En la tranquila biblioteca real, Ofelia tomó con delicadeza el libro que había estado anhelando leer, mientras observaba divertida cómo su hermano Jim corría entusiasmado hacia ella, con sus pequeños escuchándose muy fuertes en el suelo de piedra pulida. Entre sus brazos cargaba dos volúmenes: el imponente Gran Códice de Wolfgard el libro 1, cuyo lomo dorado brillaba bajo la luz que se filtraba por los ventanales, y otro libro que parecía más ligero y menos ostentoso como el que detallaba las leyes de los reyes. —¿Y ese otro libro, Jim? —preguntó Ofelia con curiosidad, notando el brillo en los ojos de su hermano pequeño. —¡Tiene caballitos, mira Lia, tiene dibujos! —exclamó Jim con la emoción desbordante típica de su edad. Colocó ambos libros sobre la mesa de roble con un golpe sordo y,
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