Leía
Había escapado tan pronto como pude de esa gala. Mi jefe no se había opuesto en lo más mínimo a mi partida; de hecho, creo que hasta se veía aliviado de que me fuera, lo cual era raro, considerando que siempre parecía encontrar nuevas formas de hacerme la vida imposible.
En cuanto llegué a casa, me deshice de los tacones que me habían estado matando y del vestido, tan ajustado como mi cuenta bancaria, para refugiarme en la comodidad de mi cama.
Sin embargo, esta mañana me desperté con un humor distinto, tenía ganas de salir, de tomar aire fresco y de sentir que el día era mío. Pensé en llamar a Dakota, pero sabía que tenía turno doble y no saldría hasta la noche.
Así que decidí disfrutar de mi propia compañía.
Después de una ducha rápida, me vestí con ropa cómoda, agarré mi bolso y me dispuse a explorar. Caminé sin rumbo por las calles, mirando vitrinas, dejándome llevar. Entré en una librería, olí el papel, hojeé un par de libros y terminé en Central Park, donde el aire limpio y la calidez del sol me invitaron a quedarme.
Me recosté en el césped, dejando que el sol me llenara de energía. Cerré los ojos y me permití disfrutar del momento, no esperaba compañía, pero, de repente, un perro grande y de pelaje gris oscuro con manchas blancas se acercó a mí. Olfateó con curiosidad antes de darme un lametón en la rodilla, arrancándome una carcajada.
―Vaya, parece que le caes bien a mi perro, señorita Murphy.
Esa voz.
Mi cuerpo se tensó de inmediato. Cerré los ojos como si eso pudiera borrar lo que acababa de escuchar. Claro que no podía ser otro. Parecía que el destino llevaba semanas jugando conmigo de las maneras más absurdas, al parecer, no había pagado suficiente tiempo en mi ciclo kármico.
Me incorporé lentamente, quitándome los lentes de sol.
―Hola― dije, sintiéndome torpe.
Él me miraba con esa mezcla de curiosidad y arrogancia que siempre llevaba como un traje a medida. Llevaba puesta una camisa blanca remangada, jeans oscuros y unas gafas de sol que le daban un aire demasiado relajado para ser mi jefe.
― ¿Qué haces aquí sola? ― preguntó con una nota de intriga en la voz, mientras, su perro, se sentaba obediente a su lado.
―Disfrutando del parque― respondí, esbozando una sonrisa de medio lado—. No sabía que había una regla que prohibiera venir sola.
Su sonrisa fue breve, pero ahí estaba.
―No lo esperaba, simplemente no pareces del tipo que pasa el sábado en el césped.
―Bueno, he comenzado a romper las expectativas de vez en cuando.
Él asintió, como si analizara mis palabras, y señaló hacia la calle.
―Kal y yo íbamos a un café que está a dos cuadras. Es al aire libre, si quieres acompañarnos, eres bienvenida.
Vacilé.
Parte de mí quería rechazar la oferta por simple instinto de supervivencia, este hombre era un enigma frío y profesional que, sin dudarlo, me hacía la vida imposible durante interminables horas de trabajo. Pero, por otro lado, no podía negar que sentía curiosidad.
―Está bien. Los acompañaré.
Tomé mi bolso y caminé a su lado, Kal trotando feliz entre nosotros. Durante el corto trayecto, él me habló de su perro.
―Se llama Kal, ya lo he dicho, lo adopté hace un año y me lo traje conmigo desde Francia. Siempre lo traigo al parque los sábados, es nuestra rutina.
―Es hermoso.
Su tono era neutral, pero había algo casi cálido en la forma en que miraba al perro mientras lo decía.
Cuando llegamos al café, el lugar me sorprendió.
Era pequeño, con mesas de madera rústica cubiertas por sombrillas de colores claros. Los árboles alrededor proporcionaban una sombra agradable, y el aire olía a café recién molido, una brisa ligera movía las hojas, y el murmullo tranquilo de las conversaciones de otras personas hacía que todo pareciera... fácil.
Nos sentamos en una mesa en la esquina, desde donde se podía ver una pequeña fuente que adornaba el centro del patio. Pedimos un café cada uno, y mientras esperábamos, noté cómo la luz del sol se reflejaba en su cabello oscuro, Kal se echó a sus pies, como si ese fuera su lugar predilecto en el mundo.
―Es un buen lugar― comenté, mirando a mi alrededor.
―Sí, lo descubrí por accidente. Pero me gusta, es tranquilo.
Había algo en su tono, una vulnerabilidad inesperada que me hizo mirarlo de nuevo. Quizá, fuera del trabajo, no era tan robot como siempre había creído.
El café llegó, y mientras él bebía un sorbo, me observó.
― ¿Siempre haces esto? ― preguntó.
― ¿Hacer qué?
―Salir sola, pasar tiempo contigo misma.
Me encogí de hombros.
―No, pero estoy atravesando una nueva etapa en mi vida― dije, dejando mi taza sobre la mesa―. A veces es necesario hacerlo, para renovar las energías. Aunque parece que tú tampoco eres tan antisocial como pensaba.
Una sonrisa, breve pero auténtica, se dibujó en su rostro.
―Quizá no conoces todo de mí.
No supe qué responder. Había algo inquietante en esa frase, algo que no podía descifrar, pero que despertó mi curiosidad.
― ¿Vives cerca? ― pregunté, observando cómo Adrián le daba agua a Kal. El perro, satisfecho, se tiró al suelo con un suspiro de cansancio.
―Sí, a un par de cuadras. Vivo en uno de los rascacielos principales de la avenida― asentí mientras él añadía con una sonrisa―. Después de almorzar en un restaurante cercano, solemos venir al parque. Nos quedamos casi toda la tarde aquí.
―Suena como un buen plan.
―Lo es. ¿Y tú? ¿Vives lejos?
―Algo. Son varias cuadras, pero me gusta caminar. Es relajante.
Adrián ladeó la cabeza, estudiándome con una expresión curiosa.
―Dime, ¿qué hacías sola?
Miré a mi alrededor, buscando una excusa convincente, pero no tenía ganas de inventar nada elaborado.
―Me desperté y me dieron ganas de salir al parque― intenté sonar casual, aunque no estaba segura de lograrlo.
― ¿Sin amigas? ¿Novio? ― la forma directa en que lo dijo me descolocó.
―Mi mejor amiga trabajaba todo el día hoy.
―Entonces... sola.
―Sí, sola― me encogí de hombros, como si no tuviera importancia. No iba a darle más detalles, pero tampoco mentía.
― ¿Y tú? ― pregunté, devolviéndole la pregunta con una pequeña sonrisa.
―También solo― respondió sin dudar, su mirada fija en la mía.
La conversación fluyó con sorprendente facilidad. Hablamos de música, de libros, de películas que ninguno había tenido tiempo de ver, y descubrí que, bajo la fachada rígida que siempre mostraba en la oficina, Adrián era mucho más relajado de lo que había imaginado.
Había algo desconcertante en la comodidad que sentía con él. Como si, en lugar de estar hablando con mi jefe, estuviera poniéndome al día con un viejo amigo.
Pero no lo era.
Era Adrián. Mi jefe.
Me di cuenta de que llevaba toda la tarde hablando con él cuando miré la hora, casi las cinco, nos habíamos sentado a tomar un café y, sin darnos cuenta, habían pasado cuatro horas.
―No puedo creer que llevemos tanto tiempo aquí― dije, sorprendida.
Él sonrió, levantando su taza vacía.
―Supongo que la compañía no ha sido tan mala.
Por un momento, me pareció que quería decir algo más. Sus ojos, siempre tan calculadores, me miraban con una intensidad nueva, como si intentara descifrarme, pero antes de que pudiera preguntar, bajó la vista y cambió de tema, llevándome de vuelta a una conversación más ligera.
Y ahí estaba de nuevo esa sensación extraña, rara, cómoda y, de algún modo, peligrosa. Porque Adrián era el primer hombre con el que compartía algo así desde Logan.
Y, aunque no quería admitirlo, eso lo hacía diferente.
Después de pelear por pagar y no haber ganado, caminamos en dirección al centro, pero de pronto, una gota cayo en mi hombro y cuando nos quisimos dar cuenta un aguacero estaba empapándonos.
―Mi piso está a dos cuadras, vamos aquí nos empaparemos más― lo pensé medio segundo, pero tenía razón estaba empapándome y no parecía que iba a parar pronto, yo tenía que tomar el bus hasta casa, asique ir a su piso no parecía mala opción―. Podrás secarte allí para no enfermarte.
―De acuerdo, gracias.
Corrimos bajo la lluvia como si fuéramos adolescentes huyendo de un castigo, pero en lugar de ser algo molesto, había algo liberador en dejarme empapar. Kal, feliz con la tormenta, daba brincos de alegría a nuestro alrededor, mientras Adrián me guiaba hasta su edificio.
Cuando llegamos, me quedé paralizada al entrar. El lugar era impresionante, las paredes eran de cristal, dejando entrar la tenue luz del atardecer que se filtraba entre las nubes. El piso n***o relucía como si estuviera hecho de ónix, y cada mueble estaba colocado con una precisión casi obsesiva.
Todo gritaba lujo y, a la vez, una extraña soledad.
―No te quedes ahí― me instó Adrián, dejándome pasar a la sala principal.
Su voz me sacó del ensueño. La sala estaba decorada en tonos oscuros y elegantes, con un enorme sofá de piel que invitaba a hundirse en él, aunque dudaba si era prudente sentarme estando empapada. Kal, en cambio, ya se había acomodado en la alfombra, dejando pequeñas huellas de agua a su paso.
―Espérame aquí, voy a buscar algo para que te cambies.
Unos minutos después, regresó con una toalla, una camiseta gris y un pantalón de chándal que parecían varias tallas más grandes que yo, además de una botella de vino y dos copas.
Él ya se había cambiado, y la imagen fue suficiente para dejarme sin palabras.
La camiseta se ajustaba perfectamente a sus hombros y brazos, dejando entrever un físico que hasta ese momento no había permitido notarme a detalle. Todo en él irradiaba una masculinidad tranquila, casi letal, como si estuviera acostumbrado a controlar cada aspecto de su vida, incluso el impacto que podía causar.
―Puedes cambiarte allí― dijo señalando un baño al fondo.
Intenté no mirar demasiado sus manos, que parecían hechas para sujetar cosas con fuerza. Tomé la ropa y la toalla y corrí al baño antes de que notara mi aturdimiento.
El baño era tan grande como mi sala.
Me cambié rápidamente, notando cómo su camiseta olía a jabón y algo más, un aroma amaderado y masculino que me desestabilizó. La ropa me quedaba enorme, pero hice un nudo en el pantalón y salí al salón con el cabello recogido en un moño improvisado.
Adrián estaba sentado en el sofá con una copa de vino en la mano, mirando por la ventana como si estuviera perdido en sus pensamientos. La luz del atardecer iluminaba su perfil de forma casi irreal, y por un segundo, olvidé que este era el mismo hombre que me hacía la vida imposible en la oficina.
― ¿Mejor? ― preguntó sin apartar la vista del paisaje.
―Sí, gracias― respondí, acomodándome en el sofá mientras él servía vino en mi copa.
La música suave que había puesto de fondo creaba una atmósfera cálida, y con cada sorbo de vino, sentía cómo mi cuerpo se relajaba. La conversación fluyó sorprendentemente bien, hablamos de libros, de Kal, de nuestras rutinas, y descubrí que había un lado completamente diferente en Adrián, uno que jamás había mostrado en la oficina.
Para cuando iba por mi cuarta copa, ya me estaba riendo de sus historias sobre Kal, que aparentemente tenía una inclinación por robar calcetines y esconderlos en los lugares más insólitos. Adrián, en cambio, seguía inexpresivo, pero había algo en sus ojos que me desconcertaba, me miraba como si intentara descifrar un rompecabezas, y por un momento me pregunté si alguna vez lo lograría.
Cuando quise levantarme para despedirme, el alcohol y mi torpeza decidieron jugarme una mala pasada. Tropecé con mis propios pies y caí directamente sobre sus piernas.
―Dios, lo siento― murmuré mientras intentaba levantarme, avergonzada.
Pero él, no me dejó.
Su mano grande y firme se posó suavemente en mi nuca, deteniéndome. Sentí cómo su pulgar rozaba mi piel de forma involuntaria, y mi respiración se detuvo.
―No pasa nada― dijo en un tono bajo, casi ronco, mientras sus ojos se clavaban en los míos.
Por un segundo, el mundo pareció detenerse. La lluvia seguía golpeando los ventanales, pero todo lo que podía oír era el latido acelerado de mi corazón, Adrián estaba tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo, y su aroma, mezcla de vino y ese perfume amaderado, que estaba nublando mi juicio.
No sé qué fue primero, si el impulso o el vino, pero lo hice.
Me incliné y lo besé.
Por un momento, pensé que me apartaría, que me recordaría mi lugar, pero no lo hizo, sus labios respondieron con una intensidad que no esperaba. Una mano se deslizó por mi cintura, atrayéndome hacia él mientras el beso se profundizaba, era como si toda la tensión acumulada entre nosotros se liberara de golpe, un torrente incontrolable que no sabía si quería detener.
Cuando nos separamos, ambos estábamos jadeando. Sus ojos, oscuros y encendidos, se clavaron en los míos, y en ese instante supe que nada volvería a ser igual.
―Esto no está bien― murmuré, aunque mi cuerpo decía todo lo contrario.
―No― respondió él, con una leve sonrisa torcida―. Pero no voy a disculparme por ello.
Y en el fondo, sabía que yo tampoco lo haría.