Capítulo I-1
CAPÍTULO I
1850
—Que diablos voy a hacer?
—Dijo en voz alta al Marqués de Melsonby y, como intentando calmar de algún modo su inquietud, tomó un leño y lo arrojó al fuego que ya ardía con intensidad.
A pesar de las fuertes llamas de la chimenea, la habitación se sentía fría y llena de corrientes de aire. Podía escuchar cómo silbaba el viento y al granizo golpear las ventanas con cristales en forma de diamante.
«¿Qué es lo que puedo hacer?» se preguntó, ahora en silencio, llamaron a la puerta, la que se abrió para dar paso a la corpulenta figura del posadero.
—¿Hay algo más que desee, milord?— murmuró el hombre.
El Marqués, a punto de contestar que no necesitaba nada, cambió de opinión.
—Tráigame otra botella de vino.
—Muy bien, milord
De nuevo a solas, el Marqués permaneció contemplando las llamas, pensaba que resultaría mejor emborracharse, aunque el único vino disponible fuera de mala calidad y sin duda alguna le causaría un terrible dolor de cabeza al día siguiente.
Pero una noche a solas con sus pensamientos le sería interminable.
Paseó con inquietud por la habitación. Se había quitado los zapatos y sus pies sólo cubiertos por las medias, apenas hacían ruido en las crujientes tablas del piso.
Sus botas, la capa de viaje y la chaqueta de paño estaban secándose abajo. Así, en mangas de camisa, necesitó acercarse pronto al fuego por el frío que sentía.
Era típico de su mala suerte el perderse.
En lugar de llegar a Baldock, a pernoctar en la hostería San Jorge y el Dragón, había tenido que refugiarse en esta rústica posada.
En realidad, no era nada recomendable, excepto que ofrecía protección contra las inclemencias del tiempo. Su caballo ya se notaba fatigado y él mismo no podía ver por la nieve y el granizo que castigaban su cara mientras cabalgaban por esa región desconocida.
Había dado órdenes de que su faetón, fuera conducido por un palafrenero, para encontrarlo en Baldock.
Pensó que el cabalgar por el campo representaba un beneficio para su cuerpo y un alivio para su mente atormentada en esos momentos.
¿Cómo iba a imaginarse siquiera, que Karen se comportara en aquella forma, colocándolo en un predicamento tan intolerable?
El Marqués se había acostumbrado a su popularidad entre las mujeres. Sabía que era uno de los solteros más codiciados entre todos los del país.
Heredero de un título de mucho prestigio, poseía una enorme fortuna y era muy bien parecido. Era, además, un notable deportista, admirado por su extraordinaria destreza en el manejo de caballos.
Su inteligencia y discreción le habían hecho acreedor a una buena reputación en los círculos de la corte, pese a sus numerosas peripecias amorosas. «¡Y ahora me cae esta bomba encima!» pensó furioso.
Había procurado siempre, actuar en una forma muy circunspecta. Jamás se había mostrado interesado en ninguna jovencita. Sus discretos idilios siempre habían sido con mujeres casadas que por su condición no aspiraban a ningún anillo de bodas a cambio de sus favores.
Lady Courtley tenía ya casi un año de ser su amante. Su marido pasaba la mayor parte del tiempo en el extranjero y era sabido que detestaba la vida social de su mujer.
Sheila Courtley tenía una posición envidiable en el Beau Monde, la alta sociedad inglesa y, además, su apariencia era la de una dama respetable.
El Marqués y ella se cuidaban de los rumores viéndose en numerosas fiestas privadas, a las que acudían en forma separada.
Sheila era morena, graciosa y tenía una belleza extraña que el Marqués admiraba.
En ocasiones expresaba esa admiración en términos entusiastas.
—¡Eres preciosa!— le había dicho apenas unos días atrás, con esa voz profunda que las mujeres calificaban de irresistible—. Tan preciosa que no me canso de felicitarme por lo afortunado que soy de poder tomarte en mis brazos y besar la curva perfecta de tus labios.
—Bésame otra vez— había murmurado Sheila.
Y rodeando con sus brazos el cuello del Marqués, había dicho con voz apasionada:
—¡Te amo! ¡Te amo! ¡Oh, Ivon, no tienes idea de cuánto te amo! Cuando empezaba a amanecer y su carruaje cerrado transitaba por las calles vacías conduciéndolo a la Casa Melsonby, en la Plaza Grosvenor, era la oportunidad en la que el Marqués se preguntaba si Sheila no sabía otro tema más que el amor.
Era obvia la perfección de su figura y siempre que pensaba en ella era para recordar la falta de inteligencia de su amante.
«Pero, ¿por qué razón voy a desear que sea inteligente?» se preguntaba a sí mismo. «¡Es pedir demasiado!».
Sin embargo, empezaba a reconocer que lo estaba aburriendo. Le sucedía en todos sus idilios. De pronto la compañía de la mujer le producía un profundo hastío.
Las razones que se daba para explicar su estado era la facilidad en conquistar los favores del sexo débil.
De hecho, toda su existencia era demasiado fácil.
Cuando se dejaba llevar por su imaginación, reconocía lo deseoso que estaba por experimentar el peligro, la aventura, lo insólito.
Quería saborear la emoción de cualquier victoria, física o intelectual sobre algún contrincante digno de su inteligencia.
En épocas pasadas, había servido al gobierno, secretamente, gracias a su dominio de varios idiomas.
Estas misiones le habían envuelto en verdaderos riesgos tanto en Francia como en Italia, y había salvado su vida gracias a sus inteligentes y rápidas decisiones.
Pero esos días habían pasado ya.
Desde que heredara el título, ya no era el joven desconocido que podía deambular por Europa sin llamar la atención.
¡Ni podría, como le había asegurado el propio Secretario del Exterior escuchar con discreción por el ojo de la cerradura!
Sin embargo, desde el fondo de su corazón reconocía que ya Sheila Courtley, empezaba a inquietarlo y ya no lo satisfacía como antes, por lo tanto, se había asombrado mucho al recibir su nota urgente e incoherente, reclamando su presencia.
Ya en la casa de ella cruzó el salón donde lo esperaba y tomó su mano llevándosela a los labios.
—¿Qué sucede, Sheila?— preguntó al quedar a solas, después que el lacayo cerró la puerta tras él.
Fue entonces, al bajar la vista para contemplar su hermoso rostro, que descubrió que ella vestía de n***o.
Nunca había lucido más que los colores brillantes tan favorables a su belleza morena.
Los dedos de Sheila apretaron su mano.
—¡George ha muerto!
—¡Muerto!— exclamó el Marqués—. ¡Cómo!
—Murió en Grecia a causa de una fiebre. El doctor que allí lo asistió me ha escrito dándome pocos detalles.
—Lo siento mucho— dijo el Marqués con pesadumbre—. Debe haber sido una terrible impresión para ti.
—¡Por supuesto!— declaró lady Courtley. Y adelantándose hasta él, apoyó la cabeza en su hombro—. ¿Comprendes lo que eso significa, Ivon?—preguntó en voz baja.
Casi contra su voluntad y sabiendo que eso esperaba de él, la rodeó con su brazo.
—¿Qué significa?— preguntó, sintiéndose tonto al hacerlo.
—¡Que ahora… soy libre!— murmuró Sheila Courtley.
Logró librarse de ella sin hacer promesas. Le aconsejó ser circunspecta y llorar públicamente a su esposo muerto durante el año de luto obligatorio, antes de pensar en volver a casarse.
Al abandonar la casa de Sheila sintió la necesidad de escapar de su relación, de alguna forma, ya fuera diplomática o con declarada firmeza, si ella insistía en continuar.
¡No podía casarse con Sheila Courtley y no lo haría!
No estaba dispuesto a pasar el resto de sus días escuchando sus comentarios banales, sabiendo que en su hermosa cabeza no había otra cosa que el deseo del reconocimiento social, a la admiración masculina y la inclinación al chisme.
Se sentía inquieto por lo sucedido y se reprochaba el haber permitido que un idilio pasajero se prolongara por tanto tiempo.
Fue entonces que decidió marcharse de Londres.
Había pensado en ir a su casa: el Castillo Mell, en Kent; pero había encontrado a Johnny Gerrard, un amigo íntimo, compañero de armas en el ejército, y con quien tenía muchos gustos en común.
—Ven a Quenton conmigo— le había ofrecido Johnny—. Los patos han estado llegando en abundancia, por el mal tiempo. ¿No quieres acompañarme a cazarlos?
Él había aceptado encantado la invitación, que representaba un buen pretexto para alejarse de Londres.
Pensó que el grupo que encontraría en Quenton sería sólo de hombres. El padre de Johnny, lord Gerrard, siempre se mostraba hospitalario y afable al recibir a los amigos de su hijo, como su madre, frágil y casi inválida por el reumatismo que trataba al Marqués como a un integrante de la familia.
Sin embargo, al llegar a la enorme casa que los Quenton tenían desde hacía quinientos años, en Leicestershire, se sorprendió al ver que lady Karen Russel se encontraba entre los invitados.
Karen y el Marqués habían pasado varias noches juntos, llenas de pasión, tres meses antes. Al poco tiempo lady Karen había salido de Inglaterra para visitar España.
No sabía que había regresado y al entrar en el gran salón y verla allí en el fondo, el Marqués sintió gran satisfacción con el reencuentro.
Eso no era de sorprender, porque lady Karen era una mujer muy hermosa.
De piel morena, su rostro era sereno como el de una Madona. Pero el Marqués sabía que su rostro era engañoso, ya que cualquier hombre que la atrajera podía encender en ella voluptuosas pasiones.
Hermosa, viuda desde los diecinueve años, Karen Russell se había convertido en una de las bellezas más populares de la corte; admirada y aclamada por todos los jóvenes aristócratas de St. James.
Se decía que la Reina Victoria no simpatizaba con ella; pero eso podía ser un simple chisme, y no era de sorprender que todas las mujeres sintieran celos no sólo de la belleza de lady Karen, sino de su indiscutible popularidad entre los caballeros.
El Marqués estaba decidido a conquistar a Karen, a pesar de saber que ella vivía un idilio clandestino con un estadista importante.
El estadista había sido llamado a Windsor, el resto había resultado una repetición de conquistas fáciles del Marqués.
Pero, en algunos aspectos, Karen había sido diferente. Nunca había conocido a una mujer que respondiera con tanto ardor a su pasión.
Nunca había imaginado que alguien con un rostro tan inocente, fuera un demonio devorador en la oscuridad secreta de una cama matrimonial.
Le resultaba en verdad emocionante, pero al mismo tiempo, el Marqués intuía que Karen era peligrosa.
En su segunda noche en Quenton comprobaría hasta qué punto lo era.
Había otras dos mujeres en el grupo que tal vez habrían resultado atractivas o interesantes en otra ocasión; pero frente a la belleza de Karen resultaron insignificantes.
Ella se había presentado a cenar, con un traje de gasa amarilla salpicada de oro, que le daba una apariencia oriental, seductora y atrevida. Su cintura se notaba muy pequeña sobre la docena de enaguas almidonadas que sostenían la amplia falda de su vestido. El escote era bajo y revelaba las curvas de sus senos pequeños.
Un enorme collar de topacios y brillantes adorna a su elegante cuello y sus muñecas estaban también cubiertas de topacios, mismo que los anillos que adornaban sus suaves manos.
El vio brillar la llama del deseo en sus ojos verdes, mientras cruzaba la habitación para acercarse a su lado. Comprendió que lo estaba provocando, con ese mohín de labios entreabiertos y el suave roce de su mano.
Jugaron naipes después de la cena. Karen le dirigía leves e insinuantes miradas durante el juego. Entonces, al darse las buenas noches, sintió la presión de sus dedos y la oyó murmurar:
—La última puerta, al fondo del pasillo.
No había ningún peligro de que los descubrieran. La familia Gerrard, al igual que los otros solteros del grupo, dormían en un ala diferente, de la casa.
Él, Karen y una pareja casada eran los únicos que ocuparían las habitaciones del centro
Ella lo estaba esperando. La única luz de la habitación era la de dos grandes candelabros de plata, colocados a ambos lados de la cama rodeada de cortinajes.
Lady Russell estaba recostada sobre las almohadas, con su largo cabello oscuro extendido sobre las sábanas bordeadas de encaje. Su desnudez apenas si se disimulaba por la transparencia de su camisón.
Extendió los brazos hacia él y no hubo necesidad de palabras.
Sintió cómo el deseo y la pasión de ella le invadían hasta la mente.