Capitulo 8

2534 Words
Leía Nos habíamos besado. En realidad, había besado a mi jefe, y fue una tortura pasar el resto del fin de semana pensando en cómo iba a mirarlo a la cara el lunes en la oficina. Cada vez que cerraba los ojos, el recuerdo me asaltaba. El calor de su boca, la firmeza con la que me había sujetado por la cintura, como si no fuera capaz de dejarme ir. Pero lo peor no era el beso en sí, sino lo que vino después. “No voy a disculparme por ello”, había dicho, con esa voz baja y grave que todavía resonaba en mis oídos. ¿Cómo podía actuar tan calmado? Como si no acabara de alterar completamente mi mundo. Mientras yo, a duras penas, había podido respirar cuando cerré la puerta de su piso tras de mí. El domingo fue un desastre. Intenté distraerme, pero cada intento de leer, ver televisión o incluso limpiar mi apartamento terminó con mis pensamientos regresando al mismo lugar. Él, su beso, y el hecho de que no sentía ni un gramo de arrepentimiento por lo que había hecho. Pero yo sí, ¿no? O al menos debería. Era incapaz de ignorar la punzada de culpa que me atravesaba cada vez que pensaba en Logan. Había pasado tanto tiempo lamentando su ausencia, preguntándome que había hecho mal para que me abandonara así, que ahora, este beso con mi jefe se sentía como una traición. No a Logan exactamente, sino a la mujer que creía que era, fiel, fuerte, capaz de mantenerse entera incluso cuando el amor se desmoronaba a su alrededor. Excepto que Logan se había ido. Él me había dejado. Sin explicaciones, sin darle importancia a lo que yo sentía. ¿Por qué seguía cargando con esta culpa como si le debiera algo? Y, peor aún, no era cualquier hombre con quien había compartido ese momento. Era mi jefe. El hombre que veía a diario, que siempre parecía tan frío y distante, hasta ese momento. Esa misma intensidad que había mostrado al besarme me desarmaba, me hacía cuestionar si había imaginado toda la tensión entre nosotros estos meses o si, después de todo, yo no estaba tan loca como creía. Finalmente, llegó el lunes. Me presenté en la oficina, con el corazón en un puño, rezando para que no lo viera en todo el día, aunque sabía que sería imposible. Pero cuando llegó… Actuó normal. Exasperantemente normal, como si nada hubiera pasado. Estaba ahí, sentado en su despacho, revisando documentos con esa expresión severa que solo hacía resaltar lo ridículamente atractivo que era. Ni un atisbo de tensión en su rostro, ni una palabra fuera de lugar. Y yo, por el contrario, no podía concentrarme en nada. Cada vez que lo escuchaba pronunciar mi nombre, cada vez que me encontraba con sus ojos al pasar por el pasillo, sentía un calor incómodo subiendo por mi cuello. No podía evitar preguntarme si, detrás de esa fachada impenetrable, él estaba tan afectado como yo. Porque si algo me había quedado claro esa noche, era que, por más que intentara ignorarlo, ese beso no se sentía como un error. Pero, el problema no era el beso, el problema era todo lo demás. No estaba lista para lo que ese momento implicaba, ni para lo que podía venir después. Sí, me había gustado… demasiado, pero acababan de dejarme. Mi autoestima y mi estabilidad emocional estaban por el piso, tambaleándose entre las ruinas que Logan había dejado tras de sí. Y luego estaba él. Adrián. Mi jefe. Un hombre que no solo era inalcanzable en muchos sentidos, sino también un territorio prohibido por las políticas de la empresa y, si era honesta, por las cicatrices que todavía llevaba a cuestas. Era inevitable que tuviéramos una conversación. Había estado evitándolo, pero sabía que no podía prolongarlo más, cuando finalmente lo enfrenté, él estaba sentado tras su escritorio, mirándome con esa calma desconcertante que siempre parecía irradiar. ―Sé que quieres hablar de lo que pasó― dije, rompiendo el silencio. Mi voz tembló un poco al principio, pero me obligué a mantenerla firme. Adrián dejó de escribir, apartando los ojos de su laptop para posarlos en mí. Esa mirada intensa siempre me hacía sentir como si pudiera leer mis pensamientos. ―Quiero asegurarme de que estás bien con lo que pasó― respondió, sin rodeos. Su tono era serio, pero había algo más, algo que no lograba descifrar. Tomé aire, buscando las palabras adecuadas. No podía contarle toda la historia patética de mi separación, de cómo me sentía rota y usada, pero sí podía ser honesta con lo que necesitaba ahora. ―No me arrepiento de lo que pasó― admití, aunque el calor subió a mis mejillas mientras lo decía. Decirlo en voz alta, lo hacía demasiado real―. Pero no puedo... No puedo empezar algo ahora. Su ceja se arqueó apenas, pero no dijo nada, dándome espacio para continuar. ―Acabo de salir de una relación― confesé. Mis manos se entrelazaron nerviosamente sobre mi regazo―. Y, además, tú eres mi jefe. Está mal en muchos niveles, ¿sabes? Por las políticas de la empresa, por cómo podría afectar mi puesto aquí, a tu reputación… Hice una pausa, sintiéndome cada vez más pequeña bajo su mirada impenetrable. ―Solo… no estoy lista para nada ahora mismo― añadí finalmente, mi voz bajando casi a un susurro. Adrián asintió lentamente. Parecía estar sopesando cada palabra, evaluando mi postura como si fuera un caso legal que necesitaba resolver. ―Entiendo― dijo al fin, con una calma que no esperaba―. Quiero que sepas que no me arrepiento tampoco, pero respeto lo que sientes. No volverá a pasar, y puedes estar segura de que esto no afectará nuestra relación laboral. Sus palabras deberían haberme aliviado, pero en el fondo sentí una punzada de algo más. Tal vez decepción, tal vez miedo de que realmente lo dejáramos atrás, dios, ni yo me entendía. No dije nada más, solo asentí y me levanté, lista para salir de su oficina. ―Por cierto… ― lo escuché decir justo antes de alcanzar la puerta. Me giré para mirarlo. Sus ojos se encontraron con los míos, fijos, intensos. ―Si alguna vez cambias de opinión, no tienes que dudar en decírmelo. Y así terminó nuestra conversación. Eso fue hace una semana. Desde entonces, Adrián había estado ausente del estudio durante los últimos dos días. Se había ido de viaje, dejando instrucciones claras y comunicándose conmigo solo a traes de correos electrónicos por cosas estrictamente necesarias. Era casi como si intentara mantener la distancia, como si también necesitara espacio para procesar lo que había ocurrido. O tal vez estaba siendo demasiado ingenua al pensar que podía afectarlo tanto como a mí. Pero lo cierto era que, incluso en su ausencia, no podía sacarlo de mi cabeza. Y, aunque su ausencia debería haberme dado la claridad que tanto necesitaba, solo me dejaba con más preguntas, más dudas y ese maldito deseo de volver a sentir sus labios en los míos. Hoy había llegado temprano, más de lo habitual. Era un día importante, aunque me negaba a admitirlo en voz alta. Adrián volvía al estudio después de una semana de ausencia, y aunque me repetía que no significaba nada, me había puesto el vestido que me hacía sentir más segura. No tenía nada que ver con él, claro. Solo era un recordatorio de que yo podía mantener el control, de que era la profesional capaz y competente que siempre había sido. Dejé mi bolso, encendí mi computador y me dirigí a la sala de descanso para preparar el café. La rutina matutina era mi salvavidas, un ancla para no pensar demasiado. Cuando el café estuvo listo, ordené mi agenda y comencé a redactar los documentos que necesitaríamos para la reunión del mediodía. A las ocho en punto, las puertas del ascensor se abrieron. Lo vi caminar por el pasillo con esa misma energía que parecía hacer temblar las paredes. Adrián Warner, dueño y amo de todo, incluido el aire que se respiraba a su alrededor. Iba concentrado en su teléfono, sin levantar la mirada. Ni una sola vez. ―Buen día, señorita Murphy― dijo, con un pie ya en su oficina. Su tono era tan impersonal que me tomó un momento salir de mi estupor. No esperaba besos ni abrazos, claro que no. Pero… ¿qué esperaba? Que idiota era. Respiré hondo, ajusté la máscara de profesionalidad que había perfeccionado con los años y tomé mi agenda. Adrián ya estaba dentro de su oficina cuando entré detrás de él, lista para el habitual intercambio laboral. ―Buen día, señor Warner― dije, con mi mejor tono profesional. Adrián encendió su computador, se sentó, y por fin levantó la mirada hacia mí. Su rostro no mostraba absolutamente nada. Cero emociones, cero rastros de la semana anterior. ― ¿Todo ha ido bien durante mi ausencia? ― preguntó, volviendo casi de inmediato a mirar su teléfono. ―Sí, he realizado todos los pendientes que me encargó y ya están listas las carpetas con los documentos para la reunión de hoy― respondí, manteniendo mi tono firme―. También he concertado el almuerzo con el señor Van Der Beeck para el viernes a las doce. ―Perfecto― murmuró con un asentimiento breve, como si hubiera esperado nada menos. ―Necesito que saques de los archivos los casos de Llorens y Kraselsky― continuó―. También llama a Marcos y Frederick y programa una reunión con ellos mañana a primera hora. ―Entendido. ¿Algo más? Adrián hizo un gesto leve con la mano mientras volvía su atención a su computador. —No. Estaba a punto de salir de su oficina cuando su voz me detuvo. ―Ah, sí. Hoy vendrá una invitada mía. Hazla pasar a mi oficina en cuanto llegue. Si estoy en una reunión, tiene permiso para interrumpir. Me giré hacia él, luchando por mantener la compostura. ―De acuerdo― respondí, mi tono un poco más frío de lo habitual―. ¿A quién debo esperar para anunciar? ―A la señorita Arnaud― dijo de manera despreocupada, sin levantar la vista de su pantalla―. Eso es todo, puede retirarse, señorita Murphy. Asentí, aunque él ya no me estaba mirando, y salí de su oficina. Me dirigí a mi escritorio, intentando ahogar el tumulto de pensamientos que me invadía. ¿Quién era esa mujer? ¿Y por qué, precisamente ella, tenía el privilegio de interrumpir reuniones y hacerse dueña de su atención por completo? Intenté recordarme que no tenía derecho a sentirme así, que Adrián y yo habíamos dejado las cosas claras hace una semana. No volvería a pasar. Sus propias palabras e incluso las mías resonaban en mi cabeza, pero ahora parecían tan vacías como las emociones que había mostrado esta mañana. Apreté los dientes y volví a centrarme en mi pantalla, dispuesta a ahogar mis pensamientos en trabajo. Sin embargo, la pregunta seguía ahí, constante e implacable: ¿Quién demonios era la señorita Arnaud? Cerca del mediodía, el misterio finalmente se reveló. Justo diez minutos antes de la reunión que había pasado toda la mañana preparando, las puertas del ascensor se abrieron, y lo que vi me dejó sin palabras. Una mujer entró en la oficina con un porte digno de una pasarela. Alta, esbelta, con un vestido que parecía diseñado exclusivamente para ella, irradiaba una elegancia que parecía iluminar la habitación. Su cabello rubio caía en ondas perfectas sobre sus hombros, y sus ojos azules parecían c******r el aire. ―Buenas tardes― saludó dulcemente con un marcado acento francés que hizo que su voz pareciera una melodía―. Estoy buscando a Adrián, me está esperando. Por un segundo, olvidé cómo hablar. Antes de que pudiera siquiera intentar responder, la puerta de la oficina de Adrián se abrió. Y entonces, sucedió algo que no estaba preparada para presenciar. Cuando Adrián la vio, algo en él cambió. Sus ojos, siempre tan contenidos y fríos, brillaron con una intensidad que me dejó clavada en el suelo, era una expresión que nunca había visto en él, ni siquiera de lejos. Parecía tan... humano. ―Camille― pronunció su nombre con una calidez que no le había conocido jamás. Su sonrisa, amplia y genuina, desarmó cualquier imagen que tenía de él. A paso firme, cruzó el espacio que los separaba y la estrechó entre sus brazos, cerrando los ojos como si ese momento fuera lo único que importara. Era como si nadie más existiera en el mundo. La familiaridad entre ellos era palpable, casi dolorosa. ―Al final vine, como te dije que haría― respondió ella con un tono meloso y una sonrisa que acentuaba aún más su belleza. ―Esperaba que lo hicieras― replicó Adrián, su voz casi un susurro. Lo vi separarse de ella solo lo justo para sujetar su rostro entre sus manos, plantándole dos besos sonoros en las mejillas. Luego, con una naturalidad que me resultó inquietante, deslizó una mano a su cintura y la condujo hacia su oficina, como si llevarla a su lado fuera el acto más natural del mundo. Mi corazón, en cambio, se encogía más con cada segundo que pasaba. Medio minuto después, salieron nuevamente, todavía abrazados, como si no quisieran soltar esa conexión. Adrián llevaba una pila de carpetas en la mano, que dejó caer con descuido sobre mi escritorio al pasar junto a mí. ―Cancele toda mi agenda, señorita Murphy― ordenó con tono firme, aunque su atención seguía centrada en Camille. ― ¿La reunión de hoy, señor? ― pregunté, tratando de mantener la compostura, aunque el desconcierto y la incomodidad me retorcían el estómago. ―Todo. No volveré hasta mañana― añadió con rapidez, sin mirarme, antes de volver su rostro hacia ella y sonreírle como si el resto del mundo no importara. ―Entendido― logré decir con voz neutra. Observé cómo ambos se dirigían hacia las puertas del ascensor. Camille se reía de algo que él le susurraba al oído, y él, claramente encantado con su presencia, no dejaba de mirarla como si fuera un milagro. Las puertas del ascensor se cerraron con un leve ding, y ellos desaparecieron, dejándome sola en medio del caos que se había formado en mi interior. ¿Quién demonios era Camille? Adrián, siempre tan profesional y distante, acababa de desmoronar toda la imagen que tenía de él con una sola aparición de aquella mujer. El brillo en sus ojos, la forma en que la había sostenido… nunca lo había visto así, ni siquiera remotamente. Y había dicho que estaba solo, varios días atrás. Me dejé caer en mi silla, mirando la pila de carpetas que había dejado sobre mi escritorio. Mi mente seguía atrapada en la escena que acababa de presenciar, tratando de procesar qué significaba todo aquello. Con un suspiro profundo, me forcé a volver a mi trabajo, pero no podía sacarme esa sonrisa de la cabeza. Y, sobre todo, no podía ignorar lo mucho que dolía saber que evidentemente ese momento entre los dos, ese beso, no habían significado nada realmente para él.
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