Los pies le ardían. Ofelia había corrido sin rumbo por los fríos pasillos de piedra hasta que sus piernas no dieron más, y fue entonces, entre jadeos entrecortados, cuando la realidad la golpeó como una bofetada: estaba completamente perdida. Sus ojos asustados recorrían las paredes de piedra gris del castillo real que parecían todas idénticas, buscando desesperadamente algún indicio que la guiara hacia la cocina. Los criados y guardias que transitaban por allí apenas le dedicaban miradas furtivas, apartándose de su camino como si fuera portadora de alguna peste porque al verle sus cadenas doradas y la runa, sabían que ella era “propiedad del rey” y lo mejor que podían hacer era no acercarse a ella. Ese rechazo de los habitantes del castillo, sumando al miedo propio que ella le tenía a los