Y así, tiempo después llegaron a la cocina. En cuanto entraron, los aromas a especias y pan recién horneado los recibió, y Ofelia se sintió tranquila de inmediato. El silencio tenso entre la pelirroja y el hombre lobo se había mantenido durante todo el trayecto, una pequeña misericordia que ella agradeció internamente. Sus ojos recorrieron ansiosamente el espacio hasta que su corazón dio un vuelco al distinguir una figura familiar: su pequeño hermano, sentado en un rincón sobre un tosco banquito de madera, pelando papas junto a otro niño. —¡Jim! —el nombre brotó de sus labios como una plegaria cumplida. Sus pies se movieron por voluntad propia, corriendo hacia él mientras el eco de sus pasos se escuchaba contra las piedras del suelo. Jim alzó la mirada al escuchar la voz de su hermana, y