada.
Pero mientras manejaba a mi apartamento, no pude evitar preguntarme: ¿esto era realmente una estrategia o solo mi forma de evitar enfrentar lo que me estaba pasando con ella?
La respuesta no importaba.
Por ahora, lo único que sabía era que no pensaba rendirme. Porque lo que Leía escondía detrás de sus palabras no era indiferencia, sino miedo. Y yo estaba dispuesto a derribar cada una de esas barreras, incluso si eso significaba volverme loco en el proceso.
En algún momento de la noche, giré la cabeza hacia la pista de baile, y desearía no haberlo hecho. Como si, con solo pensarlo, la hubiera invocado.
Ahí estaba.
Leía Murphy.
En el centro de la pista, bañada por las luces de neón que cambiaban de color como si compitieran por realzarla aún más. Su presencia era magnética, como si cada movimiento suyo dominara el espacio a su alrededor, y parecía una jodida diosa en medio del caos del club, atrayendo miradas de todos los rincones, y en particular la mía.
Mi mente quedó en blanco.
Todo lo demás, incluidos mis amigos, las conversaciones que me rodeaban y la música atronadora, desapareció. Todo lo que podía ver era a ella y el vestido corto y dorado que abrazaba sus curvas, el brillo de su cabello rubio, con algunos mechones cayendo y enmarcando su rostro como rayos de sol, y los labios rojos que parecían gritar mi nombre, tentándome de una manera que me volvía loco.
Leía era, sin lugar a dudas, la mujer más hermosa que había conocido. Y no lo decía a la ligera, había tenido mi buena cuota de mujeres en mi juventud, pero ninguna de ellas me había afectado como lo hacía ella.
Ni siquiera la mujer que me había destrozado.
Mi piel comenzó a hormiguear, una sensación que se extendió por todo mi cuerpo como un incendio incontrolable. Cada movimiento que hacía al ritmo de la música era una tortura y, al mismo tiempo, algo hipnótico. No podía apartar la vista, atrapado en una mezcla de admiración y deseo tan potente que dolía.
Entonces, lo vi.
Unas manos.
Férreas.
Atrapando su cintura como si fueran dueñas de ella.
Mi mandíbula se tensó al instante, y la euforia de mirarla se convirtió en un torrente de rabia que me dejó ciego. Era un tipo, un imbécil cualquiera que se había acercado demasiado, y ahora la tocaba como si tuviera algún derecho.
Su mano se deslizó de manera lenta y descarada, aferrándose a su cadera mientras ambos bailaban demasiado cerca.
Todo dentro de mí se estremeció.
Mi visión se volvió roja, y un zumbido llenó mis oídos, ahogando la música y el ruido de fondo. No podía apartar la vista de ellos. Él, invadiendo su espacio, ella, sonriendo ligeramente, como si no le importara.
Ese pensamiento me golpeó como un puñetazo.
Ella estaba disfrutándolo.
¿Por qué diablos se lo permitía? ¿Por qué con él sí y conmigo no? Mi mente giraba en espirales, buscando una respuesta que no llegaba, mientras la ira hervía bajo mi piel.
Leía no sabía lo que provocaba en mí. O quizás sí, y por eso lo hacía. Quizás ese era su jodido juego: mantenerme al borde, haciendo malabares entre el deseo y la frustración.
Lo único que sabía en ese momento era que no podía quedarme quieto. No mientras alguien más tenía sus manos sobre ella. No mientras ella se movía así, como si fuera un maldito regalo que no estaba destinado a mí.
Dejé mi vaso sobre la mesa con más fuerza de la necesaria y me puse de pie. Mis amigos dijeron algo, pero sus voces no llegaron a mí. Solo podía verla, a ella, y a ese idiota que no tenía idea de lo cerca que estaba de que le partiera la cara.
Esto iba a terminar ahora.
Bajé las escaleras con pasos firmes, mi paciencia agotándose con cada metro que me acercaba a ella. Desde lejos, había visto cómo ese tipo insistía en tocarla, aunque ella ya había detenido su mano en al menos dos ocasiones. Era evidente que no quería que él la tocara de esa manera, pero el idiota parecía no entender el mensaje.
Cuando llegué a la pista, ella se giró, y sus ojos, grises como una tormenta en pleno apogeo, chocaron directamente con los míos. Su mirada pasó de la sorpresa al escepticismo en un parpadeo.
Ladeó la cabeza, estudiándome como si intentara ubicarme en algún lugar de su mente.
―Te pareces demasiado a mi jefe malhumorado― balbuceó, arrastrando las palabras. Estaba borracha, podía notarlo en el tono titubeante de su voz y en los movimientos torpes de su cuerpo. Dio un par de pasos hacia mí, dejando al tipo atrás, y señaló mi rostro con un dedo tambaleante―. Tienes su mismo color de ojos... son preciosos, los suyos― me señaló con el dedo―. Tú no.
Tuve que contenerme para no reír. Ya la había visto pasada de copas antes, y siempre era adorable, pero esta vez, en este contexto, aquello era un problema.
―Oye, amigo, piérdete― interrumpió el idiota detrás de ella, agarrándola de la muñeca en un intento de llevársela.
Lo detuve antes de que pudiera hacer cualquier cosa, sujetándole la mano con suficiente fuerza como para que sintiera el dolor, aunque no tanta como para causarle un daño real. Por la mueca que cruzó su rostro, estaba seguro de que lo había asustado.
―Piérdete tú― le advertí, con voz tan baja que apenas se escuchó sobre la música.
El tipo soltó una risotada nerviosa y, mientras intentaba recuperar la compostura, soltó lo único que no debería haber dicho.
―Vamos, viejo. Déjame a esta muñequita para mí. Llevo horas trabajándola. Búscate la tuya.
Ese comentario fue la gota que colmó el vaso. Me incliné hacia él, acercándome lo suficiente como para que sintiera cada palabra.
―Si quieres conservar tu muñeca en su lugar y tu cara intacta― dije, con un tono tan frío como el hielo―, desaparece ahora mismo.
Él me sostuvo la mirada durante unos segundos, tal vez evaluando si estaba dispuesto a cumplir mi amenaza. Luego dio un paso atrás, giró sobre sus talones y se alejó, murmurando algo ininteligible.
Idiota.
― ¿Qué crees que haces? ― preguntó una voz detrás de mí. La calma aterradora en su tono me hizo girar lentamente.
Ahí estaba ella, con las manos en la cintura, el cabello desordenado y las mejillas encendidas. La borrachera le daba un aura peligrosa que solo intensificaba su belleza.
― ¿Eres el Grinch de los ligues o algo así? ― espetó, fulminándome con la mirada.
No pude evitar sonreír ante su descaro.
― ¿Estabas ligando? ― pregunté mientras me acercaba a ella. Antes de que pudiera responder, la sujeté suavemente por la cintura y la atraje hacia mí.
―Sí― dijo con firmeza, aunque el leve temblor en su cuerpo la delataba.
Su respuesta era un desafío. Pero lo que vino después me golpeó como un balde de agua fría.
― ¿Y por qué lo estabas haciendo? ― susurré en su oído, observando cómo cerraba los ojos por un momento, como si mi cercanía la desarmara.
―Porque estoy cansada de no gustar lo suficiente para que me elijan― respondió finalmente, mirándome a los ojos.
La vulnerabilidad en su voz y en su mirada me desarmó. ¿De dónde venía aquello? ¿De verdad creía que no era suficiente?
―Nos vamos― dije, decidido, y tiré suavemente de su mano para guiarla fuera del club.
― ¡No! ― protestó, plantándose en el lugar con los ojos entrecerrados―. Es temprano. Podemos beber un poco más. No seas anciano...
Me observó de arriba abajo, como si intentara encajarme en algún recuerdo borroso.
― ¿Cómo era tu nombre? ¿Te conozco?
Me reí, sacudiendo la cabeza.
― ¿No sabes quién soy? ― pregunté, divertido.
Ella me observó intensamente, entrecerrando los ojos como si intentara desentrañar un enigma imposible.
―Tú... te pareces a mi jefe― susurró, finalmente―. Tan, tan sexy como odioso.
― ¿Tu jefe te parece sexy? ― mi sonrisa se amplió, aunque sabía que era la borrachera hablando.
―Como el infierno― confesó, inclinándose hacia mí como si estuviera compartiendo un secreto―, pero ahora tiene una chica nueva. Rubia, hermosa y con unas piernas hasta aquí― hizo un gesto exagerado, señalando su cabeza―. Y lo odio.
La última palabra la murmuró como una niña haciendo un berrinche, y tuve que tragarme la risa.
―Nos vamos― repetí, esta vez sin aceptar réplicas. Sostuve su mano y la guie hacia la barra para recoger su bolso.
Aunque intentó protestar una vez más, su resistencia se desvaneció cuando la ayudé a subir a mi auto. Cerró los ojos y, antes de que pudiera pedirle su dirección, ya se había quedado profundamente dormida, con una expresión tan pacífica que no pude evitar mirarla por un momento.
Había mucho que descubrir detrás de esa fachada de independencia y fuerza. Y esta noche, más que nunca, quería ser el único capaz de hacerlo.