«Estar con Karen es casi como emborracharse» pensó. «Uno deja de pensar y el cuerpo se convierte en un ardoroso horno encendido, que sólo puede apagarse con el contacto de esta mujer».
Empezaba a amanecer ya cuando el Marqués regresaba a su dormitorio. Le pareció que habían pasado apenas unos minutos, cuando su valet lo despertó al descorrer las cortinas.
Disfrutó de un excelente día de caza.
Era un gran tirador y el cobrar más de la mitad del botín del grupo, le había llenado de satisfacción.
Volvió a la casa, cansado y hambriento, para encontrar que Karen le dirigía de nuevo miradas insinuantes. Sabía muy bien lo que esperaba de él.
«Creo que esta noche se llevará una desilusión», se decía el Marqués. «Estoy demasiado cansado».
Era un cansancio agradable, reconoció mientras disfrutaba de una cena excelente. Al cabo de la cena, había rechazado jugar a las cartas, prefiriendo sentarse a conversar con lady Gerrard, junto a la chimenea.
Cuando la anciana se retiró, decidió que él también iría a dormir. Se despidió de Johnny, quien lo elogió por su estilo en disparar, y luego lo hizo de todos los demás. Al llegar el turno a Karen, sintió cómo ella oprimía su mano.
De un modo discreto él movió levemente la cabeza, negándose.
Su valet estaba esperándolo para ayudarlo a desvestirse. Se metió en la cama con una sensación de verdadero deleite. Amplia y cómoda estaba tibia y él sentía mucho sueño.
Ya estaba casi dormido, cuando oyó que la puerta se abría. Despertó con la rapidez de quien ha conocido el peligro, y en la oscuridad oyó cómo daban vueltas a la llave.
No había duda de quién estaba ahí. Se percibía la fragancia exótica que le hacía imaginar el Oriente y al instante un cuerpo tibio e insinuante se recostó junto a él.
No había necesidad de palabras. Karen lo encendía sin dificultad.
Más tarde, recostado sobre las almohadas, el Marqués la oyó decir:
—Eres un hombre muy excitante, Ivon. ¿Cuándo nos podemos casar? Por un momento él pensó que no había oído bien.
—Debes saber— dijo ella con suavidad, mientras él se ponía rígido de sorpresa—, que he decidido casarme contigo.
Al Marqués le pareció que sus pensamientos giraban en un caótico remolino que no podía controlar.
Karen… Karen Russell… ¡se le estaba declarando! Y además daba por hecho que él aceptaría.
Karen, la del rostro hermoso y sereno. Karen, apasionada, exigente, insaciable como una tigresa salvaje. Karen, coqueta, voluptuosa, insinuante. No sólo con él, sino con otros hombres.
Fue sólo su férreo autocontrol lo que evitó que diera a gritos su negativa. Jamás, ni en sueños más alocados, había imaginado a Karen Russell como la dueña de Mell.
No era el tipo de mujer que deseaba por esposa… aunque no supiera con certeza cuál era el tipo deseado. Lo que sí sabía era que no tenía la menor intención de casarse con ella, ni de cargar el resto de su vida con esa tempestuosa, alocada y desenfrenada criatura.
La deseaba y disfrutaba con plenitud el contacto de su cuerpo. Pero, ¿hacerla su esposa? ¡No! Karen no sería la mujer que ocuparía el lugar de su madre, ni sería la madre de sus hijos.
Como percibiendo su vacilación, Karen se echó a reír.
—Te deseo— dijo—. Tú y yo podemos llevarnos muy bien.
—¡Lo dudo!— logró decir él—. Además, Karen, yo no soy un hombre hecho para el matrimonio.
—¡Pero te casarás conmigo!— contestó ella demostrando la firme determinación que había tras sus palabras.
—¡No!— respondió él con ligereza—. Tú eres una criatura demasiado exótica y apasionada para enjaularte. ¡Sería un verdadero crimen, contra la naturaleza confinarte a un insignificante marido!
—¡Tú jamás serás un marido insignificante! Yo adornaré tu mesa, Ivon. Luciré las joyas de la familia con una elegancia nunca vista antes y, sobre todo, ¡te mantendré siempre fascinado!
Se volvió hacia él buscando sus labios. Era una mujer insaciable… una mujer capaz de reducir a un hombre hasta convertirlo en la simple sombra de sí mismo, sin personalidad y sin carácter.
¡Era una especie de vampiro! No le importaba nada más que el deseo de su cuerpo y no aceptaba de sus amantes nada que no fuera una pasión igual a la suya.
El Marqués volvió la cabeza a otro lado.
—Creo, Karen, que éste no es el momento de discutir algo tan serio como el matrimonio— dijo—. Regresa a tu dormitorio y hablaremos de ello en otra ocasión.
—No hay necesidad. Ya te he dicho que te quiero para mí. Cuando vuelvas a Londres, puedes hablar con papá. ¡Él se quedará encantado de tenerte como yerno!
El Marqués sabía que eso era verdad.
El Conde de Dunstable hacía varios años que tenía esa preocupación por su hija. Era chambelán de la Reina Victoria y vivía con permanente temor de que su hija Karen cometiera un escándalo con su conducta irresponsable.
El que ella se casara con alguien tan importante como lord Melsonby sería, en realidad, la recompensa a sus oraciones.
El Marqués se sentó en la cama.
—Vuelve a tu cama, Karen— dijo con firmeza—. No voy a discutir más contigo, pero debo advertirte que no tengo deseo alguno de casarme.
—Entonces— dijo Karen con parsimonia—, sería muy desafortunado si yo le confiara la verdad a mí padre.
—¿Y crees que eso lo sorprendería?— preguntó el Marqués sonriendo.
—Pero si le dijera que espero un bebé, se sentiría muy perturbado, ¿no crees?
—¡Un bebé!— la voz del Marqués vibró en la oscuridad—. ¡No es cierto! ¡Y si lo fuera… no sería mío!
Karen se echó a reír, muy divertida.
—Todos los hombres son iguales— dijo—. ¡Una, los puede asustar con mucha facilidad!
—¿Me quieres decir que no estás esperando?— preguntó el Marqués.
—Por supuesto que no— contestó ella—, ¡pero mi padre no lo dudaría si yo le dijera lo contrario! ¡Además, le aclararía que era el resultado de tres deliciosas noches compartidas contigo, antes de irme a España! Fue hace casi tres meses, Ivon… justo el tiempo necesario para estar segura de no equivocarme.
Se hizo el silencio y entonces el Marqués preguntó:
—¿Me estás chantajeando, Karen?
—¡Qué palabra tan horrible!— exclamó—. No, mi querido Ivon, solo te digo que aceptes lo inevitable. ¡Te deseo! ¡Te amo!
—¡Tú no sabes lo que significa la palabra amor!— había replicado el Marqués.
—Si eso es lo que opinas de mí te ofrezco un buen sustituto. Muy bien mi querido Ivon, a tu regreso a Londres, diré a mi padre que deseas hablar con él, así podremos casarnos… ahora veamos… ¡en abril, tan pronto como se inicie la temporada!
Karen se había incorporado, produciendo un rumor, con el roce de la tela al ponerse la bata. Cruzó la habitación en la oscuridad, con una seguridad que demostraba al Marqués que no era la primera vez que ella visitaba esa habitación de Quenton.
La oyó girar la llave.
—¡Buenas noches, mi queridísimo Ivon… mi futuro esposo! —exclamó.
El Marqués se quedó sentado por largo rato, inmóvil. Sintió que estaba en una trampa sin salida.
Sabía muy bien que Karen, una vez que tomaba una determinación era capaz de cualquier cosa para lograr su propósito.
Si, como había amenazado, le mentía a lord Dunstable sobre su inexistente embarazo, con el agravante de que el padre de la criatura se negara a casarse con ella, lord Dunstable acudiría a la reina, sin duda alguna.
Los alegres días de libertinaje de la Regencia habían terminado. El régimen que encabezaban la Reina Victoria y el Príncipe Alberto era conservador, moral, estricto. El más leve escándalo era visto con desagrado y las damas de la alta sociedad, deseosas de seguir el ejemplo de la Reina, le harían muy desagradable su existencia.
¡Podía desafiarlas, por supuesto… y decirles, además, que se fueran al diablo! Sin embargo, era muy cierto que le disgustaría no ser invitado a las fiestas, que estadistas y políticos no buscaran su amistad, que sus amigos no lo aclamaran como un gran deportista y un hombre de honor.
Pero, casarse con Karen, era como entrar descalzo y por su propia voluntad al infierno.
¡Cualquier mujer, hasta Sheila Courtley, sería preferible como esposa, que Karen Russell!
Cuando a la mañana siguiente su valet lo despertó, el Marqués le ordenó que hiciera sus maletas.
Había llegado a Quenton conduciendo su propio faetón. Además, un palafrenero había llevado a uno de sus mejores caballos, porque él prefería montar sus propios animales.
Ahora decidía hacer parte de su regreso a casa, montando ese caballo. Sentía que sólo cabalgando a gran velocidad lograría distanciarse de Karen.
—Debo regresar a Londres— explicó a su amigo Johnny—. Hubiera deseado quedarme, al menos otro día, para seguir cazando; pero anoche recordé un compromiso pendiente muy importante.
—¿Con un hombre o con una mujer?— preguntó Johnny sonriendo.
—¡Con un hombre, por supuesto!— replicó el Marqués con tal firmeza que hizo sorprender a su amigo.
Le hubiera extrañado aún más el saber que el Marqués, cabalgando en loca carrera maldecía con profundo rencor a todas las mujeres.
Se sentía como una zorra, acorralada por una jauría de perros decididos a atraparla.
Había cabalgado a todo golpe, confiando en su sentido de orientación para encontrar el camino a Baldock.
Y lo habría logrado de no ser por la tormenta desatada. La nieve, el granizo y la lluvia hacían imposible ver a más de un metro de distancia.
Se empeñó en seguir adelante, hasta reconocer que estaba perdido sin remedio y que resultaría inútil tratar de encontrar el camino.
Se sintió reconfortado al encontrar una modesta posada, llamada La Cabeza del Rey, donde el posadero le informó, para su desconsuelo, que estaba todavía a nueve kilómetros de Baldock.
La cena había sido mala, la habitación era fría y la cama no parecía estar demasiado limpia.
Sin embargo, no había nada que hacer al respecto. En realidad, estaba más preocupado por sus asuntos privados, que por su comodidad.
«¡Dios santísimo! ¿Qué voy a hacer?», se preguntó con insistencia, después que el posadero se retiró dejándole otra botella de vino y deseándole buenas noches.
Se dejó caer en el sillón frente al fuego, sin tocar la botella. Caviló con desesperación en irse al extranjero; pero consideró que el desterrarse, alejándose de sus posesiones, sus deportes favoritos y de sus amigos constituía un precio demasiado alto, aun como escape al matrimonio.
Cerró los ojos; en eso oyó que la puerta se abría. No volvió la cabeza, porque supuso que era de nuevo el posadero.
Pero al oír que la puerta se cerraba con suavidad, y el suave rumor de un vestido, se volvió asombrado descubriendo la presencia de una mujer.
Era muy pequeña de estatura, había nieve sobre los hombros de su traje de montar azul oscuro, y la pañoleta que llevaba sobre la cabeza estaba empapada.
Se quedó inmóvil, mirándolo, y como estaba en el otro extremo de la habitación le resultaba difícil verla con claridad.
Entonces dijo, en una vocecita suave y asustada:
—¿Podría… usted… ocultarme? ¿Por favor… me ayudaría a ocultarme? El Marqués se incorporó con lentitud.
—¿Qué es lo que quiere usted?— preguntó.
—Me he fugado— contestó ella—, y vienen tras de… mí. No tengo mucho tiempo. Comprenderán… que me he refugiado aquí. Mi caballo no podía seguir… adelante.
El Marqués se dirigió a su lado, descubriendo que era joven, mucho más joven de lo que aparentaba a primera vista.
—¿De quién está huyendo?— preguntó—. ¿Se fugó de la escuela?
—No, por supuesto. Huyó del… hombre que se considera mi tutor.
—¡Su tutor!— repitió el Marqués.
Bajó la vista hacia el rostro de la joven, reconociendo que, en verdad, estaba muy asustada. Vio, también que su traje estaba salpicado de lodo, así como sus mejillas y su boca rodeada de un círculo blanco revelando el frío que sentía.
—Acérquese al fuego— sugirió él.
—No, no me atrevo. Estará aquí en cualquier momento… registrará toda la posada… y para obligarme a regresar con él… me castigará.
—¿La golpea?— preguntó el Marqués.
—Sí… me ha golpeado varias veces para obligarme a cumplir… sus deseos…
Había un sollozo tan aterrador en su voz que el Marqués llegó a creerle; entonces, en forma imprevista, la joven se quitó su chaqueta de montar y se volvió de espaldas a él. Bajo el traje llevaba una prenda blanca, de escote muy bajo en la espalda, un modelo para la noche.
En su piel desnuda aparecían profundos verdugones que se cruzaban unos a otros. Se veían amoratados y sangrantes. Bajo la muselina blanca había manchas de sangre que teñían de escarlata la prenda que llevaba arriba de la cintura.
—¡Santo cielo!— exclamó el Marqués—. ¿Quién pudo hacerle eso?
—El hombre de quien le hablo.
Volvió a ponerse la chaqueta y en eso se escucharon voces en el piso de abajo.
—¡Ya… llegó!— dijo en un murmullo—. Sabía que no tardaría… podía oírlos… persiguiéndome.
—¿En dónde dejó su caballo?— preguntó el Marqués.
—Lo tengo escondido en un cobertizo. Tal vez no lo encuentren esta noche— contestó la muchacha.
Las voces se escuchaban más fuertes ahora, acompañadas por el sonido de pasos subiendo la escalera.
—¡Ya viene…! ¡Ya… viene!— murmuró.
El Marqués pensó que nunca en su vida había vista tal espanto en el rostro de una mujer.
Tomó una decisión repentina.
—¡La ocultaré!— aseveró—. Aunque si nos descubren, pasaremos serios problemas.
—¿Me meto, en el guardarropa?— le preguntó, refiriéndose a un gran armario de madera ubicado en un extremo de la habitación. El Marqués estaba a punto de asentir cuando cambió de opinión, por considerarlo un lugar demasiado evidente.
—¡Tras la cortina de la ventana— ordenó con voz segura—, y no se mueva de allí!
Ella cruzó la habitación, en tanto el Marqués quitaba la llave del guardarropa.
Volvió junto a la chimenea. Puso la llave en la mesa, junto a la botella de vino, llenó su vaso y se sentó.
Llamaron a la puerta.
—¡Adelante!
La puerta se abrió.
—¿Qué demonios quiere?— preguntó, con la voz gruesa y pausada del hombre que ha estado bebiendo.
—Perdón, milord, pero aquí hay un caballero que pide hablar con usted.
—Dígale que es muy tarde. Ya me voy a acostar.
—Perdone mi intromisión— dijo una voz.
Empujando a un lado al posadero, un hombre alto y moreno entró en la habitación.
Hubiera sido bien parecido de no tener sus ojos demasiado juntos y la expresión dura de su boca, que lo hacía un tanto repulsivo.
Todavía llevaba el sombrero puesto, pero al ver al Marqués, se lo quitó con respeto, revelando su cabello oscuro, con mechones grises en las sienes.
—¿Qué quiere?— preguntó el Marqués.
Se balanceaba en la silla, con el vaso en la mano, en actitud negligente.
—Perdone, milord— contestó el hombre—. Soy sir Gerbold Whitton. El posadero me informa que usted acaba de llegar.
—¿Y eso qué relación guarda con usted?— preguntó irritado el Marqués.
—Quisiera preguntarle dos cosas… primero, si en su viaje hasta aquí no encontró a una muchacha cabalgando, segundo, si ella no ha entrado aquí, desde su llegada, milord.
Mientras hablaba, el hombre no quitaba su vista del guardarropa.
—No sé de lo que habla usted— negó el Marqués—. Estoy cansado y quiero acostarme. Si eso le satisface, le informo que no he visto a nadie. Sir Gerbold había descubierto la llave sobre la mesa, junto al vino.
—Si no le molesta, me gustaría inspeccionar el guardarropa. Veo que la llave está aquí.
—¿El guardarropa? ¡Oh, sí! No hay nada ahí, le aseguro. Yo mismo lo revisé porque los ladrones suelen esconderse en lugares como ése.
—Me gustaría asegurarme por mí mismo.
—Le digo que no hay nadie— rugió el Marqués—. ¿Duda de mi palabra?
—No, por supuesto— repuso sir Gerbold, en el tono alegre de un hombre que trata de ser agradable—. Pero quiero comprobar que no se haya equivocado.
Hubo un momento de silencio. Entonces el Marqués dijo:
—¿Le gusta apostar?— sir Gerbold pareció sorprendido—. Le apuesto cinco… no… diez guineas entonces, a que no hay nada de lo que busca en ese guardarropa— aseguró el Marqués.
Sir Gerbold titubeó mirando la llave.
—Acepto la apuesta —replicó con voz cortante.
—Entonces, pongamos el dinero donde se vea propuso el Marqués.
Sacó unos billetes de su bolsillo y los arrojó sobre la mesa. Con poco entusiasmo, sir Gerbold sacó de su cartera dos billetes de cinco guineas y también los dejó sobre la mesa. Entonces, tomó la llave con una nerviosidad que no podía disimular.
Cruzó la habitación, insertó la llave en el guardarropa, la hizo girar y abrió la puerta. Miró el vacío del interior e inspeccionó los rincones.
—No hay nada, como ve— rio el Marqués—. Pierde la apuesta, señor y ahora, buenas noches.
Sir Gerbold miró a su alrededor y sus ojos se detuvieron en los pesados cortinajes de las ventanas. Había dado un paso en esa dirección cuando oyó al Marqués decir:
—¿No oyó usted? ¡He dicho, “buenas noches” !
Volvió la vista a la chimenea y vio que el Marqués se había incorporado y portaba una pistola en la mano.
—¡Estoy harto de usted y de sus impertinencias! exclamó con voz de borracho—. ¡Márchese ahora mismo si no quiere recibir un balazo!
—Creo que es usted demasiado ofensivo— dijo sir Gerbold, con voz ya vacilante.
—¡Salga de aquí!— repitió colérico el Marqués—. No permito que nadie se meta en la habitación que he pagado, para acusarme de mentiroso. ¿Quiere usted pelear, señor? Pelearé con usted… pero ahora… quiero mi cuarto para mí, ¿me entiende?
Sir Gerbold retrocedió hacia la puerta.
—¡Váyase! ¡Largo de aquí!— repitió el Marqués con voz de ebrio impaciente.
Se lanzó hacia sir Gerbold, que ya salía de la habitación cerrando la puerta tras él.
El Marqués giró la llave con estrépito y corrió el cerrojo.
—¡Vaya impertinencia— exclamó en voz bien alta para que se oyera de afuera!
Se volvió y vio que la muchacha salía de los cortinajes. Él se llevó un dedo a los labios indicándole silencio.
Caminó de regreso a la chimenea y ella lo siguió de puntillas.
Ambos esperaron sin hablar, hasta que oyeron los fuertes pasos de sir Gerbold bajando la escalera de madera.
Casi sin aliento, temblando de manera visible, ella dijo:
—Gracias… ¿cómo podré… agradecerle? ¡Me ha… salvado!