Alzó la mirada y él la observaba desconcertado. Su barba había crecido, al igual que sus ojeras.
Con delicadeza la ayudó a ponerse de pie, y sin pensarlo dos veces ella se lanzó a sus brazos, acurrucándose en su agitado pecho. Un sollozo involuntario se le escapó, pero él ni se inmutó.
—Dante… No sabes cuanto te estuve buscando —su voz se oyó distorsionada por la tela de su vestimenta, y cayó en cuenta de que estaba usando harapos. Ni siquiera los sirvientes usaban tales cosas. ¿Así los estaban manteniendo? Y con el frío que hacía…
—Tranquila —su tono sonó diferente, mucho más frío y distante. Y era comprensible, ella era la hija del asesino de su padre. Una traidora.
Se separó de él un poco y dio otro paso hacia atrás, poniendo más espacio entre ellos. A unos metros estaba su madre abrazando a su pequeña hija. El calabozo era demasiado pequeño, y no tenían nada en qué dormir, solamente una manta pequeña en una esquina. No había nada.
El horror de la situación, el estado en el que estuvieron estos días, la golpeó de lleno. ¿Cómo es posible que hayan tenido que sobrevivir en ese estado, por culpa de su padre?
Sabina llevó las manos a su rostro, y retrocedió hasta golpear con la pared húmeda y mohosa.
‹‹Dios, debo hacer algo. Tengo que sacarlos de aquí››.
—No sabías que esto pasaría —él tenía la vista fija en un punto en la pared, y la observó detenidamente por un segundo—, ¿o sí?
—No tenía idea… Lo juro. Dante, yo… —cayó de rodillas y un llanto le partió el pecho, y el corazón— Los sacaré de aquí. Lo juro, cueste lo que cueste.
…
Ya habían pasado unas horas, en donde ella regresó al calabozo con comida y mantas.
Lograron idear un plan que no debía fallar. Era la única oportunidad que tenían para escapar de allí con vida. Y contando que la ejecución ya sería en tres días, tenían tiempo de pulir algunos cabos sueltos.
Antes de que Sabina se marchara, Dante la sostuvo de la manga del vestido.
—Espera. Ten —le tendió un pedazo de papel roto con un mensaje—. Debes dárselo a Alfonso, es un guardia que seguramente esté en la guardia real de tu padre. Si llega a pasar algo, y sólo si llega a pasar… Debes darle la carta de inmediato.
—¿Y cómo…?
—No —la interrumpió tajante—. No hagas preguntas. No entenderías.
Sabina se entristeció ante su frialdad, pero aun así tomó el papel y lo guardó bajo el dobladillo de la cintura. Debía estar alerta y no llamar la atención. Todo debía salir bien.
Las horas pasaron y la princesa intentó mantenerse calmada, pero unos repentinos golpes en la puerta de sus aposentos la sorprendieron.
—¡Princesa Sabina! ¡Abra la puerta!
Era la voz de un guardia.
El terror de haber sido descubierta la inundó, y miró a todas partes tratando de encontrar algo con lo que defenderse o esconderse, pero no halló nada.
Los golpes fueron aumentando al igual que los gritos, hasta que uno de los golpes partió la cerradura de las puertas por completo. Dos guardias ingresaron a la habitación y la tomaron con fuerza de los brazos, arrastrándola entre gritos y forcejeos.
Las lágrimas le opacaron la visión a Sabina, pero pudo distinguir que la llevaban hacia los calabozos.
Nadie le respondía ninguna de sus quejas y preguntas. La trataban como a cualquier traidor o delincuente; como si no existiera.
La lanzaron dentro de una celda y cayó con fuerza sobre el duro suelo rocoso, lastimándose aun más. Con la poca fuerza que le quedaba se levantó, exigiendo explicaciones, esperando que alguien se las diese.
Pero no fue así, y las horas pasaron. Hasta que un guardia relevó a los dos que custodiaban, y se acercó a su celda.
—Princesa, me llamo Alfonso —se presentó en un susurro que sólo Sabina logró oír.
Desorientada y adolorida intentó recordar de dónde había oído ese nombre. Y llevó su mano a la cintura, en donde aquel papel crujió bajo las telas.
‹‹Alfonso… ¡La carta!››
Con apuro se levantó a rastras, y le entregó el mensaje.
Estaba hecho. Lo que sea que Dante planeó sin decirle, estaba hecho.
—Le aseguro, princesa, que usted estará a salvo. Pase lo que pase.
El guardia le sonrió tratando de reconfortarla, pero ella sólo asintió sin creerle realmente.
¿Acaso podría confiar ciegamente en los planes de Dante?
…
Los gritos de victoria se oían desde los calabozos. Sabina tuvo que soportar el martirio de los elogios hacia el rey tras haber anunciado que las ejecuciones se adelantarían para aquel mismo mediodía.
El dolor de saber que no pudo salvar a esas personas la carcomía, se sentía impotente. Sabía que Ricardo V no perdonaba la traición. Y ahora Dante caminaría hacia la horca, junto con ella.
El ruido chirriante de las puertas del calabozo le heló la sangre: la habían ido a buscar.
—Buenos días, su majestad —se burló uno de los guardias haciendo una tosca reverencia.
—Falta poco para que esta escoria deje de respirar —continuó el otro, escupiendo hacia dentro de la celda en donde la princesa retrocedía con el horror creciendo por dentro.
Abrieron con rapidez la celda y ambos ingresaron tomando de los brazos a Sabina, quien estaba paralizada del shock. Quería al menos preguntar a dónde la llevaban, o gritar, pedir ayuda, lo que fuera, pero no podía.
La llevaron por el ala este, en donde los demás calabozos denotaban que fueron ocupados hacía muy poco. Aquella área era nueva para ella, y se dio cuenta que los nobles estuvieron allí todos esos días.
Una puerta los llevó hacia afuera, una pequeña escalera conducía a una tarima en donde varias cuerdas colgaban en fila. Un escenario de pesadilla.
Al fondo, unos tronos se alzaban por unos metros, custodiados por muchos guardias reales. El estandarte con el emblema de Chenery, el león dorado rugiendo, ondeaba detrás de los tronos.
—Lástima que no tengas una cuerda con tu nombre… todavía —comentó con mofa el guardia que la había escupido en la celda.
—Pero no demorarán mucho. El rey quiere que sufras lo máximo posible.
La sonrisa macabra que el otro guardia le dio a la princesa la terminó por descomponer. No aguantó las náuseas y terminó colgando del agarre de ambos hombres, tosiendo con arcadas. Sintió fuego en su estómago hambriento, y supo que no lograría ser fuerte. No lograría soportar todo aquello sin quebrarse por completo.
—Ya, que das asco, escoria —la primer patada llegó, y ella sólo pudo cerrar los ojos.
—¡Levántate! ¿Qué? ¿No soportas que te den una lección? Lo hubieses pensado antes de traicionar al rey.
‹‹Traicionar al rey…››
El sabor metálico le inundó la boca, y la vista se le cegó por un momento.
La habían descubierto. Había cometido el peor error de todos, y ahora por su culpa todos serían asesinados.
Cada golpe comenzó a sentirlo lejano, envuelta en su propia miseria y dolor. ¿Qué podía esperar de ella misma? Una princesa que lo ha tenido todo, y que por culpa de su torpeza, muchas personas morirán. Incluidos Dante y ella.
Los guardias la dejaron en paz en cuanto las trompetas resonaron por todo el lugar. Era la señal de que la familia real estaba por aparecer.
Una pequeña multitud se agrupó alrededor de la tarima, intentando estar en primera fila. Tanto para presenciar las ejecuciones como para observar lo más de cerca posible al rey, a quienes todos allí idolatraban.
Y cuando apareció, cruzó una mirada con Sabina. Un escalofrío recorrió el débil cuerpo de la princesa cuando sintió la ira y la malicia en los ojos de Ricardo V. No era algo que la sorprendiera, pero deseó no volver a ver tanta crueldad en una sola persona nunca más.
Con toda la fuerza de voluntad se puso de pie lentamente. Su equilibrio no era bueno, su cuerpo estaba ya demasiado debilitado y maltratado, pero aun así, intentó resistir. Sintió varias miradas sobre ella, y ambos guardias la volvieron a agarrar de los brazos, arrastrándola hacia el área donde la familia real ya estaba sentada en los tronos, y lanzándola con demasiada fuerza a los pies del rey.
—Su majestad —los guardias hicieron una reverencia y en sus rostros reflejaban la admiración por el rey—. Trajimos a la traidora, como ordenó.
—Sí, eso es obvio de ver —mofó, observando con malicia a Sabina. Por su lado, ella intentó parecer lo más fuerte posible, pero las lágrimas la traicionaron—. El espectáculo está por comenzar —anunció arrastrando las palabras, saboreando el terror en los ojos de la princesa.
Con un asentimiento el rey dio la orden, y varios guardias abrieron unas puertas del lado izquierdo del lugar. Los guardias comenzaron a arrastrar a varias personas con una tela cubriéndoles el rostro. Cuando los colocaron debajo de las sogas, la puerta se volvió a abrir, pero esta vez traían a la familia real… y a Dante.