El presente

1545 Words
Narra Camille: Cinco Años después. Alice me apura para que salga del baño, pero yo no me afano, dándome los últimos toques de mi maquillaje. Hoy es un día demasiado importante como para salir mal arreglada. —¡Cami, me urge entrar! —chilla, golpeando la puerta. La ignoro mientras le doy a mi ceja izquierda la última capa de maquillaje, sin prisa para no arruinarla. Sólo cuando estoy cien por ciento segura de mi aspecto, abro la puerta para dejarla entrar y ella corre a instalarse a mi lado, junto al enorme espejo, no sin antes lanzarme una mirada asesina. —Lo siento, Alice. No es mi culpa que el mejor espejo esté en tu baño, pero todavía queda mucho tiempo —aseguro, dispuesta a vestirme. —Sí, claro, Camille. ¡Me la debes! Me río y la dejo haciendo la magia que me enseñó a hacer con pinceles y brochas, camino a mi habitación. Alice Spring es mi mejor amiga y compañera de piso. Nos conocimos en la inducción del primer día en la Universidad de San Antonio. Ella se inscribió en la carrera de periodismo y yo en administración, así que compartimos gran parte de las asignaturas. Hoy es el día más importante en nuestras carreras, y estoy segura de que es el más transcendental de mi vida. No solo voy a graduarme con honores, sino que voy a cumplir el sueño que he tenido desde adolescente: voy a viajar durante dos meses por todo el mundo mochila al hombro, acompañada de Alice. Obviamente, el viaje será auspiciado por mi progenitor, aunque no estoy segura de que lo sepa. Su tarjeta de crédito se hará cargo de todo y eso no me preocupa en lo absoluto. Me apuro para vestirme al ver que falta solo una hora para la ceremonia y se supone que los graduandos deberíamos estar media hora antes. —¡Tenemos veinte minutos, Al! —le grito desde mi cuarto y hago caso omiso al improperio que escucho en respuesta. Ella se ha convertido en la hermana que la vida no me dio. En casa solo fuimos Sammy y yo, pero cuando él murió, las cosas se volvieron demasiado hostiles. Una semana después de su entierro me mudé a la ciudad para vivir en el campus de la universidad y desde ese día, hace casi cinco años, no he regresado ni una vez. El timbre de la puerta me saca de mis ensoñaciones y me apresuro a abrir. Se tratan de los padres de Alice, que han venido a acompañarla en este día especial. —Señores Spring, pasen, por favor —les sonrío y se acomodan en el sofá. —Qué guapa, Cami. Estás preciosa, hija mía —la madre de mi mejor amiga me elogia y me doy media vuelta para que me vean. Las últimas navidades las he pasado con ellos, consciente de que ir a casa implicaba tener que enfrentar a mis padres y no estoy lista para ello. Entonces, Alice sale del baño, vestida y maquillada, lista para irse con ellos. Ella es la copia de su padre: una piel color canela y una melena sedosa y densa color azabache. —¿Nos acompañas? —dice el señor Spring, pero niego con la cabeza. —Iré en un momento, ustedes váyanse. Sin cuestionarme, lo hacen y yo aprovecho para terminar de arreglarme. Como la graduación es al final de la tarde, he escogido un vestido de seda color champán que me llega hasta los pies. No tiene mangas y es entallado a la cintura, lo que me permitirá estar cómoda debajo de la toga. En el espejo, me contemplo una última vez y es imposible no sentir cierta nostalgia al ver la estrecha relación que tiene mi amiga con sus padres. A diferencia de los suyos, los míos siempre han sido amantes del campo, de la naturaleza y de los animales, cosa que yo no heredé. Al ser la única en la familia que no compartía esos gustos, eso hizo que nos alejáramos y la única persona que podía conciliar entre ellos y yo, murió. Así que, a parte de una esporádica llamada al mes para avisarme que me ha depositado la mesada, difícilmente hablo con mis padres. No estoy segura de si vendrán hoy, pero en el fondo espero que así sea. Me gustaría saber que, finalmente he hecho algo para enorgullecerles. Sin darle más vueltas al asunto, tomo mi bolso y salgo del dormitorio, lugar en el que no volveré a vivir nunca más. Todas mis cosas están ya empacadas y el plan es guardarlas en uno de esos almacenes hasta que volvamos de viaje y podamos buscar un buen piso en el centro. Bajo las escaleras y me dirijo al estadio para recoger mi toga y birrete. Allí una chica nos explica el proceso, los lugares donde debemos sentarnos y el orden en el que nos llamarán. Salimos en filita y a las seis en punto, cuando estamos todos ubicados, comienza el maestro de ceremonias a hablar. Por el rabo del ojo, me giro a ver si veo a mis padres por algún lado, pero no hay rastro de ellos. Decido no darle más vueltas y espero ansiosa hasta que llaman mi nombre y me levanto con el estilo que me caracteriza a buscar mi diploma. Una ronda de aplausos me recibe y cuando estoy sobre la tarima, los veo. Con ojos llorosos, y cámara en mano, mis padres aplauden con frenesí, de pie entre los invitados, celebrando mi victoria. Las tripas se me conmueven al ver que, después de todo, sí vinieron. Recibo el diploma, poso para la cámara y regreso a mi lugar, nerviosa por hablarles otra vez. Solo cuando todos los nombres de los graduandos han sido mencionados y que todos tienen el diploma en mano, el decano nos invita a ponernos de pie y a lanzar los birretes hacia el cielo, como es costumbre. En una ola de aplausos, risas y emociones encontradas por esta etapa tan bonita, la ceremonia termina y cada uno se acerca a sus familiares para celebrar. —¡Cariño! —grita mi padre al verme, corriendo a abrazarme. Yo me fundo en sus brazos, consciente por primera vez de lo mucho que le extrañaba. Él y mi madre pareciera que hubieran envejecido diez años, a pesar de que solo han sido cinco desde la última vez que los vi. Imagino que por la pena de haber perdido a su hijo mayor. —Mamá… —susurro cuando la abrazo. Ambos me sostienen como si tuviéramos un siglo sin vernos, cosa que es cierta y que en realidad es mi culpa. —Mi niña. Estás hermosa, toda una mujer —comenta, acariciándome el pelo. —Estoy orgullosa de ti. Estamos muy orgullosos —asegura y yo asiento, secándome una lágrima que se me ha escapado. Susana McField es una guapa castaña de ojos color caramelo. Antes solía usar el cabello largo, pero se lo ha cortado y se lo ha tintado de rubio. Me siento un poco triste de saber que, un cambio tan sencillo como ese, me resulta una novedad tan grande. —¿A dónde quieres ir a celebrar? Esta noche es especial —dice, con buen ánimo. —En realidad... —digo con apuro, sin saber cómo decirles que tengo una hora para marcharme al aeropuerto. —¿Qué sucede, pequeña? —pregunta mi padre, al ver mis dudas. —Tengo algo que decirles. No voy a regresar a casa con ustedes. Esta noche debo tomar un avión, me voy a ir de viaje con Alice. Tenemos una agenda pautada de recorrer Europa y bueno… Ambos se miran como si tuvieran una muy mala noticia que darme, pero es mi padre quien habla. —No, Cami, eso no será posible. De hecho, hoy pensaba decírtelo en la cena, pero, ya que estamos aquí, no creo que valga la pena esperar. —¿De qué hablas, papá? —Por su cara, algo me dice que no me gustará la noticia. —Es sencillo, cariño. Tú madre y yo queremos que regreses a casa. Te necesitamos para que trabajes con nosotros. Yo ya estoy viejo y no hay nadie mejor que tú para dirigirlo. —¡Estás loco! —grito, sin importarme las personas que pasan junto a nosotros, que me miran con extrañeza. —No voy a volver al rancho, no tengo nada que buscar ahí y menos ahora que conozco el mundo fuera de él. Búscate a alguien más, yo tengo un vuelo comprado y no pienso cancelarlo. Él se ríe como siempre hacía cuando me veía hacer un berrinche cuando era pequeña y mi madre, en lugar de incomodarse, lo mira con picardía. —Cariño, no me has entendido. No es una solicitud. Regresarás al rancho o dejarás de recibir mi ayuda monetaria. Si no quieres volver, puedes quedarte, pero no recibirás ni un solo dólar de mi parte. Así que es tu decisión. —Estaremos en el hotel Figs, ahí nos quedaremos esta noche y regresaremos mañana por la tarde. Tienes toda la noche para pensar al respecto —tercia mi madre, mirándome con amor y sin más, se marchan, dejándome en la encrucijada más grande de toda mi vida.
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