Leía
―No puedo creer que no te guste el helado de pistacho― dijo Adrián, trazando círculos perezosos con los dedos en mi brazo, mientras con la otra mano tomaba una cucharada de helado del pote.
Su tono era ligero, casi divertido, como si realmente no pudiera concebir que alguien pudiera discrepar con su elección de sabor favorito. Lo observé de reojo, relajado y descalzo, con una sonrisa ladeada que hacía que todo a su alrededor pareciera más cálido.
Entre todas las cosas que había traído, además de su entusiasmo contagioso, también había incluido el postre, un pote de helado artesanal de pistacho y chocolate.
Chocolate, mi favorito indiscutible. Pistacho... bueno, nunca había sido fanática.
―Es que no entiendo la fascinación― respondí mientras él me ofrecía una cucharada de su pistacho, insistiendo como si fuera su misión personal convertirme en una devota de su elección.
― ¿Cómo que no entiendes? Es un clásico, sofisticado... ― comió otra cucharada y suspiró teatralmente―. Deberías darle una oportunidad real.
No pude evitar reírme.
Todo en la escena era tan cómodo, tan espontáneo, que me sorprendía la facilidad con la que habíamos llegado a este punto. En realidad, nunca habíamos llegado a la parte de la cena. Todo se había desviado después del segundo beso, uno que había comenzado con una inocencia engañosa y que terminó con nosotros enredados en la alfombra de mi sala, completamente entregados el uno al otro.
Y ahora, aquí estábamos, en el suelo de mi cocina. Adrián estaba sentado contra la pared, y yo me recostaba contra su pecho, con las piernas estiradas frente a mí. Su respiración era pausada y constante, y la forma en que su cuerpo parecía encajar perfectamente con el mío me hacía sentir una paz extraña y deliciosa.
Él tomó otra cucharada de helado y luego me la ofreció, levantando la cuchara frente a mi boca.
―Pruébalo otra vez― insistió con una sonrisa que sabía que no podría rechazar.
Rodé los ojos, pero acepté. El helado se derritió en mi lengua con una dulzura delicada y un toque de salinidad que, debo admitir, no estaba tan mal. Lo miré con fingida seriedad mientras él me observaba con expectación, como si mi veredicto fuera una cuestión de vida o muerte.
―Está bien― dije finalmente, cerrando los ojos con un suspiro dramático―. Voy a darte un punto. Este es el mejor helado de pistacho que he probado.
Su sonrisa se ensanchó, triunfante.
― ¿Ves? Te lo dije.
Pero luego añadí, alzando un dedo como si estuviera dictando una ley:
―Eso no significa que sea mejor que el chocolate con almendras. Nada le gana al chocolate con almendras.
Él se rió, esa risa baja y cálida que hacía que algo en mi pecho se apretara y, al mismo tiempo, se expandiera.
―Eres terca― dijo, apoyando su barbilla en la parte superior de mi cabeza.
―Y tú eres insistente― repliqué, aunque sin ningún rastro de molestia.
Entonces, un escalofrío recorrió mi cuerpo, haciéndome estremecer involuntariamente. Él lo notó al instante.
― ¿Estás bien? ― preguntó, su voz suave, con una preocupación genuina. Sus brazos me rodearon un poco más, acercándome a él.
Asentí, cerrando los ojos mientras me acomodaba aún más contra su pecho.
―Sí ―murmuré―. Solo... se siente tan bien.
Y lo hacía. Todo en ese momento, desde el helado que compartíamos hasta la forma en que sus dedos seguían dibujando patrones invisibles en mi brazo, se sentía correcto. Como si este pequeño instante en el suelo de mi cocina fuera un rincón del mundo donde nada malo podía alcanzarnos.
Un susurro de risa escapó de sus labios mientras me besaba la coronilla.
―Entonces, ¿puedo decir que el pistacho ha conquistado tu corazón?
Abrí un ojo para mirarlo, fingiendo incredulidad.
―No te emociones tanto. Sigue estando en segundo lugar.
Él soltó una carcajada y me estrechó un poco más fuerte contra su pecho, como si intentara grabar este momento en su memoria. Y quizás, sin saberlo, yo estaba haciendo lo mismo.
Después del postre, terminamos en el baño, donde Adrián, como ya empezaba a ser costumbre, me tomó a su gusto. Cada movimiento suyo estaba cargado de intensidad, una mezcla adictiva de pasión y control. ÉL no solo tomaba; él conquistaba, reclamaba, arrasaba con todo a su paso. Su presencia llenaba cada rincón, cada espacio, hasta que no quedaba nada más que él y la forma en que su cuerpo parecía saber exactamente qué hacer con el mío.
El vapor del agua caliente se mezclaba con la calidez de sus manos, que parecían dibujar mapas invisibles sobre mi piel. Su mirada era como un incendio, y, bajo su toque, me sentía vulnerable pero también poderosa.
Era una sensación contradictoria, pero deliciosa.
Por primera vez en mucho tiempo, me permití perderme en la intensidad de alguien más, en la forma en que él me envolvía, como si yo fuera su único objetivo en el mundo. Y, sorprendentemente, no sentí miedo.
Me encantó.
Porque durante meses, había sentido que estaba caminando a ciegas, que no encontraba un rumbo. Me había convertido en una sombra de la mujer que solía ser, como si alguien hubiera apagado una parte de mí de un momento a otro y me hubiera dejado sola, tratando de recoger los pedazos.
Había pasado tres años siendo alguien que ya no existía, que habían roto y dejado atrás.
Era como haber caído en un hueco oscuro, un lugar donde el aire era pesado y cada respiro dolía, donde no sabía si alguna vez volvería a sentirme completa. No sabía qué hacer con esa parte rota de mí, ni cómo reconstruirla.
Pero ahora... ahora, todo era diferente. Con Adrián, algo dentro de mí despertó.
Era como si hubiera estado sosteniendo la respiración durante una eternidad y, de repente, pudiera inhalar profundamente. Cada toque suyo, cada palabra, cada mirada, me hacía sentir como si el suelo volviera a estar firme bajo mis pies.
Sin embargo, no era solo él. Esto no tenía que ver completamente con Adrián, aunque su presencia era innegable, era algo más profundo. Era el hecho de que, por primera vez, me sentía libre.
Libre de los escombros del pasado, libre de los miedos que me habían mantenido prisionera, libre para ser yo misma.
Y deseada.
Eso era importante, lo era más de lo que estaba dispuesta a admitir. Porque durante tanto tiempo me había sentido invisible, irrelevante. Pero ahora, bajo la mirada de Adrián, me sentía vista, admirada. Pero, más que eso, me sentía elegida.
No sabía a dónde iba esto, ni si tenía futuro, pero en ese momento no importaba. Porque, con él, por primera vez en mucho tiempo, sentí que estaba viviendo. Y, aunque su intensidad era a veces abrumadora, me hacía sentir viva de una manera que no había sentido en años.
Esa noche, mientras el agua caliente caía sobre nosotros y su risa baja resonaba en mis oídos, decidí que no iba a pensar demasiado. No iba a preocuparme por el mañana o por lo que podría salir mal.
Solo iba a disfrutar del ahora, del momento, y de la forma en que Adrián me hacía sentir como si todo volviera a tener sentido.
Tres horas después de haber llegado, finalmente habíamos calentado la comida. Ahora cenábamos en la sala, rodeados de la tenue luz del televisor, donde una película cualquiera se escuchaba de fondo. Las palabras de los actores se mezclaban con el sonido de los cubiertos contra los platos, pero yo apenas podía concentrarme en nada más que en él.
Adrián estaba sentado a mí lado, relajado, con una copa de vino en una mano y una sonrisa que parecía hecha para robarme la respiración. Y mientras comíamos, mi mente iba en una dirección completamente distinta. Lo único en lo que podía pensar era en lo mucho que deseaba que se quedara.
Por primera vez, quería que pasara la noche en mi casa, en mi cama.
Él debía haberse dado cuenta de mi distracción porque, después de un par de minutos en silencio, levantó la vista y me miró fijamente.
― ¿Qué sucede, Leía? ― preguntó con ese tono tranquilo que siempre lograba hacerme sentir a salvo, dándole un sorbo a su vino.
Negué rápidamente con la cabeza, sintiéndome atrapada en mis propios pensamientos.
―Nada― respondí, aunque sabía que mi rubor ya me había delatado.
Él sonrió, una de esas sonrisas que parecía diseñada para desarmarme por completo, y dejó su copa sobre la mesa. Con la yema de los dedos, acarició mi mejilla, su toque tan suave que me provocó un leve escalofrío.
―Eres adorable cuando te sonrojas, ¿sabes? ― murmuró, su voz baja y cálida―. Ahora, dime qué está pasando por esa cabeza tuya.
Suspiré, debatiéndome entre la vergüenza y el deseo de ser honesta.
―Es que… ― comencé, pero las palabras se me atoraron en la garganta. Cerré los ojos por un segundo y tomé aire antes de intentarlo de nuevo―. Tienes que irte.
Adrián levantó una ceja, claramente confundido, y luego una sonrisa burlona apareció en su rostro.
― ¿Me estás echando? ―preguntó, inclinándose ligeramente hacia mí con una chispa de diversión en los ojos.
― ¡No! ― repliqué de inmediato, sacudiendo la cabeza con tanta fuerza que casi me derramé el vino. Me sentí aún más avergonzada y traté de explicarme antes de que pudiera malinterpretarlo―. No quise decir eso. Lo que quiero decir es… ― hice una pausa, mordiéndome el labio antes de soltarlo finalmente―. ¿Te gustaría quedarte a pasar la noche?
La sorpresa cruzó su rostro, y por un instante pensé que había dicho algo terriblemente inapropiado. Pero entonces, sus labios se curvaron en una sonrisa lenta, una que hizo que mi corazón se acelerara.
― ¿A pasar la noche? ― repitió, alzando una ceja como si no pudiera creerlo del todo―. ¿En tu cama?
―Sí― respondí, tratando de mantener la voz firme, aunque mi rubor ya debía estar cubriéndome hasta las orejas.
No tuve tiempo de decir nada más. Adrián dejó su plato sobre la mesa y se inclinó hacia mí, tomando mi rostro con una mano firme pero gentil. Sus labios atraparon los míos en un beso que me quitó el aliento y cualquier atisbo de razonamiento. Su intensidad era como un huracán, arrasando con mis pensamientos hasta que todo lo que quedó fue la sensación de él.
―No hay nada que me fuera a gustar más que eso, cariño― murmuró contra mis labios, sus palabras entremezcladas con una sonrisa que, honestamente, no le cabía en el rostro.
Me reí, nerviosa pero feliz, mientras él se apartaba solo lo suficiente para mirarme a los ojos. Esa mirada, intensa y cargada de ternura, hizo que todo valiera la pena.
―Entonces, será mejor que te pongas cómodo― susurré, intentando sonar más confiada de lo que me sentía.
Adrián se rio suavemente, pero su expresión ya había cambiado. Había algo nuevo en su mirada, una promesa tácita de que esta noche sería especial.
Y mientras nos acomodábamos para terminar nuestra comida, no pude evitar sentir que había cruzado una línea importante. Una línea que me aterraba, pero que al mismo tiempo me llenaba de una extraña y reconfortante emoción.
Esta noche no sería como las demás, y por primera vez en mucho tiempo, estaba bien con eso.
Adrián se ofreció a lavar los platos mientras yo preparaba la habitación para dormir. Era un gesto pequeño, pero me hizo sonreír mientras escuchaba el ruido del agua corriendo en la cocina. Aproveché para arreglar la cama, esponjar las almohadas y rociar un poco del perfume para la ropa que usaba habitualmente. Ese toque hacía que todo se sintiera más cálido, más mío.
Luego fui al baño, me lavé los dientes y me puse un pijama de algodón suave. No era especialmente coqueto, pero era cómodo, y después de la noche que habíamos tenido, sentí que la sencillez era suficiente. Busqué en el cajón un cepillo de dientes sin abrir que tenía guardado, y se lo dejé en el lavabo.
Cuando volví al cuarto, el murmullo del grifo se detuvo, seguido por el sonido de los pasos de Adrián acercándose. Entró en la habitación poco después, y por un momento me quedé mirándolo desde la cama, expectante.
Se quitó la camiseta, revelando su torso definido, y luego los pantalones, quedándose solo en bóxers. Mis ojos lo siguieron sin que pudiera evitarlo. Había algo en sus movimientos, seguros pero despreocupados, que me dejaba sin aliento.
Él me atrapó mirándolo y me dedicó una sonrisa perezosa antes de deslizarse bajo las sábanas conmigo.
El colchón se hundió ligeramente bajo su peso mientras él se acomodaba a mi lado. Sin decir una palabra, me acerqué y apoyé mi cabeza en su pecho, dejando que el calor de su piel traspasara mi camisón.
Adrián envolvió su brazo alrededor de mí, atrayéndome más cerca, y sus dedos comenzaron a acariciar lentamente la piel desnuda de mi brazo. El roce era ligero, casi imperceptible, pero suficiente para enviarme un escalofrío por la espalda.
No podía recordar la última vez que me había sentido así: segura, relajada… completa. Mi cuerpo, que había estado tenso durante semanas, se amoldó al suyo como si hubiera encontrado un lugar al que pertenecer.
El silencio en la habitación no era incómodo; al contrario, era reconfortante. Solo se escuchaba el ritmo pausado de su respiración y el leve murmullo del viento contra la ventana. Poco a poco, mis párpados comenzaron a pesarme, y mientras el sueño me envolvía, una sensación de paz se asentó en mi pecho.
Adrián se inclinó ligeramente, acercándose a mi oído.
―Buenas noches, cariño― susurró, su voz baja y profunda, provocando que mi piel se erizara al instante.
Una pequeña sonrisa curvó mis labios. Sentía su calor, su presencia, y por primera vez en mucho tiempo, me sentí en mi lugar.
―Buenas noches― respondí en voz baja, con los ojos cerrados y una sensación de plenitud que no había experimentado en meses.
Adrián apretó un poco más su abrazo, sus dedos trazando círculos suaves sobre mi brazo, y así, envuelta en su calor y su protección, dejé que el sueño me reclamara por completo.