Adrían
A pesar de asistir a cada gala y evento al que me invitaban, no podía evitar pensar que este tipo de compromisos no eran precisamente mis planes favoritos, si tenía que ser sincero, preferiría estar en casa, desempacando las cajas que aún estaban apiladas en cada rincón.
Hacía un mes que me había instalado en la ciudad y, siendo honesto, ni siquiera había tenido tiempo de comprar copas decentes.
Sin embargo, el peso de mi nuevo puesto no me daba opción. Hacerme cargo del bufete de mi padre no solo era una enorme responsabilidad, sino que demandaba un nivel de compromiso y dedicación que ocupaba la mayor parte de mis días. Esta noche era diferente, una oportunidad para hacer conexiones, estrechar lazos estratégicos y comenzar a construir mi propio nombre en la ciudad.
Por eso estaba aquí, a pesar de lo poco que me entusiasmaba.
Cuando entré al gran salón, me detuve un instante en la entrada para observar el lugar. El espacio era imponente, un derroche de lujo en cada detalle, las lámparas de araña colgaban del techo alto, bañando todo con una luz cálida que hacía brillar las joyas y las copas de cristal que los invitados sostenían.
Hombres y mujeres conversaban en pequeños grupos, todos vestidos con trajes impecables y vestidos de gala que parecían sacados de un desfile de alta costura.
Moví la mirada de un lado a otro, buscando sin demasiado entusiasmo a mi asistente. La ausencia de esa mujer solo confirmaba lo que ya sospechaba, seguramente estaba en alguna esquina del lugar, evitando hacer su trabajo y disfrutando de la velada más de lo que debería.
Ella era, sin lugar a dudas, la persona más irritante que había conocido en mi vida. Insolente, desafiante, y siempre lista para lanzar un comentario mordaz que me hacía preguntarme por qué no la había despedido ya, sin embargo, por alguna razón que prefería no analizar demasiado, no podía hacerlo.
En realidad, sabia aquellas razones, uno, mi padre estaba en lo cierto, era la mejor asistente que podría haber pedido y segundo, Joseph Warner, la adoraba como si fuera su propia hija.
Estaba seguro que podría despedirme a mí antes que a ella.
Mis pensamientos se oscurecieron cuando recordé su última "aportación" en la oficina, que consistió en decirme cómo debería llevar mi nuevo puesto, todo mientras me miraba con esos ojos grises que parecían leer hasta mi última intención. Tenía algo en su mirada que desafiaba mi autoridad, y cada vez que cruzábamos palabras, me encontraba al borde de perder el control.
Pero lo peor no eran sus palabras; era su presencia.
Esa forma en que, sin esfuerzo, lograba alterar el aire de la oficina con solo entrar. Siempre había un "pero" en sus perfectos y carnosos labios, una sonrisa juguetona o una mirada desafiante que no dejaba de desconcertarme. Pero lo que más me irritaba, lo que me desquiciaba de verdad, era cómo se paseaba por la oficina con esos vestidos.
Esos vestidos.
Como si estuviera deliberadamente desafiando toda regla de profesionalismo, eligiendo los más sensuales, los que deberían estar prohibidos, los que hacían que mis pensamientos se nublaran en cuestión de segundos. Era una provocación constante, y yo no sabía si odiarla o admirarla por ello.
Eran un pecado.
Ella era un pecado con piernas largas y una sonrisa afilada.
Volví a recorrer el lugar con la mirada, ahora con más intención, miré hacia todos lados y no pude ubicar a mi asistente, la persona más molesta, irritante e insolente que había conocido nunca.
Caminé con paso lento, deteniéndome solo lo necesario para saludar a algunas personas con una inclinación de cabeza o una breve sonrisa, la música suave y las risas del salón eran un ruido de fondo que apenas percibía; lo único que quería era llegar al bar y conseguir algo más fuerte que una copa de champagne para aliviar el peso de este maldito evento.
Mis ojos vagaron por la sala hasta que algo, o más bien alguien, captó por completo mi atención.
Ella.
Estaba de espaldas, pidiendo un trago, y su mera postura irradiaba una confianza irresistible. Una cintura estrecha perfectamente delineada por un vestido dorado que parecía hecho para pecar, el escote profundo en su espalda, dejando al descubierto la línea de su columna, era suficiente para hacerme olvidar cómo se respiraba, y luego estaba su cabello, recogido en un moño elegante que dejaba su cuello expuesto, como una invitación silenciosa. Y ese trasero… joder, podría escribir odas a esa perfección.
No lo pensé dos veces.
Necesitaba acercarme, conocerla, y quizás, si todo salía bien, terminar la noche con ella.
Definitivamente, avancé hacia ella, incapaz de apartar la mirada. Cada paso se sentía como una eternidad, mientras imaginaba cómo se vería al girarse, podía oler su perfume incluso antes de estar a su lado, un aroma embriagador que combinaba a la perfección con la imagen de pecado que proyectaba.
Pero entonces, cuando finalmente me acerqué lo suficiente para hablarle, ella se giró, sosteniendo una copa de vino con la gracia de alguien que sabía el efecto que causaba. Y me quedé congelado.
Maldita sea.
No podía ser.
Mis labios se apretaron en una línea tensa mientras mi mirada subía, reconociéndola de inmediato.
La señorita Murphy.
Mi tormento personal.
Por supuesto que tenía que ser ella. ¿Quién más podría ser? ¿Quién más se atrevería a pasearse por este evento, y por mi mente, con esa clase de vestido, sabiendo perfectamente lo que provocaba?
Era como si hubiera venido aquí con el único propósito de atormentarme, una venganza perfectamente calculada por haberla obligado a asistir a este evento. Cada detalle de su atuendo y su porte parecía una declaración silenciosa, desafiante, irresistible y completamente intencionada.
Era un golpe visual, pero también emocional, uno del que no estaba seguro si podría recuperarme esta noche.
Mi mente se debatía entre dos opciones, girarme y marcharme, ahorrándome la incomodidad de enfrentarla, o quedarme, aceptar el desafío implícito y ver hasta dónde podía soportar su provocación. Pero una cosa era segura, con ella aquí, con esa mirada, ese vestido y esa actitud, la noche acababa de volverse infinitamente más complicada.
―Señorita Murphy― dije, esforzándome por salir del estupor lo más rápido posible y recuperar mi habitual compostura. Tenía que ser el jefe firme y profesional que siempre aparentaba ser―. No esperaba verla aquí.
Ella arqueó una ceja, su expresión vagando entre la incredulidad con algo que probablemente era burla contenida. Podía notar cómo, internamente, se reía de la estupidez de mi comentario.
Sí, era un idiota.
―Bueno, usted fue quien me dijo que debía venir― remarcó con una claridad cortante, como si hablara con un niño que necesitaba que le explicaran lo obvio―. Es mi trabajo como su asistente, después de todo.
Casi me encogí ante su tono, pero me forcé a mantenerme impasible.
―Por supuesto― respondí, buscando algo más inteligente que decir. Mis ojos se posaron en la copa en su mano―. No sabía que bebía.
Ella me miró con esos ojos grises que parecían atravesarme como cuchillas. La leve curvatura en sus labios se asemejaba más a una advertencia que a una sonrisa.
―Hay muchas cosas que no sabe de mí, señor Warner― dijo, llevándose la copa a los labios para dar un sorbo.
Por un instante, me pareció ver algo que iba más allá de la fría fachada: una sombra que oscureció su mirada y el sutil endurecimiento de su mandíbula. Sus palabras eran verdad pura, no la conocía.
Lo único que sabía de ella era lo que mi padre me había dicho antes de cederme el mando del bufete, Leía Murphy es la mejor asistente que podrías tener. Dale tiempo, porque ha pasado por algo difícil.
Eso había sido todo, sin detalles, sin contexto, y hasta ahora, esa frase rondaba en mi cabeza cada vez que nuestras discusiones se salían de control.
―Intente estar a mi lado cuando lo requiera― cambié el tema, buscando retomar el control de la situación―. Voy a entablar algunas conversaciones importantes, y necesito que tome notas. ¿Tiene dónde hacerlo?
―Claro que sí― respondió con naturalidad, señalando el pequeño bolso que llevaba―. Tengo mi agenda digital aquí dentro.
Fruncí ligeramente el ceño. No estaba acostumbrado a que mis asistentes fueran tan eficientes como para anticipar mis necesidades, y menos aun cuando lo hacían con tanta altanería.
En Paris, donde había trabajado hasta ahora, nunca me duraban más de seis meses.
Asentí con una breve inclinación de cabeza, y mientras ella permanecía a mi lado con su copa de vino, me giré hacia el barman.
―El whisky más fuerte que tenga― pedí con una voz baja y controlada, aunque internamente me sentía desbordado. Definitivamente lo iba a necesitar si planeaba sobrevivir la noche.
Leía no dijo nada más, pero podía sentir su presencia junto a mí, como si su mera existencia fuera un desafío constante a mi autoridad. Una parte de mí estaba irritada, otra, curiosamente intrigada, y ambas luchaban por mantener el equilibrio mientras el barman colocaba el vaso frente a mí.
La noche apenas comenzaba, pero algo en mi interior me decía que con Leía Murphy a mi lado, iba a ser más agotadora de lo que había anticipado.
Con el vaso de whisky en la mano, me dispuse a socializar. Saludé a conocidos, estreché manos y entablé conversaciones estratégicas, asegurándome de que cada palabra fuera calculada.
Mi objetivo era claro, consolidar mi posición como el nuevo líder del bufete.
Entre la multitud, ubiqué a Demian Van Der Beeck y su esposa, Celine. Después del mío, los Van Der Beeck manejaban uno de los bufetes más poderosos de la ciudad, una alianza o al menos una relación cordial con ellos era imprescindible.
En especial por el linaje familiar de Celine, su tío, Thomas Altman era un renombrado juez de la suprema corte, con una reputación intachable.
Leía, como siempre, permaneció a mi lado, impecable y discreta, sosteniendo su copa de vino con la misma gracia con la que llevaba todo lo que hacía. Nos acercamos al matrimonio Van Der Beeck, y tras las presentaciones, la conversación fluyó con una naturalidad sorprendente.
―Adrián, es un placer conocerte, tu padre siempre hablaba maravillas de ti―dijo Demian, su tono amistoso, aunque su mirada tenía esa chispa competitiva que siempre acompañaba a los hombres de su calibre―. Estoy seguro que debe estar orgulloso de lo rápido que estás adaptándote.
―Gracias, Demian― respondí, levantando mi copa ligeramente en señal de gratitud―. Aunque debo admitir que es un desafío seguir sus pasos.
Celine, siempre radiante y carismática, se giró hacia Leía con una sonrisa cálida.
―Y tú debes ser la famosa asistente del nuevo jefe. He escuchado que eras indispensable para Joseph, asique asumo que ahora lo eres para él.
Leía, que hasta ese momento se había mantenido en segundo plano, sonrió con una profesionalidad impecable.
―Intento hacer mi trabajo lo mejor posible, señora Van Der Beeck― respondió, su tono cortés pero firme, como si su humildad y confianza estuvieran perfectamente equilibradas.
―Por favor, llámame Celine. ¿Desde hace cuánto trabajas con los Warner?
Observé cómo Leía manejaba la conversación con una facilidad que no dejaba lugar a dudas sobre su competencia. Mientras tanto, Demian y yo discutíamos sobre posibles colaboraciones, temas legales recientes y las tendencias en el ámbito jurídico de la ciudad.
Cada tanto, necesitaba que Leía tomara una nota rápida o registrara algo importante. Ella lo hacía con una eficiencia asombrosa, sacando su tablet del bolso y escribiendo con la misma rapidez con la que yo formulaba las ideas.
Tan profesional.
Tan perfecta.
Tan irritante, porque, aunque intentaba concentrarme, no podía evitar ser consciente de cada uno de sus movimientos.
Celine, que había encontrado en Leía una interlocutora interesante, seguía conversando animadamente con ella. Noté que mi asistente sonreía con un toque de genuinidad que rara vez mostraba en la oficina, es decir, a mí y me descubrí observándola por un momento más largo del necesario.
―Adrián, tienes un equipo excepcional― comentó Celine, interrumpiendo mis pensamientos. Su tono era elogioso, pero sus ojos tenían ese brillo de curiosidad que me incomodaba ligeramente―. No la dejes escapar.
Leía levantó la vista, y nuestras miradas se cruzaron por un segundo. Algo en su expresión, una mezcla de orgullo y desafío, me hizo apartar la mirada primero.
―No es mi intención, Celine― respondí, devolviendo la atención a Demian mientras terminábamos de acordar un próximo encuentro.
Cuando finalmente nos despedimos de los Van Der Beeck, me giré hacia Leía.
―Buen trabajo― dije, sintiéndome obligado a reconocerlo, aunque con un tono más seco de lo que pretendía.
―Gracias― replicó ella, con una leve sonrisa. guardando la tablet en su bolso, pero, sin siquiera mirarme.
Y ahí estaba de nuevo, ese pequeño recordatorio de que, a pesar de ser mi asistente, Leía Murphy siempre encontraba la manera de mantenerme a la defensiva, como si el verdadero juego que jugábamos estuviera en una esfera completamente distinta.
La noche continuaba, pero algo me decía que la presencia de Leía sería lo único que quedaría grabado en mi memoria al final de todo esto.