Emilia Romero
—Vístete en ese cuarto y te posicionas en la camilla —me ordena el médico, pero yo me quedo inmóvil, sin hacer nada. Las rodillas me tiemblan y todo lo que quiero es huir de ese maldito lugar.
Antonella, al ver que no me muevo, se acerca y me toma del brazo con fuerza, presionando con tal violencia que me duele. Su gesto me hace fruncir el rostro, y ella aprieta la mandíbula.
—¿No escuchaste, Emilia? Haz lo que te dice el médico, ¡carajo!
La miro de reojo. Es más baja que yo, ni siquiera llega a mis hombros. Con un movimiento brusco, me zafó de su agarre y una sonrisa amarga se dibuja en mi rostro.
—¿Y si no obedezco? ¿Qué pasa? —la desafío, y en respuesta, vuelve a aferrarse a mi brazo, acercándose a mi oído. En un susurro, sentencia con frialdad:
—Que nadie te estará esperando en tu rancho cuando regreses, mugrosa. Sigues desafiándome, y te mando a enterrar a tus hermanitos.
Sus palabras son tan frías, tan calculadoras, que me destrozan el corazón. Aunque me revuelven por dentro, no tengo más opción que tragarme la rabia.
Con dificultad, entro al baño y comienzo a quitarme la ropa, de la cintura para abajo, tal como me ordenaron. Mientras lo hago, las lágrimas empiezan a brotar de mis ojos, llenas de frustración y dolor. Me siento tan perdida, tan impotente.
¡¿Por qué a mí, señor?! ¿Por qué a mí?
Me limpio las lágrimas con una toalla de papel, recojo mi cabello y salgo al pasillo con la bata puesta, cubriendo mis caderas. Antonella lleva una bata sobre su ropa, tapabocas y cofia, solo puedo ver el brillo malicioso en sus ojos. Me estremezco al notar la intensidad de su mirada.
—Sigue, Emilia, por favor —me ordena el médico. Subo a la camilla y me acomodo de la forma en que me lo indican, esperando que hagan lo que necesitan.
—Abre las piernas y coloca una en cada estribo. No te tensiones, esto no te va a doler, es un proceso sencillo y rápido. Vamos a colocar varios óvulos fertilizados de la señorita Antonella.
El hombre mira a la rubia y ella sonríe, con una expresión de satisfacción.
—Doctor, ¿podrían ser gemelos? —pregunta, cruzando las manos y dando saltitos de emoción.
—Bueno, eso es difícil de determinar. Ahora comenzamos, enfermera, los instrumentos.
El doctor comienza a examinarme y a introducir un aparato en mi intimidad. Me duele, pero no tengo opción más que aguantar. Aprieto los dientes, permitiendo que las lágrimas caigan por mi rostro, aliviando un poco el dolor. Aunque el proceso no fue largo, para mí se sintió eterno.
—¡Listo! Hemos terminado. Quédate aquí unos minutos, Emilia, voy a preparar las recetas para tu cuidado y te ordenaré los medicamentos para que la inseminación sea efectiva.
Me quedo en silencio, sin interés en nada de lo que me dicen. No estoy de acuerdo con nada. Soy solo un instrumento más en las manos de estos desgraciados.
Antonella se quita el tapabocas y se acerca a mí.
—Será por poco tiempo, Emilia. Después serás libre para conquistar tus sueños. Piensa en que estás haciendo muy feliz a una familia —dice Antonella con una sonrisa fría.
La miro con desprecio, deseando poder escupirle en la cara.
—No estoy haciendo feliz a una familia porque quiera, ustedes me están obligando, y eso… eso no tiene perdón. ¡Los odio, los odio! —le grito directamente, y ella apenas levanta las cejas, encogiéndose de hombros.
—Me da igual que una simple desconocida me odie. Para mí, no eres más que un vientre de alquiler, nada más que eso —responde con indiferencia.
El doctor regresa y me da unas pastillas. Me ayuda a levantarme de la camilla, y en unos veinte minutos estamos fuera del hospital, otra vez dentro de la camioneta de esa mujer malvada, junto a su madre y su guardaespaldas.
Ninguno de ellos me dice nada, solo se limitan a mirarme como si fuera un monstruo. Me siento rara. Aunque sé que el embarazo no se siente de inmediato, la sensación de lo que ocurrió en ese consultorio y el saber que llevo dentro una vida que ni siquiera concebí es… extraño. Ruego al cielo para que no logre implantarse en mi útero, para perderlo.
Al llegar a la cabaña, veo otro auto tan elegante como el de Antonella. Ella se baja, emocionada, y comienza a saltar hacia él.
—¡Mi amor! —grita Antonella mientras un hombre se baja del auto. Es increíble, es guapo, casi como un actor de película. Me sonrojo al darme cuenta de que es el esposo. Es alto, tiene un cuerpo impresionante, cabello oscuro y una barba de candado perfectamente recortada. Su físico es perfecto, su porte, ni hablar. Es demasiado físicamente, como para estar con una mujer como Antonella.
Sacudo la cabeza para disipar los pensamientos absurdos que empiezan a invadir mi mente y respiro profundamente.
—¿Cómo estás, Antonella? —le pregunta el hombre, con una sonrisa.
—Feliz, feliz como nunca —responde ella, con una expresión de satisfacción.
—Ah, ¿sí? ¿Y eso por qué? —pregunta él, curioso.
—Bueno, hicimos la inseminación esta tarde. Nuestro vientre ya está fecundado. En pocos meses seremos padres, mi amor —dice Antonella, abrazándolo con entusiasmo.
Él no responde con la misma emoción, su rostro está impasible. Por lo visto, la única que quiere tener hijos aquí es ella. Yo, por mi parte, me encojo de hombros. Allá ellos. Lo único que deseo es que estos meses pasen volando para poder irme de este maldito lugar y ayudar a mi familia.
Antonella se acerca al auto y, con una sonrisa hipócrita, me invita a acercarme.
—Ven, cariño, ven. Te voy a presentar al señor de la casa, él es Liam Simone.
El hombre me mira de arriba abajo, sus ojos se clavan en los míos, y siento un nudo en el estómago. Me pongo nerviosa, sobre todo cuando él extiende la mano, su gesto tan suave, tan… perfecto. Es demasiado guapo, demasiado para alguien tan malo.
—Mucho gusto, soy Liam, el esposo de Antonella y futuro padre del bebé —dice con una sonrisa encantadora.
—Soy Emilia Romero, yo…—me quedo sin palabras —bueno, usted ya sabe quien soy.
—Bienvenida a la familia, Emilia. Esperamos que te sientas como en casa —dice Liam con una sonrisa cortés.
—Claro —respondo en voz baja, apenas audible. Entonces, Antonella me mira y hace una mueca, como si algo le molestara.
—Ven, Emilia, tienes cara de cansancio. Es hora de que te vayas a la cama. Voy a llevarte a tu habitación —dice Antonella, tomando la iniciativa.
Ella le sonríe falsamente a su esposo, y él se la corresponde sin decir una palabra, pero luego me dirige una mirada.
—Gracias, Emilia.
Yo simplemente asiento con la cabeza y sigo a Antonella, que avanza rápidamente. Mi entrepierna me duele, siento cólicos, lo que hace aún más difícil seguirles el paso a sus largos zancadas.
—Ya te lo dije, Emilia. Mucho cuidado con decirle algo a él, porque te juro que no voy a responder por lo que pase —me advierte Antonella, con un tono amenazante.
—¿Qué se siente, señora? —le respondo, aunque mi voz sale rota, cargada de enojo.
—¿Qué se siente qué? —se gira y me lanza una mirada llena de ira, como si estuviera a punto de estallar.
—Ser una persona tan despreciable como usted. ¿Sabía que lo que está haciendo conmigo es un delito? —Le reprocho consumida por la ira, no me importa las consecuencias de mi reclamo, solamente quiero largarme de aquí.
La mujer suelta una carcajada, me mira de arriba abajo, y puedo ver que no le importa lo que diga ni lo que sienta. A ella no le importa nada.
—Mira, Emilia, a una pobre mojada como tú, que no tiene ni Dios ni ley, no le pueden creer. Además, estás aquí de forma ilegal, nadie va a buscarte si desapareces.
—Eso es lo que usted cree, señora, mi familia me va a reportar como desaparecida cada vez que dejen de tener contacto conmigo —respondo con voz firme, aunque el miedo me consume por dentro.
—No te tengo miedo, Emilia. Por ahora, vete a dormir, y ya sabes, estás advertida. No le puedes decir nada a Liam sobre esto, o te juro que tu familia me las paga. Por cierto, él va a venir cada tercer día, trabaja cerca, y se hará cargo de tu embarazo. Te voy a mantener vigilada. Yo vendré de vez en cuando, pero no quiero que te pases de lista, ¿entendiste?
Sus palabras me queman como fuego, pero están claras, y sé que no quiero entrar en controversia con ella. Sonrío con amargura y aprieto los ojos para ocultar la rabia.
—Sí, señora, todo claro. No se preocupe, no pondré a mi familia en peligro.
La mujer cierra la puerta con llave detrás de ella, dejando la casa en silencio. Me asomo a la ventana, y veo cómo los dos autos arrancan y se alejan. Mi corazón se parte en mil pedazos, y el deseo de rendirme crece. Quiero morirme. No pienso tener ese bebé. No y no. Juro que haré todo lo posible para evitar esa inseminación. No seré la madre subrogada de nadie.