HACE MESES ATRÁS.
El corazón de Mahianela Burgos saltó al momento que la puerta se abrió, sus hermosos ojos cenizos vieron la figura imponente de aquel hombre con el que horas atrás había contraído matrimonio. Aquellas suaves mejillas se humedecieron ante las gruesa lagrimas que se desprendieron de sus pupilas. El cuerpo de Mahianela temblaba a medida que aquel hombre se acercaba.
—¡Date la vuelta y quítate la ropa! —, exigió con voz grave e imponente. Aquellos azules ojos parecían quererla devorar con la mirada.
—Señor—… pronunció mientras le miraba a través del espejo —No me lastime—, suplicó entre sollozos.
—¿Lastimarte!? —, musitó al pararse detrás de ella y olerla por el cuello —Yo no voy a lastimarte princesita—, soltó una sonrisa siniestra, seguido la giró, por consiguiente, la besó con furia.
—¡No! —, Mahianela evitó que aquella boca cubriera la suya —¡Por favor, señor Antonio! —, continuó intentando detener aquel hombre que deseaba poseerla. Mahi intentó defenderse con sus uñas, sin embargo, aquel hombre le agarró de los brazos, justo más arriba del codo y la sacudió.
—¡Quietita! —, los ojos de Antonio Marshall la miraron con una mezcla de enojo y lujuria —Vas hacer mía quieras o no, será por las buenas o será por las malas, tu decides. Si te rehúsas a dejarte besar y acariciar, te tomaré sin compasión. Pero si decides ser cariñosa como lo es una esposa después de casarse, todo será lindo. Prometo ser muy delicado—. Mahianela negó desesperada, ella no quería ser tomada de ninguna manera, ella solo quería salir de ahí, no quería estar en esa casa y menos en esa habitación con aquel hombre al cual su padre la cedió a cambio de la vida de su hermano quien días atrás intentó escapar con la nieta de Antonio Marshall. Este último era un hombre de setenta años, querido y respetado por todo el pueblo de San Cristóbal del cual era dueño de más de la mitad, su hacienda la cual tenía como nombre; LOS CASCOS, era la hacienda más grande de todo San Cristóbal, la cual le daba trabajo a casi todo el pueblo, ahí, el 80% de los campesinos le rendía pleitesía, y quién no lo hacía vivía en la inmundicia o desaparecía —¿Cómo lo quieres mijita? ¿Suave o duro? Créeme que duro te dolerá un buen, ni siquiera podrás pararte. Y decídelo ya, porque estoy que me riego.
—No quiero—, dijo con angustia. Antonio atrapó el rostro de Mahi y le obligó a mirarlo.
—Soy tu esposo, eres mi mujer y vas a cumplirme—, cubrió la boca de Mahianela y la besó con furor. Ella se rehusaba a unir sus labios con los de aquel anciano que parecía su abuelo. Intentó liberarse, pero no pudo, aunque Antonio era un hombre mayor tenía mucha fuerza, se veía fuerte y sano, ni siquiera su rostro parecía tener esa edad.
Cuando fue lanzada a la cama, Mahianela suplicó que se detenga —¡Cederé!, ¡cederé! —, dijo llena de terror. Su destino ya estaba trazado, no podía resistirse, debía acostarse con ese viejo si o si, porque de lo contrario este iría por su hermano y lo acribillaría sin compasión alguna, y al no haber una ley digna en ese pueblo, no habría justicia.
—Así me gusta—, dijo Antonio —Ahora levántate—, demandó. Sin fuerzas, sin ánimos de vivir Mahianela se levantó de la cama —Quítate la ropa para verte—, dijo con perversidad. Mahianela fue rodando lentamente los tirantes del vestido —Hazlo rápido mijita—, ordenó mientras se acercaba y con sus ásperas manos le rompió el vestido hasta debajo de los senos.
Al quedar estos desnudos, Mahianela se cubrió los copos, pero aquel depravado inmediatamente se los destapó y demandó que se quitará por completo el vestido.
Una vez que el delgado y bien estructurado cuerpo de Mahianela quedara descubierto, aquel hombre de avanzada edad se abalanzó sobre ella como un tiburón, cayeron en la cama y empezó acariciarla sin importarle cuando sufrimiento le causaba aquella jovencita que apenas y había cumplido los dieciocho años —Eres tan deliciosa Mahi—, dijo agitado. Continuó besándola hasta que, un fuerte apretón sintió en el corazón y la respiración se le detuvo, sus pulmones dejaron de funcionar porque en su garganta un gran nudo se le atascó, y su corazón dolía como si un tráiler le pasará por encima.
En cuanto a Mahi tenía los ojos cerrados y sus manos hechos puños mientras apretaba las cobijas esperando como aquel cerdo le quitaba su pureza.
—Ayúdame, Mahi—, fue lo último que alcanzó a decir ante de desplomarse sobre el delgado cuerpo de Mahi.
—¿Señor Marshall? —, pronunció al sentir el peso por completo de ese hombre. Volvió a llamarlo, sin embargo, aquel canoso anciano no respondió.
Usando toda su fuerza, Mahi lo lanzó a un costado, al verlo inmóvil lo remeció —Señor Antonio—, por un momento creyó que se había dormido, no obstante, cuando le tocó el pulso estaba muerto.
Mahianela se cubrió la boca, rápidamente se levantó y agarrando su vestido se lo colocó y salió corriendo de la habitación, bajó a toda prisa las gradas y salió de la mansión.
—¡Ayuda! —, pidió agitada —Los pocos invitados que aún se encontraban en la hacienda se acercaron.
—¿Qué sucede Mahi? —, preguntó el sheriff del pueblo. Todos creyeron que la hermosa joven escapaba del viejo depravado, y no la juzgaban, pues Mahianela apenas tenía dieciocho años y aquel hombre le triplicaba en edad.
—Don Antonio, no se que le pasa, pero está… está inmóvil—, el sheriff miró a todos los hombres que reían, porque creían que el compañero del anciano no se había levantado. Ante la mirada del Sheriff, todos se callaron.
—¿Cómo inmóvil? —, preguntó.
—No se mueve, no respira…
Escuchando eso el sheriff se adentró a la mansión, subió las gradas y llegó hasta la habitación, le tocó el pulso al anciano y descubrió que estaba muerto. Soltando un suspiro miró a Mahianela quien temblaba. Ante la mirada del Sheriff, Mahianela apretó su vestido cubriendo la parte de su pecho.
—¿Qué pasó? —, preguntó con el ceño fruncido.
—No lo sé—, tenía vergüenza decir que ese hombre se lanzó sobre ella para tomarla como un loco —Solo se tiró a un lado—, comentó nerviosa —Juro que pasó eso. Él… él me besó con ansias, me tiró ahí—… dijo llorando —Luego dejó de hacerlo, creí que iba a tener compasión y… y ya luego me di cuenta que estaba—… no podía hablar, tenía miedo que el sheriff no le creyera, aquella mirada de acusación le aterraba —¿No me cree?
Es que como iba a creerle, ella era una jovencita muy hermosa, llena de vida y sueños, y aquel hombre se los había arrebatado el día que, decidió tomarla por esposa. Era lógico que Mahianela hiciera algo para no estar con él, para liberarse de ese matrimonio el cual nunca debió ser.
—Lo siento Mahi, pero debes acompañarme a la delegación y dar tu declaración.
—¿Qué pasó con mi abuelo? —, inquirió victoria mientras ingresaba. Al ver a su abuelo tirado en la cama y sin moverse se fue acercando lentamente —¡Abuelo! —, pronunció en un susurro antes de caer de rodilla al lado de la cama —Abuelo—, se clavó a llorar sobre el cuerpo inerte de Antonio quien, a pesar de haber sido un hombre egoísta y cruel con ella, lo quería. Al levantar la mirada, Victoria clavó sus ojos en Mahianela, aquella joven tembló ante la furiosa mirada de su cuñada.
—¿Qué le hiciste a mi abuelo? —, se levantó, fue hacia Mahianela y al estar parada delante volvió a cuestionar —¿Qué le hiciste? —, Mahianela no reaccionaba, ella estaba en shock con lo que había sucedido. Al sentir el sacudón por parte de Victoria, volvió del trance —¡Responde! ¿Asesinaste a mi abuelo?
—No, juro que no es así. Yo no asesiné al señor Antonio, él; él se desmayó.
El Sheriff se acercó a Victoria y trato de calmarla, pero aquella joven estaba desconsolada —El forense nos dirá que pasó—, ante la mirada acosadora de esos dos, Mahianela tembló, más cuando el Sheriff se acercó a esposarla —Debes acompañarme—, ella movió la cabeza —Fuiste la última persona que vio con vida al señor Marshall, por lo tanto, debes dar tu declaración y esperar a que se aclarezcan las cosas.
—No, no por favor, no me lleve—, suplicó.
—Lo siento Mahianela, pero debemos llevarte detenida hasta hacer las investigaciones. Si no hiciste nada no tienes de que temer.
Al momento que las esposas se ajustaron en sus muñecas, Mahianela dejó rodar las lágrimas. Mahi fue sacada de la hacienda CASCOS cómo si fuera una ladrona o criminal. Los invitados se quedaron murmurando sobre lo sucedido, no pasó más de media hora cuando el pueblo entero sabía que, Mahianela había asesinado a Antonio Marshall, el chisme se esparció cómo pólvora, cada persona contaba cosas a su manera, y cosas que no habían visto, lo único que hacían era dañar la reputación de una joven frágil como Mahianela, quien fue liberada una vez que se comprobó que la muerte de Antonio Marshall, fue producto de un infarto.
Mahi creía que su pesadilla terminaba ahí, que todo volvería a la normalidad, que ella continuaría en casa de sus padres hasta que llegara el hombre de su vida, el cual pidiera su mano y la esposara para así construir una vida junto a ella llena de felicidad.
Pero todos sus sueños se volvieron a frustrar cuando el resto de la familia Marshall llegó al pueblo, y después de enterrar a Antonio quisieron tomar posesión de los vienes del difunto y se encontraron con que, había dejado un testamento donde especificaba que, la mujer que se convirtiera en su esposa sería la heredera absoluta de toda su fortuna, y si para cuando muriera no la tenía, todo su dinero sería donado a fundaciones, pero ningún centavo caería en manos de sus nietos, menos su hijo.
—Esto es inaudito, mi padre no pudo dejar esto—, rugió Octavio Marshall —Debió estar loco cuando escribió ese testamento.
—Estaba muy cuerdo, señor Octavio—, dijo el abogado —La señorita Mahianela Burgos es la dueña absoluta de toda la fortuna del señor Marshall.
Al escuchar eso, Ramiro Burgos sonrió con emoción, sin embargo, la sonrisa se le esfumó cuando Octavio se acercó a él y proclamó.
—Revocaré ese testamento, no cogerás ningún centavo de lo que mi padre nos dejó—, ante lo cobarde que era, Ramiro levantó las manos como excusándose de que el ni su hija era culpables por la decisión que había tomado Antonio Marshall.
Ramiro Burgos había asistido a la reunión de los Marshall porque el abogado se lo pidió a su hija, y ante la negación de aquella joven pisar la hacienda CASCOS, su padre tomó su lugar.
—Lo renovaré—, dijo Octavio dirigiéndose al abogado.
—Haz lo que quieras Octavio, solo te digo que, tu padre te dio la parte de tu herencia en vida, y esclareció aquel día que, si abandonabas el pueblo y no estabas a su lado cuando muriera, no te dejaría ningún centavo de lo que era suyo.
Los dientes de Octavio rugieron, acercándose sigilosamente al hombre de lentes detrás del escritorio masculló —Soy su único hijo, mis hijos son sus únicos nietos. Todo lo que tenía ese anciano nos pertenece y nadie nos lo quitará, menos unos muertos de hambre. Esa zorra tenía pocas horas casada con mi padre, por lo tanto, ese matrimonio no es válido, el juez me otorgará la fortuna, ya lo verás.
Él abogado estaba completamente seguro que, ningún juez podría impugnar ese testamento ya que en él está esclarecido que, los familiares de Antonio Marshall no recibirían ningún centavo después de su muerte.
Dejando a Octavio echando chispas salió de la hacienda CASCOS junto a Ramiro que se lambia por hacer posesión del dinero. Pero al saber que, si su hija se negaba a recibir el dinero, este sería donado a fundaciones, se le acabó la emoción. Conocía a su hija, sabía perfectamente como era, ella era una joven sin ambición, tonta e inocente, estaba seguro que se negaría a tomar posesión del dinero. Pero ya vería la forma de convencerla.
En la hacienda CASCOS, Ernesto; hijo de Octavio Marshall, se mantuvo en silencio durante la reunión, una vez que está terminó se levantó, estaba por irse cuando la imponente voz de su padre lo detuvo.
—Tú—, pronunció al acercarse —Si no consigo impugnar ese testamento, tendrás que ayudarme.
Girándose cuestionó.
—¿Cómo podría ayudarte? Escuché muy bien lo que él abogado leyó. Ahí decía que tu padre no quería que, topáramos ni un centavo de su dinero. No veo como podría ayudarte.
—Si hay una manera de ayudar, y creo que es la mejor opción—, Ernesto se cruzó de brazos y esperó las siguientes palabras de su padre —Te casarás con esa muchacha—, Ernesto sonrió y negó.
—¿Me estás vacilando?
—No te estoy vacilando, te estoy hablando en serio.
—Tengo novia, no voy a dejarla por una pueblerina hedionda y llena de piojos.
—No tendrás que dejarla, simplemente te casas, y una vez que le saquemos todo el dinero a la mugrienta esa, te divorcias y te casas con Geomara.
—Estás loco, no pienso casarme aún, menos con una mujer que no sea Geo—, dicho eso se marchó.
—Vas hacerlo, si las cosas se complican vas a tener que hacerlo—, sentenció. Se quedó observando en dirección a su hijo, y una vez que este desapareció se giró hacia su esposa la cual también había permanecido en silencio en lo que duró la lectura del testamento.
—Te lo dije, era una pérdida de tiempo venir y sepultar al viejo de tu padre. Conocía muy bien a ese anciano, estaba segura que no te dejaría nada, menos a mi pobre hija que lo soportó los últimos tres años. No quiero ni imaginar lo que fue de su vida estos últimos años al lado de aquel viejo decrépito.
—Ella se lo buscó, si no hubiera andado de cusca con el jardinero, nunca la habría enviado a este pueblo miserable.
—Salgamos pronto de aquí, yo ya no quiero estar en este pueblo miserable—, dijo mientras se dirigía a las gradas.
Por otro lado, en la humilde cabaña donde vivía Mahianela y su familia, se encontraba reunida junto al abogado y todos los integrantes de su familia. Mahi, no quería nada que le perteneciera a ese hombre, ella se rehusaba aceptar aquel dinero. En lo que le restara de vida quería volver a tener que pisar ese lugar.
—Mahi no seas tonta—, gruñó su padre mirándole con ojos afilados.
—¿Estás segura Mahi que no quieres nada?
—Muy segura señor abogado, haga lo que tenga que hacer con ese dinero, yo no quiero nada—, el abogado se levantó.
—Te haré otra visita cuando tenga redactado el documento donde cedes todo a las fundaciones—, dicho eso se despidió de todos. El padre de Mahi salió tras del abogado y le pidió un poco de tiempo mientras convencía a su hija que aceptará el dinero. Este no se negó, le dio dos semanas para que pudiera convencerla, de lo contrario, en dos semanas volvería y si no aceptaba, Mahianela debía firmar el documento donde cedía todo sus vienes.
Una vez que su padre ingresó la tomó de los brazos, la levantó y rugiendo dijo.
—Vas aceptar ese dinero o de lo contrario…
—Ya no la amenaces—, intervino su madre —Es suficiente con el sacrificio que hizo al casarse con ese viejo —No voy a permitir que sigas obligando a mi hija hacer cosas que no quiere, ya no—, dijo llevando su mano al pecho. Al ver a su madre caer hacia atrás, Mahianela corrió ayudarla.
La vida de Mahianela no pudo ir peor después de la recaída de su madre. Toda la culpa y responsabilidad de lo sucedido recayó sobre ella, así se lo hizo ver su padre. La culpó de todo, cosa que la destrozó e hizo sentir más miserable de lo que ya se sentía.
Mahianela se vio obligada a aceptar el dinero que el señor Antonio Marshall había dejado, incluso se vio forzada a contraer matrimonio con Ernesto Marshall, pues el padre de este había agilizado las cosas para que su madre obtuviera el trasplante de corazón.
Octavio sabía que con ese gesto los Burgos estarían agradecidos, y Ramiro Burgos haría todo para agradecerle ese favor. Al ser un campesino ignorante que solo había aprendido a sumar y unos cuatros ganchos se dejó convencer por el tiburón de, Octavio Marshall.
Los Burgos y Marshall llegaron a un acuerdo, un acuerdo que favorecía a las dos familias, y ese acuerdo fue que sus hijos se unieran en matrimonio.
Para Ramiro no fue difícil convencer a Mahianela, tenía un fuerte dominio hacia ella, que su palabra era ley, y su hija solo acataba las órdenes. En cuanto a Octavio, él si la tuvo más difícil ya que, Ernesto tenía novia y no pensaba abandonarla por nada del mundo, por eso se vio obligado a mover algunas fichas en la ciudad para que su hijo se desilusionara de aquella mujer y aceptara el compromiso con Mahianela. Después de haber conseguido su propósito, continúo con los planes.