Greta se había repetido mil veces que no iba a rogar por amor. Se lo había prometido, cuando aceptó el destino de ser la esposa de Simone Greco, dejó de ser un sueño bonito y se convirtió en una realidad poco agradable y ella estaba cansada de fantasear. Porque conforme pasaban los meses, su determinación se debilitaba y ella sabía que aquel hombre no tenía intenciones de cumplir su palabra con ella, o su deber como su esposo. Desde que estuvo bien la dejó de lado, más rápido de lo que ella creyó. Simone no la buscaba, no la llamaba, no la tocaba. El vacío entre ambos se había convertido en una muralla impenetrable, y con cada día que pasaba, ella sentía que se secaba, como una flor que nunca es regada. Al principio, Greta había tenido esperanza. Creía, ingenuamente quizás, que co