Emilia Romero
Todo mi cuerpo tiembla, siento que voy a desmayarme. Hace un frío insoportable y el hielo de la noche me cala hasta lo más profundo de los huesos, como si tocara mi alma. Mis lágrimas recorren mis mejillas y no puedo dejar de llorar.
Ya llevo dos días encerrada, sin nada que hacer más que caminar entre estas cuatro paredes. Ni siquiera puedo ir a la casa principal; me quedo aquí, en el pequeño departamento de servicio, moviéndome de la cocina a la habitación, y de la habitación al baño.
Por fin amanece. Un poco de sol entra por la ventana, calentando mi cuerpo. Después de aquella noche tan desastrosa, el alivio de preparar café me parece un pequeño consuelo.
Recojo mi cabello y me lavo la cara. No tengo reloj, y eso hace que este encierro se sienta peor que estar presa.
Al asomarme por la ventana, veo una camioneta acercarse. Es uno de los autos de la familia, pero no parece ser el de Antonella. Dejo la taza sobre la mesa y me quedo observando, mientras mi corazón late con fuerza.
Del auto, Liam se baja, el esposo de Antonella. Trago saliva, es increíblemente guapo, y la forma tan informal en la que viene vestido llama completamente mi atención. No tengo espejo para mirarme, pero trato de verme lo mejor posible con lo que llevo puesto. Me desconcierto al darme cuenta de que quiero que me vea bonita. Me sonrojo.
La puerta se abre de repente, y su perfume embriagador llena el aire, conectando con todos mis sentidos, provocando que mi rostro se tiña aún más de rojo.
—¿Emilia? —me llama por mi nombre, y avergonzada salgo del pequeño rincón de la cocina.
—Señor, aquí estoy.
—¿Cómo estás?
—No he podido dormir bien, aquí hace mucho frío y no hay tantas mantas.
—Oh, Dios, lo imaginé. Pensé que algo así pasaría. El cuarto de servicio no tiene calefacción, está averiado. Y como no usamos mucho esta casa, no hemos hecho los arreglos. Hoy mismo lo miro. ¿Ya desayunaste?
Sonríe con amabilidad, y yo solo niego con la cabeza.
—Aún no, señor.
—Bueno, qué bien. Yo tampoco he desayunado. Vamos a hacerlo juntos antes de que me vaya al trabajo, así podemos conocernos un poco mejor —me sonríe nuevamente, y su sonrisa tiene algo adictivo. Me meto a la cocina, pero él me sigue.
—No te preocupes, Emilia. Siéntate, que yo preparo el desayuno. He comprado algunos sándwiches por el camino, estilo gourmet. Te van a gustar. ¿Quieres café o bebida de chocolate? —pregunta, arqueando una ceja.
—Café está bien, con leche, por favor.
Él, concentrado, comienza a servirnos la comida, y yo me siento en la pequeña mesa para dos en el rincón de la cocina. Liam coloca mi plato primero, junto con una taza de café caliente con leche, y luego pone el suyo en el otro espacio.
Le da un mordisco a su sándwich y me mira, saboreándose.
—Hum, Emilia, pruébalos, están deliciosos.
Hago lo que me dice, mi estómago ruge de hambre; ni siquiera recuerdo cuándo fue la última vez que probé bocado. Sin embargo, doy un par de mordidas más y alejo el plato de mí, ya no me cabe más comida. El estrés me tiene consumida. Mientras tanto, él sigue comiendo con tanto gusto que se devora todo.
—Estaba delicioso. Y cuéntame, Emilia, ¿de dónde eres?
—Soy de México, señor. ¿Acaso no lo ve en mi cara?
Él sonríe y se encoge de hombros.
—Bueno, vivimos rodeados de muchos latinos. Mi esposa es de descendencia latina, y, pues, de Centroamérica hacia abajo, las mujeres suelen tener un cierto parecido cultural... pero sí, imaginé que eras de por allí.
—Claro, ¿y usted es de aquí?
—No, soy de Europa, pero me crié en este país desde que era un niño. Es una historia larga.
—Claro, me imagino.
Me quedo mirándolo, y él no refleja la misma maldad en los ojos de su esposa. Por el contrario, Liam parece un hombre de buena familia, completamente ajeno a este secreto.
—Bueno, no sé mucho sobre la inseminación, pero quiero que, si necesitas algo, me lo pidas. Por cierto —mira alrededor y frunce el ceño— ¿estás cómoda aquí? Mi esposa me dijo que no tienes donde vivir, y quiero que te sientas a gusto durante todo el embarazo, por el bebé.
Me quedo en silencio, pensando si debo decirle la verdad, pero no tiene sentido. A ver, Antonella es su esposa, él no va a hacer nada en su contra.
—Pues, ¿qué le digo? Sería abusar de la confianza de la señora Antonella si pidiera algo más.
—No lo creas, ella no va a decir absolutamente nada. Déjame cuadrar algunos detalles. Creo que estarías mejor en la casa principal. Aquí es muy pequeño y frío. Recoge tus cosas, te asignaré un cuarto.
—¿Qué?
Mis nervios me juegan una mala pasada. Si él me lleva a la casa principal, posiblemente no me deje encerrada, y por alguna estúpida razón, me escape. Aunque nadie lo sabría, en dos días no llegaría a México sin dinero para salvar a mi familia. Pero si los denuncio…
—Sí, esta noche parece que hará mucho frío, y no quiero que pases ninguna necesidad. Estás embarazada.
Él me sonríe con amabilidad. Al menos sé que de su parte hay empatía, lo siento desde el principio.
—Gracias, señor. Dame un momento, voy a recoger mis cosas.
Voy a la habitación, meto algunas pertenencias en una bolsa y salgo con él. Caminamos unos cuantos metros, y él saca una llave de su bolsillo y abre la puerta.
Fue como un transporte a otro mundo. En la sala de estar había un televisor gigante de pantalla plana en la pared, y unos finos muebles blancos decoraban el lugar. Deslicé mi dedo por el cuero suave, y se me erizó la piel. Más adelante, había un espacio destinado al comedor, un pequeño hall y una serie de puertas. Pero lo que más me impresionó fue el ventanal que daba hacia la parte de atrás. Allí, se extendía una hermosa piscina.
Una piscina inmensa, que apenas reflejaba la luz de los rayos de sol. Me acerqué a ella, aunque suene tonto, siempre tuve la ilusión de entrar en una. En mi pueblo, solo conocí los ríos, y entrar a una piscina tan grande era como un sueño hecho realidad.
—¿Te gusta la piscina? —me pregunta Liam, sacándome de mis pensamientos.
—Sí, aunque nunca he entrado en una.
—Bueno, el hombre de mantenimiento viene dos veces por semana. Trataré de que venga esta misma tarde, arregle la calefacción de la otra casa y le haga mantenimiento a la piscina, así podrás usarla.
—Muy bien, señor.
Aunque era obvio que no iba a durar ni un solo día en esa casa, apenas Liam se fuera, intentaría escapar.
—Ven, te daré tu habitación.
Lo seguí, y sentí que mis pasos eran pesados, como si no pudiera alcanzarlo. Un pensamiento loco recorrió mi mente: personas como Antonella sí que tienen suerte. Tienen dinero, una casa preciosa como esta con un televisor grande y piscina, y un esposo atento y caballero como él. No puedo imaginar cuánto dinero tienen.
Liam abre la puerta de la habitación que ocuparé, y allí encuentro una cama gigante, muy cómoda, con sábanas blancas. También hay una televisión más pequeña, un armario y un pequeño escritorio.
—Aquí puedes quedarte, Emilia. Espero que te sientas más cómoda.
—Gracias, señor. Claro que sí.
Me siento en la cama, y siento una fuerte tentación de echarme sobre ella y descansar un poco, pero mi objetivo está claro: debo irme en cuanto este hombre se marche.
Liam se sienta en el escritorio y me observa. Su expresión es algo expectante, y el ambiente se vuelve denso.
—Emilia, quiero preguntarte algo.
Me enderezo y lo miro, confundida y nerviosa.
—Claro, señor, ¿qué quiere saber?
Él guarda silencio, como si estuviera buscando las palabras correctas, y luego se encoge de hombros.
—Mi esposa... ¿ya te dio algo de dinero por la fecundación?
Maldita sea, no sé qué responder. Tal vez sea una trampa. Me quedo congelada, y él niega con la cabeza.
—No te preocupes, Emilia. No le diré nada a ella de lo que hayamos hablado tú y yo. Es que para mí es importante que siempre te sientas cómoda con el contrato que tengas con nosotros, porque no sabes la felicidad que le estás dando a mi familia.
Recuerdo que en mi vientre posiblemente esté su hijo, y ruedo los ojos. Claro, ahí está la razón de tanta amabilidad.
—Pues, no, no me ha dado dinero aún.
—Lo imaginé, porque la persona encargada de esos temas soy yo. Dame los datos de tu cuenta y te consigno dinero ahora mismo. Sé que tienes cosas que cubrir, me imagino.
Me quedo en silencio, con el corazón helado. ¿Dinero? Podría mandarle algo a mi abuelita y mis hermanos, y siento que no puedo articular palabra.
—¿En serio haría eso por mí?
—Sí, claro. Eres como el refugio sagrado de mi hijo. Así que dime, te daré algo de dinero.
Mi idea principal es largarme de este maldito país, pero también ayudar a mi abuela. Aún recuerdo cómo el techo de la casa está por caerse, y los zapatos de mi hermanita están rotos. Así que unos cuantos días más aquí no me harán daño.
Además, aún no ha pasado nada, y si puedo sacarles algo de dinero, lo haré. Es lo menos que merezco.
—Yo no tengo cuenta aquí, pero si me presta su teléfono, quiero llamar a mi abuelita, y ella será quien le envíe. ¿Está bien?
—Me parece perfecto.
Él estira su móvil, y yo lo tomo rápidamente. Mis manos tiemblan al escuchar la voz de la mujer que amo.
—¡Lita!
—Hija, por amor a Dios, ¿cómo estás?
—Bien, lita, muy bien. No me puedo demorar, pero voy a enviarte un dinerito para que puedas arreglar el techo del rancho y comprarle ropita y zapatos a la niña. ¿Está bien?
—Ay, hijita, pero si es que llevas poquititos días… ¿cómo le estás haciendo?
—Me salió un trabajo rebueno, abuelita. Escúchame bien, no le digas nada a nadie, ¿está bien? Trataré de llamarte luego.
—Te amo, hijita, Dios te bendiga.
—Y yo te amo más, lita. Adiós.
Colgué la llamada, y Liam me estaba mirando, perplejo.
—¿Ellos no saben?
—No, envíe el dinero, por favor.
Él asiente y me pide los datos. Le indico cómo ponerlos, y luego llamo a mi abuelita de nuevo. La mujer está tan feliz y me confirma que recibió la transferencia.
—Bueno, no me permitió el banco, solo enviar 10.000. —dice Liam, y yo me quedo boquiabierta.
—¿Qué?
—Sí, lo sé, es muy poco, pero debo abrir límites para transferencias internacionales.
—No, es mucho en realidad. —suelto de golpe.
Él sonríe y se acerca a mí, tomando mi mano.
—Nada es suficiente en comparación a lo que estás haciendo por mi familia. Esta tarde viene el de mantenimiento, en dos días regreso. Cualquier cosa, llámame.
Saca su tarjeta y me dedica una sonrisa antes de salir de la habitación, dejándome sola. Me paro y voy detrás de él, pero no cierra la puerta con llave, solo la deja cerrada. La abro y veo cómo su auto se aleja.
Ahora estoy confundida. Por un lado, Antonella me amenaza y vivo un completo infierno, pero su esposo, al parecer, quiere hacerme la vida más agradable. Y ahora mi abuelita tiene dinero.
Parte de mis problemas están resueltos. ¿Y si tal vez me quedara con ellos? ¿Qué son nueve meses?
NOTA DE AUTOR: Bienvenidas a esta hermosa historia, espero que la disfruten tanto como yo, muchas gracias siempre por su apoyo, les prometo que no van a arrepentirse de leerla, besos.