—Lo siento, señora Queen, pero los resultados son concluyentes —dijo el doctor con una mirada compasiva—. Tiene cáncer pancreático en etapa cuatro. No podemos hacer nada más que ofrecerle cuidados paliativos. El tiempo que le queda es limitado... semanas, tal vez un par de meses.
Otra vez… el mismo diagnóstico.
Las palabras del médico resonaban en la mente de Luna mientras salía de la clínica. La tarde en Palermo era soleada, pero para ella, el mundo había perdido todo su color.
Su corazón latía con fuerza, como si quisiera escapar de su pecho.
Todo lo que había planeado con Angelo, todo lo que soñaban, se desmoronaba en un instante.
Al dar unos pasos más allá de la puerta, sintió cómo sus piernas flaqueaban. El suelo se acercaba rápidamente a su rostro cuando perdió el equilibrio, pero antes de que pudiera golpear el pavimento, unos brazos fuertes la sostuvieron.
—Luna, te tengo —dijo Luca, su guardaespaldas, con una voz firme pero cargada de preocupación.
Luca la levantó con cuidado y la llevó rápidamente al coche estacionado cerca de la entrada de la clínica. La depositó en el asiento trasero, su expresión de profesionalismo ocultando su evidente preocupación.
Llevaba años a su lado y era la primera vez que la veía en ese estado.
—Voy a llamar al señor Queen —dijo Luca, sacando su teléfono móvil.
—¡No! —Luna gritó con desesperación, extendiendo una mano temblorosa para detenerlo—. No le llames, Luca. ¡Cuelga! Solo necesito estar sola un momento.
Luca, sorprendido, dudó un momento antes de obedecer, guardando el teléfono. Se apartó del coche, dejando a Luna sola en su dolor.
Ella cerró los ojos, y las lágrimas comenzaron a fluir libremente por su rostro. Los sollozos la sacudían, su cuerpo temblando incontrolablemente.
Dentro del coche, la realidad la golpeó con toda su fuerza. Cada respiración era un recordatorio de su mortalidad, de su corto tiempo, de lo poco que le quedaba. Empezó a hiperventilar, su mente inundada por pensamientos oscuros y miedos insuperables. Se abrazó a sí misma, intentando encontrar algún consuelo, pero solo encontró frío y vacío.
—No puede ser —susurró entre lágrimas—. No puede ser.
Tenía tanto miedo. Miedo de lo desconocido, miedo de dejar a Angelo, miedo de morir sola. Todo lo que había dado por sentado se desmoronaba como un castillo de naipes, y en medio de su desesperación, solo podía aferrarse a la esperanza de que, de alguna manera, todo esto fuera un mal sueño.
Pero no lo era. Era su realidad, y estaba muriendo.
Luna logró finalmente calmarse. Respiró hondo y sacó los resultados de su bolso. Las letras bailaban ante sus ojos, pero se obligó a concentrarse. Sabía que necesitaba aceptar la realidad, por dolorosa que fuera.
Tomó aire de nuevo y comenzó a leer en voz alta, cada palabra salía con un peso que parecía aumentar con cada sílaba.
—Carcinoma pancreático avanzado. Seis meses de vida... —Su voz temblaba, pero continuó leyendo, enfrentando la verdad implacable de su diagnóstico.
El sonido de su teléfono la sacó de su ensimismamiento. Era Angelo, su esposo. Ya era la hora en que él solía salir del trabajo. Su nombre en la pantalla era un recordatorio doloroso de todo lo que estaba a punto de perder.
—Mi Sole —respondió Luna, tratando de mantener la voz firme.
—¿Puedo ver a mi esposa? —dijo Angelo, su tono usualmente calmado y afectuoso que siempre usaba con ella—. Dile a Luca que te lleve a casa —añadió, deseando verla.
—Sí, Mi Sole. Llegaré a casa pronto —respondió Luna, sintiendo que las lágrimas amenazaban con volver. Terminó la llamada y bajó la ventanilla—. Luca, llévame a casa —ordenó, su voz volviendo a una fría determinación.
Luca entró rápidamente en el coche, ajustándose en el asiento del conductor. Luna dejó una mano sobre su hombro, lo miró fijamente.
—Si dices una palabra de lo que ha pasado hoy, haré que mueras sin lengua —dijo con una suavidad perturbadora. Sus palabras eran frías y calculadas, una amenaza que Luca sabía debía tomar en serio.
Luna se recostó en el asiento, su mirada perdida en la ventanilla mientras el coche avanzaba por las calles de Palermo. La ciudad, con su bullicio y su caos, pasaba desapercibida para ella. Su mente estaba en otro lugar, en otra realidad donde el tiempo no era su enemigo.
Llegaron a la villa de Angelo, una majestuosa propiedad en las afueras de Palermo. Rodeada de altos muros y jardines meticulosamente cuidados, la villa era un refugio de privacidad y lujo. Un santuario a su esposa.
Las grandes puertas de hierro se abrieron automáticamente, permitiendo el acceso al coche. La villa se alzaba imponente, con su fachada de piedra blanca y amplias ventanas que dejaban entrever la elegancia de su interior.
Al detenerse el coche, Luna vio a Angelo esperando frente a la entrada principal. Su figura era una mezcla de fuerza y tranquilidad, un hombre cuya reputación intachable como fiscal solo era superada por su amor incondicional por ella.
Luna bajó del coche y, sin poder contenerse, corrió hacia él. Lo abrazó con fuerza, sintiendo que su mundo entero se rompía en sus brazos. No quería morir, no quería dejarlo. Pero sabía que no podía compartir su dolor con él, no podía ponerlo a sufrir a su lado.
—Tengo hambre —dijo Angelo, tomando su mano y llevándola dentro.
Dentro de la villa, todo parecía perfecto. Las luces suaves, los muebles elegantes, el aroma a comida recién hecha. Pero para Luna, todo era una cruel paradoja. Su vida exteriormente perfecta se desmoronaba internamente.
Angelo la guio hacia el comedor, donde una cena esperándolos sobre la mesa.
Angelo siempre solía cenar temprano, algo a lo que ella estaba más que acostumbrada.
—Espero que te haya ido bien hoy —comentó Angelo mientras servía vino en las copas.
Luna asintió, obligándose a sonreír.
—Sí, todo bien. Un par de cosas en la ciudad, no mucho más. ¿Sabías que están abriendo una nueva biblioteca?
Se sentaron a la mesa y comenzaron a cenar en silencio.
Cada bocado para Luna era una mezcla de sabor y tristeza. Miraba a Angelo, memorizando cada detalle de su rostro, cada gesto. Sabía que tenía que disfrutar de estos momentos mientras pudiera, porque pronto se convertirían en recuerdos.
La noche avanzaba, y aunque Luna intentaba mantener la compostura, no podía evitar que su mente volviera a la realidad de su enfermedad. Cada vez que Angelo la miraba, ella sonreía, pero por dentro, sentía que se estaba desmoronando.
Cuando la cena acabó, los empleados comenzaron a llevarse todo con rapidez y cuidado. Angelo se puso de pie y se acercó a ella. Luna le dio su mano y él la besó con ternura.
—Quiero que me preparen un baño de espuma, Mi Sole. ¿Puedes avisar mientras hago una llamada? —dijo Luna.
Él asintió y se marchó para dar las instrucciones.
Luna se quedó en la mesa, mirando alrededor.
Esa era la casa de sus sueños, la que Angelo había tenido lista para ella justo antes de casarse, asegurándose de que todo fuera como ella pedía. Era una villa majestuosa en las afueras de Palermo, con jardines extensos y una arquitectura que combinaba lo clásico con lo moderno. Cada rincón de la casa reflejaba el amor y la dedicación que Angelo había puesto en ella.
Cuando intentó ponerse de pie, la cabeza le dio vueltas. Tuvo que sujetarse a la silla para no caer. Luca, que iba entrando al comedor, notó que ella no se veía bien y corrió a su lado, sujetándola del brazo. Ella apoyó sus manos en su pecho mientras hacía un esfuerzo por mantenerse de pie.
—Llévame a las escaleras —pidió Luna con voz débil.
Luca la tomó en sus brazos y se apresuró a llevarla hasta las escaleras. Subió muy deprisa, preocupado por su bienestar.
—A la puerta de mi habitación —dijo Luna.
Luca obedeció, y al llegar allí la puso de pie con cuidado. Con una mirada, Luna le indicó que podía marcharse. Abrió la puerta y vio a Angelo junto a la ventana, observando la noche.
Caminó hacia la cama, disimulando el esfuerzo que le costaba mantenerse en pie. Angelo se acercó a ella y empezó a quitarle la ropa con suavidad.
—Angelo Queen, ¿cuándo demonios vamos a tener un hijo? —preguntó Luna, sabiendo en su interior que eso no era posible porque le quedaban pocos meses de vida.
Él se detuvo y la miró a los ojos. Luego subió una mano a su labio y la besó, dejando su otra mano debajo de su cabeza.
—¿De verdad quieres ser madre? —preguntó Angelo, buscando sinceridad en su respuesta—. ¿Lo quieres de verdad?
Las lágrimas brotaron de los ojos de Luna, y Angelo se dio cuenta de cuánto deseaba su esposa tener un hijo.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó Angelo, decidido a cumplir el deseo de Luna.
—Mañana tendrás que hacerte un par de pruebas y, de mi parte, está todo listo —mintió Luna, ocultando su verdadero estado de salud—. Se quedarán con un par de muestras de tu semen y después... después te digo qué sigue.
Angelo la sostuvo entre sus brazos y la llevó hasta la tina, que ya estaba preparada con espuma y el aroma relajante de lavanda. La deslizó dentro con cuidado, asegurándose de que estuviera cómoda, y luego tomó asiento a su lado, mojando todo su cuerpo. Sujetó la esponja y comenzó a bañarla con ternura, cada movimiento lleno de amor y dedicación.
Luna cerró los ojos, dejándose llevar por la calidez del agua y el toque gentil de Angelo. Sabía que su tiempo era limitado, pero en ese momento, en sus brazos, todo parecía estar bien.
Se aferró a la sensación de normalidad, a la ilusión de que podrían tener un futuro juntos, aunque fuera solo un sueño.
—Te amo, Angelo —susurró Luna, abriendo los ojos para mirarlo.
—Y yo a ti, Luna. Haré todo lo que esté en mi poder para que seas feliz —respondió Angelo, sin saber que las palabras de su esposa eran un adiós anticipado—. Mañana me haré todo. Antes de que te des cuenta, habrá un bebé en tu vientre.
Besó su frente y la vio sonreír.
—Angelo, ¿y si te tomas unas vacaciones de un par de semanas o unos meses? —preguntó Luna.
—¿Es lo que quieres? —él la miró a los ojos y la respuesta de ella fue arroja espuma contra su cara.
—No, eso déjalo para cuando esté embarazada. Ya tendremos tiempo—susurró, acercándose a sus labios.