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1983 Words
            Forks es un pueblo lo bastante pequeño como para que cualquier información se propagara con la rapidez de un virus mortífero, sólo clamaba al cielo tiempo necesario para tomar el valor de decirle a mis padres que mi trabajo era ser la secretaria de tres hombres posiblemente implicados en cuatro crímenes de jóvenes mujeres que por lo que se escuchaba, también laboraban en la misma área.   —Comenzarás mañana —dijo la gerente, una mujer afroamericana de aproximadamente cuarenta años—, aquí está tu uniforme —me ofreció un paquete de plástico con una ropa doblada—, supongo que es más o menos de tu talla, si no, le haremos los ajustes necesarios o simplemente mandaremos a hacer uno a tu medida.             Ya me había preguntado datos personales que utilizó para rellenar unas planillas, me mostré sonriente en todo momento y dispuesta al oficio que fuera necesario para obtener el trabajo. No era tan inútil, sabía leer, ordenar cosas, escribir bien, me gustaba mi letra de carta, era hermosa; pero esta vez tendría que hacerlo en computadoras y aunque nunca había tenido una, recordaba cómo era utilizar alguna porque en la secundaria una compañera de clases me había enseñado cómo usar la suya. Aparte de eso sabía contar, multiplicar, dividir, sumar, restar; sin embargo para eso tendría una calculadora que no sería tan necesaria como el teléfono que estaría disponible para el uso diario en mi oficina, mi tarea sería atender todas las llamadas que se le hicieran a la empresa y a sus dueños. La gerente me explicó que, de tratarse de un asunto con alguno de los tres jefes, eso debía hacérselo saber a la asistente que este tuviera, estas eran tres, una para cada uno de los empresarios, encargadas de llevarles la agenda.  —Estoy segura de poder —hablé con tono de certero, sabía que confiar de mis habilidades, en público, me facilitaría conseguir la confianza de la gente, aunque por dentro temblara como gelatina.   —Me alegra escucharlo —respondió con una modesta sonrisa, descubrí que mentía, pero fingí no darme cuenta, quería empezar con buen pie—, sólo te aconsejo no prestar atención a comentarios ajenos a la empresa —dijo y yo sabía a qué se refería así que arrugué un poco el entrecejo y negué con la cabeza. —Prometo que nada de eso ocurrirá —aseguré, sonreí a labios cerrados—, sólo me centraré en mi trabajo.             Eso de centrarme en el oficio que fuera necesario no iba a ser problema, uno de mis valores era la responsabilidad, sin embargo, no era yo la perfección de mujer ejemplar digna de la adoración de sus padres, cuando tenía que mentir, lo hacía y aunque no siempre me resultara como era esperado, tenía el atrevimiento de hacerlo si eso me beneficiaba, sin que por medio perjudicara a alguien.             La gerente volvía a verificar mi hoja de vida casi vacía y no dijo nada. No tenía experiencia trabajando formalmente y sólo había conseguido terminar la secundaria. Si mi padre hubiera aprobado mi traslado a Washington D.C probablemente todavía estaría siendo estudiante de alguna buena carrera universitaria, pero el dinero que tenía en manos lo invirtió en una siembra luego de decirme que más segura estaría si me tenía cerca. No estuve de acuerdo, pero obedientemente callé, imaginando a veces cómo podría hacer mi propia vida por aparte sin que ellos me consideraran una mala hija. Pero hasta el momento debía sobrevivir a base de lo que mi padre pudiera conseguir por medio de algún trueque o chanchullo que hiciera con algún vecino y yo por mi lado vendiendo un promedio de diez manzanas por día que en dinero serían no más de dos dólares. Así que ese empleo era necesario y, aunque me aterraba que mi falta de experiencia fuera causa de un pronto despido o que la siguiente en la lista negra del femicida fuera yo, más temor me daba terminar con alguna enfermedad por desnutrición o envejecer viviendo un una casucha de barro y láminas de zinc como techo. —Tu p**o será doscientos dólares por quincena —al escucharla me quedé pasmada por la impresión—, espero que hasta el momento te parezca suficiente.               La voz se me atragantó. —Sí —asentí y disimulé la sonrisa que amenazaba con reflejarse en mi cara—, estoy conforme —la mujer asintió.   —Es bueno escucharlo —contestó con profesionalismo—, el horario establecido es de seis de la mañana hasta las seis de la tarde, la empresa, tras lo ocurrido con las jóvenes, ha decidido asignar un transporte que dejará a las empleadas en el centro del pueblo, así se te hará más fácil regresar a casa. Procura estar siempre en compañía de alguien —asentí, sintiendo un escalofrío al sobreentender que no era prudente estar sola—. Y recuerde ser puntual, señorita Harris. Si está 15 minutos antes de la jornada, está a tiempo; si llega justo al inicio, ya está atrasada y si por alguna razón está aquí a cinco minutos sobre la hora, ya no está. ¿Va captando el mensaje?             Asentí. Seguidamente me ofreció un carnet pendiendo de una cinta que podría colgarme al cuello. Se levantó del asiento, apartándose de la mesa. —Mañana, una vez uniformada y a principio de su jornada tomaremos una foto de su cara para anexarla al carnet, mientras tanto preséntelo al entrar y salir de nuestras instalaciones.             Asentí nuevamente, era increíble como aún no me dolía el cuello de tanto cabecear para dar una respuesta afirmativa. —Sígame —pidió y obedecí. Ella volteó a verme, anticipando mi siguiente movida—, puedes dejar las frutas allí. —Está bien —dije, negándome a asentir otra vez.             Seguí tras ella, cruzando el umbral de la puerta para salir, tomamos el ascensor y como nunca había estado en uno sentí vértigo y por poco no trastabillo, pero me esforcé por mantener la compostura y sobre todo memorizar las maniobras que la gerente de apellido Mason hacía sobre el tablero digital.             Vi que el tablero señaló el número cuatro de los cinco niveles que había en aquel edificio. Salimos e instintivamente miré hacia atrás, descubriendo cómo las puertas corredizas se juntaban para cerrarse tras nosotras.             Continué tras la mujer y al final de aquel pasillo llegamos a una puerta que ella abrió haciendo uso de una llave que sacó del bolsillo de su bléiser. —Esta es tu oficina —empujó un poco la puerta y se hizo a un lado para permitirme paso.             Si hubiera podido verme desde otro cuerpo seguramente hubiera notado cómo los ojos me brillaban, aquello, como el p**o por mi trabajo era más de lo que hubiera pretendido, el salón, con paredes color melocotón, tenía un gran escritorio cerca de una de las paredes, una buena silla rodante y giratoria, un ordenador de mesa y un sofá n***o recostado de la pared contraria, una mesita de cristal con un jarrón de flores ya marchitas y algunos cuadros colgando en la pared lateral en la que también estaba, cerrada, una ventana de cristal ahumado. Si mis cálculos no fallaban, la amplitud de aquella estancia era mayor que la estructura de mi hogar, de pronto sentí que mis ojos picaban y luché por contener las lágrimas de felicidad. —También tienes tu propio cuarto de baño aquí —volvió a hablar la señora Mason señalando una puerta cerrada en la que no había reparado antes—, así no tendrás que bajar o subir en busca de algo similar. Sé que tal vez no tengamos todo lo necesario aquí ahora, pero de eso me encargaré esta noche y a partir de mañana podrás rediseñar el aspecto de tu nuevo lugar de trabajo.             No supe hacer otra cosa que mirarla y levantar las comisuras de mis labios en una sincera sonrisa. —Gracias —expresé con verdad en mi voz. ***             Regresé a casa feliz, con mi canasto de manzanas y bajo ellas el uniforme escondido. Ayudé a mi padre a echar comida a los cerdos, para evitar levantar sospechas y aunque me había olvidado el hambre, sentí muchas ganas de comer cuando mi madre nos sirvió trozos de pan con mantequilla untada. También con ellos era feliz, debía estar agradecida con las personas que me trajeron a la vida y quienes, como podían, me habían ayudado a crecer. —La señora Cyntia me ha ofrecido empleo y he aceptado —mi madre volteó a mirarme interrogante—, ya sabes, la señora que tiene la tienda de costura.             Mi padre me observó, como si estuviera al acecho de algún gesto que me delatara. —¿Y tú qué sabes de costura? —preguntó mi madre dudosa, pero sin sonar atacante. —No voy a remendar, madre, sólo voy a ser su ayudante, la que recibe los pagos y hace los mandados.    —¿Cuánto va a pagarte esa mujer? —preguntó mi padre. —Eh… veinte dólares la quincena —respondí sólo por decir un número que no sonara exagerado. —¿Qué dices? —respondió él, alterando un poco la voz y una hincada me sacudió las vísceras por miedo a que me hubiera pillado—. Eso es demasiado para el trabajo de sólo quince días.   —Pero lo necesitamos, padre—intenté hacerlo razonar empleando la más dulce, suave y suplicante de mis voces—, los cerdos tendrán más alimento porque ya saldaremos las deudas que tenemos con los fruteros, ahora les pagaremos no por desperdicio sino por verdadero alimento para los animales. Podríamos comprar implementos para la siembra, comida para nosotros. —Tampoco es mucho como para cubrir todos esos gastos —refutó—, parece que te imaginas un presupuesto mayor.             Tragué saliva, había imaginado en voz alta, invertir gran parte de lo ofrecido por la empresa Tarskovski y a punto estuve de ser descubierta. —Poco a poco —reparé—, con lentitud. Sólo quiero aportar beneficio económico a nuestro hogar.   —No conozco a esa mujer ni sé dónde vive o trabaja —refunfuñó con ganas de encontrar pretextos. —Yo sé quién es —intervino mi madre con serenidad—, es una honesta mujer costurera que tiene una tienda en el centro del pueblo.             Mi padre se encogió de hombros, eso lo tomé como un sí.                         Ya antes de dormir ayudé  a mi madre a vaciar fuera de la casa los cubos con el agua que atajaban de las goteras en el techo. Finalmente me recosté en el colchón de mi dormitorio, apoyando la cabeza en la almohada y mirando hacia arriba, sonriendo felizmente.               Ese otro día me vestí con un jean de cintura alta, una franela verde militar y los mismos zapatos blancos y con raspones en las puntas que había usado el día anterior. Ese día no cargaba puesto el sombrero, pero sí tenía mi cabello del mismo modo, recogido en una larga trenza que me llegaba un poco más debajo de la cintura. —¿Por qué te llevas el cesto con manzanas? —inquirió mi padre mirándome desde su asiento frente al desayuno que tomaba. Retrocedí un paso y giré para mirarle. —Es que… necesito hacer otras entregas que me pagaron ayer por adelantado —inventé con una rapidez fenomenal—, a la gente le gustan nuestras manzanas —esa parte si era cierta.             Pero el motivo mayor por el cual llevaba el canasto con manzanas era porque sólo así podría cargar el uniforme de trabajo sin que mis padres supieran.             Al cabo de treinta minutos estaba en la entrada de la gran estructura que consistía Tarskovski Corporation, entonces, tras presentar al vigilante mi carnet aún sin foto, el portón rodante me abrió paso a una segunda vida que tendría a escondidas de mi familia.
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