02. La Fae que olía a verano

1076 Words
Las palabras del rey Acaz cayeron como una sentencia helada sobre Ofelia, ocasionando que un escalofrío violento recorriera su columna vertebral. "Prisionera", aquella palabra hizo eco en su mente como el sonar de una campana fúnebre que anunciaba un destino nada prometedor. A lo largo de su vida ella había servido en diversos lugares, adaptándose a diferentes circunstancias, pero jamás había sido reducida a la condición de prisionera, mucho menos de esclava. Sin embargo, en medio de aquella oscuridad que parecía sepultar sus esperanzas, un pensamiento brillaba como una pequeña llama: su pequeño hermano Jim y ella seguirían con vida. En ese momento, eso era lo único que verdaderamente importaba… al menos por ahora. El rey Acaz, por su parte, escrutaba con intensidad a la menuda figura ante él. Sus ojos, agudos como los del depredador que era, recorrían cada detalle de aquella inusual mujer: su largo y lacio cabello cobrizo; sus ojos, de un verde tan profundo como los antiguos bosques de su reino, grandes y expresivos, que no podían ocultar del todo el miedo que sentía, y ese cuerpo que… despertaba en él lo más lujuriosos pensamientos, —Acaz no era ciego para darse cuenta de que la Fae era hermosa—. Sin embargo, la mente estratega del rey no cesaba de dar vueltas a un enigma que no lograba resolver: «El reino de los Fae está demasiado lejos de aquí», pensaba con su ceño frunciéndose imperceptiblemente. «¿Qué hace un hada tan lejos de su tierra, viviendo entre humanos?» Pero además de la incongruencia de encontrar a una Fae en el reino que acaba de conquistar, había algo más, algo que desafiaba su capacidad de mantener la frialdad que siempre había caracterizado su reinado. Era el aroma de ella —una fragancia que atacaba directamente a sus sentidos más primitivos de lobo— el olor era tan distintivo que hacía que sus fosas nasales se dilataran involuntariamente, intentando capturar más de aquella esencia embriagadora. «Fresas silvestres recién recolectadas y lluvia de verano», identificó en sus pensamientos, sorprendido por la precisión con la que podía describir aquella combinación única. Lo que más le perturbaba no era solo la dulzura del aroma, sino la coincidencia casi sobrenatural de que fuera precisamente la combinación de aromas que más le agradaba en el mundo. «¿Cómo es posible?», se preguntaba Acaz sintiendo la duda arraigándose en su mente. «¿Será esto algún tipo de manipulación? ¿Estará usando su magia Fae para intentar salvarse?» Como soberano de los hombres lobo, Acaz había aprendido a mantener un control férreo sobre sus emociones y reacciones. A sus años de gobierno le habían enseñado que mostrar cualquier tipo de debilidad podía ser fatal, especialmente frente a una criatura Fae. Conocía bien la reputación de astucia y poder que precedía a su r**a, después de todo, el reino de los Fae rivalizaba en prosperidad con el suyo propio, gracias precisamente a esas cualidades. No podía permitirse subestimar a esta pequeña intrusa, por más inofensiva —y hermosa— que pareciera. Con un movimiento brusco que pretendía ocultar su turbación interior, Acaz tomó una decisión: —El niño irá en la jaula del botín, la mujer vendrá conmigo —pronunció con voz cortante, sujetando a Ofelia con una fuerza que revelaba su inquietud interior. La separación fue brutal en su rapidez. Uno de sus guerreros, sin ceremonia alguna, sujetó al pequeño Jim cargándolo como si fuera un saco más del botín de guerra. El niño, con su cabello rubio resplandeciendo bajo la luz de las antorchas, se retorcía en los brazos del guerrero mientras Acaz sujetaba a Ofelia por la cintura, cargándola como si fuera un simple tapete enrollado. —¡Lia! —el grito desgarrador de Jim atravesó el aire nocturno, con sus pequeños brazos extendidos hacia su hermana mientras era llevado en dirección opuesta. —¡Todo estará bien, Jim, aquí estaré! —respondió Ofelia, intentando infundir en su voz una seguridad que estaba lejos de sentir. Sus palabras sonaron firmes, pero su corazón latía con la fuerza del pánico mientras era llevada hacia el imponente caballo del rey lobo. Los caballos de los lobos eran bestias impresionantes, más grandes que los caballos normales, con pelajes tan oscuros como la noche y ojos sobrenaturales que parecían brillar con un centelleo que a Ofelia le causó estupor. Acaz la montó sin ninguna gentileza en la parte delantera de su montura, para luego subir él mismo. Cuando ella lo sintió detrás, puso percibir como el cuerpo de él emanaba una calidez que contrastaba con la frialdad de sus acciones. Sin mediar palabra, Acaz espoleó al caballo y comenzaron su viaje, dejando atrás el reino en llamas. Ofelia podía escuchar los sonidos de la destrucción a sus espaldas, donde los guerreros lobo continuaban con su labor de devastación. Su mente no dejaba de dar vueltas, intentando comprender la lógica detrás de tanta violencia. ¿Era por las riquezas? ¿Por el territorio? ¿O había algo más, algo que ella no alcanzaba a comprender en las acciones de este rey que le parecía tan cruel? Y así, el viaje transcurría en un silencio opresivo, roto solo por el sonido de los cascos contra el suelo y el ocasional resoplido de los caballos. La noche era fría, y Ofelia sentía cada vez más el contraste entre el aire helado en su rostro y el calor del cuerpo del rey a sus espaldas, de cierta forma la ayudaba a no morirse de frío. El miedo y la incertidumbre la corroían por dentro, hasta que finalmente no pudo contenerse más. —¿Qué hará conmigo y mi hermano, mi señor? —su voz sonó más pequeña de lo que pretendía, mientras sus manos se aferraban a las crines del caballo buscando estabilidad. —Cosas —la respuesta cortante de Acaz le hizo sentir a Ofelia un nudo en el estómago. «¿Qué cosas? ¡Por los dioses Fae! ¿Qué me irá hacer esta bestia?», pensó Ofelia muerta de miedo. Acaz, por su parte, mantenía sus ojos fijos en el horizonte donde ya se podían adivinar los primeros indicios del amanecer. En su mente, calculaba que llegarían a Wolfgard, el reino de los lobos, con las primeras luces del día. Sin embargo, el corazón de Ofelia que no podía soportar más incertidumbre se atrevió a preguntar: —¿Q-Qué cosas me hará... mi señor? —insistió con su voz temblando ligeramente.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD