La noche había caído sobre el reino de Wolfgard, y en las cocinas del castillo, el pequeño Jim finalmente terminaba su labor con los betabeles. Sus pequeñas manos estaban teñidas de un intenso color carmesí, y su camisa no había corrido mejor suerte, las manchas rojizas que la cubrían le daban un aspecto casi siniestro, como si hubiera sido partícipe de algún acontecimiento macabro. El niño, con esa inocente creatividad que solo los pequeños poseen, encontró diversión en su aspecto sucio mientras observaba a Dan recogiendo sus pertenencias para retirarse luego de un extenuante día laboral. Con una sonrisa traviesa iluminando su rostro, Jim comenzó su pequeña actuación: —¡Lia, Dan, mírenme, ¡soy un carnicero! ¡Soy el señor Tom! —exclamó con entusiasmo, mientras sus ojitos brillaban con pi